Danza de espejos (54 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Danza de espejos
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La doctora Crisan había tomado notas y se había ido, dejándolo en las tiernas manos de Rosa. Ahora estaba jadeando en la cama de Rosa, envuelto en la toalla mientras ella le revisaba de arriba a abajo la estructura esquelética y muscular. Cuando le hacía masaje, los dedos de la doctora Crisan eran como máquinas exploradoras. Las manos de Rosa lo acariciaban. Como él no estaba anatómicamente preparado para ronronear, se las arregló para expresar un gemido de placer y agradecimiento de vez en cuando. Ella trabajó todo, desde el cuello hasta los dedos del pie y empezó a subir de nuevo.

Boca abajo, aplastado contra las almohadas, cómodo, se dio cuenta por primera vez desde su vuelta a la vida que un sistema muy importante de su cuerpo se estaba haciendo presente. Res-erección, sí. Otra resurrección. Con la cara roja en una mezcla de vergüenza y goce, puso un brazo arriba para esconder el hecho.
Es tu doctora. Debería saberlo
. Y ella estaba familiarizada con cada parte de su cuerpo, de dentro y de fuera. Había estado literalmente entregada a él. Cierto, pero él dejó la novedad escondida en la cueva de su brazo.

—Dese la vuelta —dijo Rosa—. Necesito el otro lado.

—Eh… preferiría que no —murmuró él, con la boca enterrada en la almohada.

—¿Por qué no?

—Hum… ¿se acuerda de que me pregunta siempre si se me dispara algo?

—Sí.

—Bueno, pues algo se me está disparando.

Hubo un breve silencio y luego:

—Ah… En ese caso, por favor, dese la vuelta. Necesito examinarlo.

Él respiró hondo.

—Las cosas que hacemos por la ciencia.

Se dio la vuelta y ella sacó la toalla.

—¿Ya le había pasado antes? —preguntó.

—No. Primera vez en mi vida. Esta vida.

Los dedos largos y fríos tocaron con rapidez, un roce médico.

—Se ve bien —dijo ella con entusiasmo.

—Ah, gracias. Gracias —cantó él con alegría.

Ella rió. Él no necesitaba memoria para saber que la risa de una mujer por un chiste en un momento como ése era buena señal. Experimentalmente, despacio, dio la vuelta para mirarla de cerca.
Hurra por la ciencia. Veamos lo que pasa
. La besó. Ella lo besó también. Él se derritió.

El habla y la ciencia quedaron de lado por un tiempo. Para no mencionar la bata verde y las capas de más abajo. El cuerpo de ella era tan hermoso como él lo había imaginado: una estética pura de línea y curva, suavidad y lugares florales, ocultos. El cuerpo de él contrastaba vivamente con eso, una pequeña percha de huesos marcados por impactantes cicatrices rojas.

Una conciencia intensa de su muerte reciente hervía en él y descubrió que estaba besando a la doctora frenéticamente, con pasión, como si ella fuera la vida misma y él pudiera consumirla y poseerla de ese modo. No sabía si ella era amiga o enemiga, si eso estaba bien o mal. Pero era algo tibio y líquido y emocionante, no congelado ni quieto, seguramente lo más opuesto a la crío-estasis que podía existir.
Carpe diem, aprovecha el momento
. Porque la noche lo esperaba implacable, fría. Esa lección le quemaba desde dentro hacia fuera, como una radiación. Se le abrieron los ojos. Sólo la falta de capacidad de respiración lo obligó a un ritmo más decoroso y razonable.

Debería haberse sentido afligido y malhumorado con su propia fealdad, pero no era así y se preguntó por qué.
Hacemos el amor con los ojos cerrados
. ¿Quién le había dicho eso? ¿La misma mujer que le había dicho
No es la carne, es el movimiento?
Abrir el cuerpo de Rosa era como enfrentarse a esa pila de armas de campaña. Sabía qué hacer, pero no recordaba dónde lo había aprendido. El entrenamiento estaba allí pero el entrenador se había borrado de su mente. Ese acoplamiento de lo familiar y lo extraño lo perturbaba más que cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes.

Ella tembló, suspiró y se relajó. Él fue besándola por todo el cuerpo y al final le susurró en el oído:

—Mmm… ¿Crees que ahora sí puedo hacer flexiones?

—Ah. —A ella se le abrieron los ojos y se quedó mirando—. Sí, sí…

Unos momentos de experimentación y descubrió una posición aprobada por los médicos, acostado de espaldas con gran comodidad, sin presión ni fuerza en el pecho, los brazos o el abdomen, y entonces le tocó el turno. Eso estaba bien, las mujeres primero y así no le tirarían almohadas por quedarse dormido inmediatamente. Un esquema terriblemente familiar, con todos los detalles mal puestos. Rosa había hecho eso antes, pensó él, aunque no con frecuencia. Pero no se requería gran experiencia. El cuerpo de él funcionaba muy bien…

—Doctora D. —suspiró él—, usted es un genio. Es… Esquil… Bueno, ese tipo griego podría recibir lecciones de resurrección de usted…

Ella rió y se acomodó a su lado, cuerpo contra cuerpo.
La altura no importa, si uno está acostado
. Eso también lo había sabido antes. Intercambiaron besos menos presurosos, menos exploratorios, saboreados lentamente como mentas después de la comida.

—Eres muy pero que muy bueno en esto —murmuró ella, relajada, mordiéndole un poquito la oreja.

—Sí… —La sonrisa de él se desvaneció y miró al techo, con una mezcla de melancolía y frustración mental renovada—. Me pregunto si estaré casado… —Ella apartó la cabeza, instintivamente, y él hubiera querido morderse la lengua cuando vio su mirada de espanto—. No lo creo —agregó con rapidez.

—No… no… —Ella se había tranquilizado ya—. No estás casado.

—¿Sea yo quien sea?

—Correcto.

—Ajá. —Él dudó, pasándole los dedos por el pelo, abriéndolo despacio en un abanico sobre el montón de líneas rojas de su torso—. ¿Y a quién crees que ahora le estás haciendo el amor?

Ella le puso un largo dedo índice sobre la cabeza.

—A ti. Sólo a ti.

Eso era muy agradable de escuchar pero…

—¿Y qué ha sido eso, terapia o amor?

Ella sonrió con misterio, siguiendo con un dedo los rasgos de la cara de su paciente.

—Las dos cosas… creo. Y curiosidad. Y oportunidad. Estos últimos tres meses he estado muy inmersa en tus problemas.

Parecía una respuesta sincera.

—Me parece que tú hiciste la oportunidad.

Una sonrisita se le escapó de los labios.

—Bueno… tal vez.

Tres meses
. Interesante. Así que había estado muerto más de dos meses. Seguramente había absorbido gran parte de los recursos del Grupo Durona en ese tiempo. Para empezar, tres meses del tiempo de trabajo de esa mujer no eran baratos.

—¿Por qué estáis haciendo esto? —preguntó, mirando al techo mientras ella se deslizaba junto a su hombro—. Quiero decir, todo. ¿Qué esperáis que yo haga por vosotros? —Medio inválido, sin habla, estúpido y en blanco, seguramente no valía un dólar, fuera cual fuese su nombre inexistente—. Todas vosotras estáis pendientes de mi recuperación como si yo fuera vuestra única esperanza de entrar en el paraíso… —Hasta la brutal y eficiente Crisan parecía empujarlo hacia delante por su propio bien. Hubiera podido decir que era la que más le gustaba por su fuerza despiadada. Ella hacía que algo resonara en él—. ¿Quién más me quiere? ¿Por qué me escondéis? ¿Enemigos? —¿O amigos?

—Enemigos, sin duda —suspiró Rosa.

—Mmm. —Él se quedó acostado, tranquilo; mientras, ella dormitaba. Él le tocó la red del pelo y se preguntó qué vería ella en él.
Yo pensaba en el ataúd de cristal del caballero encantado… encontré suficientes fragmentos de granada como para estar segura de que usted no era sólo testigo de lo que pasaba
.

Así que había trabajo que hacer. Y el Grupo Durona no quería un mercenario corriente. Si eso era Jackson's Whole, podían comprar naves enteras de mercenarios corrientes.

Y de todos modos, él nunca había pensado que era un hombre corriente. Ni por un minuto.

Ah, señora… ¿qué necesita usted que yo sea?

23

El redescubrimiento del sexo lo inmovilizó por tres días, pero su instinto de huida volvió a aflorar una tarde en que Rosa lo dejó supuestamente dormido. Pero no estaba dormido. Abrió los ojos y buscó el esquema de las cicatrices en el pecho para volver a pensarlo. Hacia fuera era sin duda la dirección equivocada. Lo que no había intentado todavía era ir
hacia dentro
. En ese lugar, todo el mundo le contaba sus problemas a Azucena. Muy bien. Él también iría a ver a Azucena.

¿Arriba o abajo? Como líder jacksoniana, seguramente vivía en el piso superior o en un búnker. El barón Ryoval vivía en un búnker, o por lo menos había una débil imagen asociada con ese nombre en su cabeza, una imagen que tenía que ver con sótanos sombríos. El barón Fell tomaba lo del piso superior literalmente y vivía allá arriba, en su estación orbital. Parecía haber muchas imágenes de Jackson's Whole en su cabeza. ¿Sería su hogar, su planeta de origen? La idea lo confundía. Arriba. Arriba y adentro.

Se puso el traje gris, tomó prestados unos calcetines de Rosa y se deslizó por el corredor. Encontró un tubo elevador que lo llevó al piso superior, justo por encima del de Rosa. Era otro piso de residencias. En el centro encontró otro tubo, con cerradura de palmas. Cualquier Durona podía usarlo, claro. Una escalera en espiral lo rodeaba en todas direcciones. Él subió despacio, muy despacio y esperó cerca del último escalón, hasta recuperar el aliento. Golpeó la puerta.

La puerta se deslizó hacia un lado, y un niño de unos diez años, delgado y de rasgos euroasiáticos, lo miró a la cara, serio.

—¿Qué desea? —preguntó el niño frunciendo el ceño.

—Quiero ver a tu… abuela.

—Que entre, Gorrión —dijo una voz suave.

El muchacho bajó la cabeza y le hizo un gesto para que pasara. Sus pies enfundados en calcetines se apoyaban sin ruido sobre la alfombra blanda. Las ventanas estaban polarizadas y la tarde gris no entraba por ellas. Lagunas de luz artificial más tibia, más amarilla, luchaban contra la oscuridad. Más allá de la ventana, el campo de fuerza se revelaba a sí mismo con el brillo cuando detectaba, repelía y aniquilaba las gotas de agua o de materia.

Había una mujer encogida sentada en una silla ancha que lo miraba acercarse con ojos negros en una cara de marfil viejo. Usaba una túnica de seda negra, cuello alto y pantalones sueltos. Tenía el cabello totalmente blanco y muy largo; una niña delgada, literalmente gemela del muchacho, se lo estaba cepillando sobre el cuello en gestos largos, tranquilos. La habitación estaba cálida. Mientras él miraba los ojos de ella, se preguntó cómo podía haber creído alguna vez que aquella otra mujer vieja del bastón era Azucena. Los ojos de cien años miran de una forma muy diferente.

—Señora —dijo. De pronto sintió la boca muy seca.

—Siéntese. —Ella señaló un pequeño sofá en un extremo de la mesa baja frente a ella—. Violeta, querida —una mano leve, toda arrugas blancas y venas azules, tocó la mano de la muchacha que había hecho un alto sobre el hombro de seda negra—. Trae tres tazas de té. Gorrión, ve abajo y busca a Rosa.

La muchacha arregló el cabello que había estado cepillando en un abanico caído sobre el torso de la mujer, y los dos niños se desvanecieron en un silencio que no parecía propio de su edad. Era evidente que el Grupo Durona no empleaba extraños. No había posibilidad de que ningún topo penetrara la organización. También él obedeció y se dejó caer en el asiento que ella le había indicado.

Las vocales de ella tenían el
vibrato
de la edad, pero la dicción era perfecta.

—¿Se ha recuperado usted a sí mismo, señor? —preguntó.

—No, señora —dijo él con tristeza—. Sólo la he recuperado a usted. —Pensó con mucho cuidado en la forma de exponer su pregunta en palabras. Azucena no sería menos cuidadosa que Rosa en cuanto a las claves. Ella también era médica—. ¿Por qué no puede usted identificarme?

Ella elevó las cejas blancas.

—Bien dicho. Está usted listo para que le contesten. Creo. Ah…

El tubo siseó y apareció la cara alarmada de Rosa, que salió casi corriendo.

—Azucena, lo lamento. Pensaba que dormía…

—Está bien, niña. Siéntate. Sirve el té. —En ese momento apareció Violeta con una gran bandeja. Azucena le susurró algo tras una mano que temblaba un poco y ella asintió y se alejó. Rosa se arrodilló como siguiendo las reglas de algo que parecía un ritual antiguo (él se inclinó a pensar que alguna vez habría cumplido el papel de Violeta) y sirvió un té verde en pequeñas tacitas blancas. Luego se sentó cerca de las rodillas de Azucena y tocó al pasar el cabello blanco.

El té estaba muy caliente. Él se lo tomó enseguida, aunque con cuidado, porque últimamente le horrorizaba el frío.

—¿Respuestas, señora? —le recordó con cautela.

Los labios de Rosa se abrieron en un gesto negativo, de alarma. Azucena levantó un dedo torcido y la detuvo.

—Antecedentes —dijo la vieja—. Creo que ha llegado el momento de contarle a usted una historia.

Él asintió y se acomodó, con el té en la mano.

—Había una vez —dijo ella y sonrió —tres hermanos. Un verdadero cuento de hadas, ¿eh? El mayor y original, y dos jóvenes clones. El mayor, como sucede siempre en estos cuentos, nació heredero de un magnífico patrimonio. Título, riqueza, comodidades. Su padre, aunque no era realmente un rey, poseía más poder que cualquier rey en la historia pre-salto de la humanidad. Y por lo tanto se convirtió en blanco de muchos enemigos. Como se sabía que amaba muchísimo a su hijo, más de uno de sus enemigos pensó en golpearlo a través de él. Y así fue como se dio esta multiplicación peculiar. —Ella lo miró. Él sintió que le temblaba el estómago. Tomó más té para disimular su confusión.

Ella hizo una pausa.

—¿Puede darme algún nombre?

—No, señora.

—Mmm. —Ella abandonó el cuento de hadas. La voz se hizo más tensa, más severa—. Lord Miles Vorkosigan de Barrayar era el original. Ahora tiene más o menos veintiocho años estándar. Su primer clon se fabricó aquí en Jackson's Whole, hace veintidós años en la Casa Bharaputra, a solicitud de un grupo de resistencia de Komarr. No sabemos cómo se hace llamar ese clon, pero el complicado complot de sustitución de los komarreses fracasó hace dos años y el clon escapó.

—Galen —susurró él.

Ella lo miró con atención.

—Era el jefe de los komarreses, sí. El segundo clon… es una incógnita. La teoría más aceptable dice que lo fabricaron los cetagandanos, pero nadie los sabe con seguridad. Surgió hace diez años como comandante mercenario, y apareció directamente en su apogeo, un hombre excepcionalmente brillante, y reclamó el nombre betanés de Miles Naismith, un nombre bastante legal en Beta, por la línea materna. No es amigo de los cetagandanos así que la teoría de que es un renegado cetagandano tiene cierta lógica. Nadie conoce su edad, aunque obviamente no puede tener más de veintiocho. —Tomó un buen trago de té—. Nosotros creemos que usted es uno de esos dos clones.

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