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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (64 page)

BOOK: David Copperfield
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Serían las diez y media cuando mistress Micawber se levantó para envolver su cofia en el papel gris y ponerse el sombrero. Míster Micawber aprovechó el momento en que Traddles se ponía el gabán para deslizarme una carta en la mano, rogándome que la leyera cuando tuviera tiempo. Yo a mi vez aproveché el momento en que sostenía la luz por encima de la barandilla de la escalera para alumbrarlos, y que míster Micawber bajaba el primero, conduciendo del brazo a su mujer, para retener a Traddles, que les seguía ya con la cofia de la señora en la mano.

—Traddles —le dije—, míster Micawber no tiene malas intenciones, el pobre hombre; pero si yo estuviera en tu lugar, no le prestaría nada.

—Mi querido Copperfield —dijo Traddles, sonriendo—, no tengo nada que poder prestar.

—Tienes tu nombre.

—¡Ah! ¿Crees que eso es algo que se puede prestar? —dijo Traddles pensativo.

—¡Naturalmente!

—¡Oh! —dijo Traddles—. Sí, seguramente. Te lo agradezco mucho, Copperfield; pero me temo que se lo he prestado ya.

—¿Para esa imposición tan segura? —pregunté.

—No —dijo Traddles—; para eso no. Es la primera vez que oigo hablar de ello. Y pensaba que quizá me propusiera firmarlo al volver a casa. Es para otra cosa.

—Pero supongo que no habrá ningún peligro.

—Supongo que no —dijo Traddles—; no lo creo, porque el otro día me aseguró que estaba solucionado. Es la expresión de míster Micawber: solucionado.

Míster Micawber levantó los ojos en aquel momento, y sólo pude repetir mis recomendaciones al pobre Traddles, que bajó dándome las gracias. Pero al ver el aspecto de buen humor con que llevaba la cofia y daba el brazo a mistress Micawber tuve mucho miedo no se fuera a entregar atado de pies y manos en Money Market.

Volví a sentarme ante la chimenea y reflexionaba, medio en serio medio en broma, sobre el carácter de míster Micawber y sobre nuestra antigua amistad, cuando oí que alguien subía rápidamente. Pensé que sería Traddles, que volvía a por algo olvidado por mistress Micawber; pero a medida que se acercaban los pasos los reconocí mejor; el corazón me latió y la sangre me subió al rostro. Era Steerforth.

No olvidaba nunca a Agnes; ella no abandonaba el santuario de mis pensamientos (si puedo decirlo así), donde la había colocado desde el primer día. Pero cuando Steerforth entró y se paró ante mí, tendiéndome la mano, la nube oscura que le envolvía en mi pensamiento se desgarró para hacer sitio a una luz brillante, y me sentí avergonzado y confuso por haber dudado de un amigo tan querido. Mi afecto por Agnes no se resentía; pensaba siempre en ella como en el ángel bienhechor de mi vida; mis reproches sólo se dirigían a mí mismo; me turbaba la idea de que había sido injusto con él, y habría querido expiarlo, si hubiera sabido cómo hacerlo.

—Pues bien, Florecilla, amigo mío, ¿te has vuelto mudo? —dijo Steerforth con alegría, estrechándome la mano del modo más cordial—. ¿Es que te sorprendo en medio de otro festín? ¡Qué sibarita eres! En verdad, voy creyendo que los estudiantes del Tribunal de Doctores son los jóvenes más disipados de Londres; y nos tenéis a distancia a nosotros, jóvenes inocentes de Oxford.

Paseaba alegremente su mirada alrededor de la habitación; fue a sentarse en el diván frente a mí, en el lugar que mistress Micawber acababa de dejar, y se puso a mover el fuego.

—En el primer momento estaba tan sorprendido —le dije dándole la bienvenida con toda la cordialidad de que era capaz—, que no podía ni saludarte, Steerforth.

—Pues bien; mi vista consuela a los ojos enfermos, como decían los escoceses —replicó Steerforth—, y la tuya produce el mismo efecto; ahora que estás en pleno florecimiento, Florecilla, ¿cómo estás, Bacanal mía?

—Muy bien —contesté—; pero nada de bacanal esta noche, aunque confieso que han comido aquí tres personas.

—Acabo de encontrármelos en la calle, elogiándote en voz alta. ¿Quién es el que lleva pantalón ceñido?

En pocas palabras le hice, lo mejor que pude, el retrato de míster Micawber, y reía de todo corazón, declarando que era digno de conocerse, y que no prescindiría de ser presentado a él.

—Pero el otro, el otro, ¿a que no adivinas quién es?

—¡Dios sabrá; pero no yo! ¿Supongo que no será nadie antipático? Me ha parecido que tenía un aspecto muy aburrido.

—¡Traddles! —le dije en tono de triunfo.

—¿Quién? —preguntó Steerforth con despreocupación.

—¿No te acuerdas de Traddles? Traddles, que se acostaba en el mismo dormitorio que nosotros en Salem House.

—¡Ah! ¿Aquel? —dijo Steerforth dando con las tenazas sobre el carbón—. ¿Y sigue tan simple como antes? ¿De dónde le has desenterrado?

Hice de Traddles un elogio de lo más pomposo, pues me daba cuenta de que Steerforth le desdeñaba. Pero él, dejando a un lado aquel asunto con un movimiento de cabeza y una sonrisa, se limitó a decir que tampoco le disgustaría ver a nuestro antiguo compañero, que había sido siempre muy chusco; y después me preguntó si podía darle algo de comer.

Durante los intervalos de aquel corto diálogo, que sostenía con vivacidad febril, rompía los carbones con las tenazas y parecía contrariado. Observé que continuaba lo mismo mientras yo sacaba del armario los restos de la empanada de ave y alguna que otra cosa del festín.

—¡Pero ha sido una comida regia, Florecilla! —exclamó saliendo de pronto de su ensueño y sentándose al lado de la mesa—. Y voy a hacerle el honor, pues vengo de Yarmouth.

—Creía que estabas en Oxford —repliqué.

—No —dijo Steerforth—; vengo de estar haciendo de marinero, que es mejor.

—Littimer ha venido a preguntar si te había visto, y por sus palabras he creído que estabas en Oxford, aunque, en realidad, no me ha dicho nada.

—Littimer es más loco de lo que yo creía, puesto que se ha tomado la molestia de buscarme —dijo Steerforth vertiéndose alegremente vino en un vaso y bebiendo a mi salud—. En cuanto a lograr adivinar lo que piensa, serías más hábil que todos nosotros, Florecilla, si lo consiguieras.

—Tienes razón —le dije acercando mi silla a la mesa—. Según eso, ¿has estado en Yarmouth, Steerforth? —añadí, en mi impaciencia de saber noticias de nuestros amigos—. Y ¿has estado mucho tiempo?

—No —replicó—; no ha sido más que una escapada de unos ocho días.

—¿Y cómo están todos allí? ¿La pequeña Emily no se ha casado todavía?

—No, todavía no; la boda es dentro de no sé cuántas semanas o meses; no sé bien. No les he visto mucho. A propósito, tengo una carta para ti —añadió depositando su cuchillo y su tenedor, que manejaba con apetito y buscando en sus bolsillos.

—¿De quién?

—De tu vieja niñera —replicó sacando algunos papeles del bolsillo de su chaleco— «J. Steerforth, esq.» No es esto; paciencia, ya lo encontraré. El viejo… no se como se llama… está enfermo. Debe de ser a propósito de eso por lo que te escribe.

—¿Te refieres a Barkis?

—Sí —respondió, buscando siempre en sus bolsillos y examinando lo que había en ellos—. Todo ha terminado para el pobre Barkis, me temo. He visto al boticario o lo que sea, no sé, que te trajo al mundo, que me ha dado los mayores detalles; pero, en resumen, su opinión es que el carretero no tardará en hacer su último viaje. Mete la mano en el bolsillo de mi gabán, que está encima de esa silla, a ver si encuentras la carta. ¿Está ahí?

—Aquí está —dije.

—¡Ah! Vale.

La carta era de Peggotty; era corta y algo menos legible que de costumbre. Me contaba el estado desesperado de su marido y aludía a que se había vuelto algo más agarrado que antes, lo que sentía, sobre todo porque no podía darle todos los cuidados que querría. No decía una palabra de sus trabajos ni de sus vigilias; pero no escaseaba los elogios a su marido. Y todo lo decía con una ternura sencilla, honrada y natural, que yo sabía lo sincera que era; y la carta terminaba con estas palabras: «Mis respetos a mi niño querido». Y el niño querido era yo.

Mientras descifraba aquella epístola, Steerforth continuaba comiendo y bebiendo.

—Es una pena —dijo cuando hube terminado—; pero el sol se pone todos los días y mueren seres cada minuto. No hay que atormentarse, por lo tanto, mucho por una cosa que es el lote común de todo el mundo. Si nos detenemos cada vez que oímos dar con el pie en alguna puerta a esa viajera que nunca se detiene, no haríamos mucho ruido en el mundo. ¡No! ¡Adelante! Por los malos caminos si no hay otros, por los buenos si se puede; pero ¡adelante! Saltemos por encima de todos los obstáculos para llegar a la meta.

—¿A qué meta?

—A aquella por la que se ha puesto uno en camino —replicó—, y ¡adelante!

Recuerdo que cuando se interrumpió para mirarme con el vaso en la mano y su hermoso rostro un poco inclinado hacia atrás, observé por primera vez que, aunque estaba tostado y la frescura del viento del mar había animado su tez, sus rasgos llevaban las huellas del ardor apasionado que le era habitual cuando se lanzaba perdidamente en algún nuevo capricho. Por un momento tuve la idea de reprocharle la energía desesperada con que perseguía el objeto que deseaba; por ejemplo, aquella manía de luchar con la mar bravía y de desafiar las tormentas; pero el primer asunto de nuestra conversación me volvió a la memoria, y le dije:

—Veamos, Steerforth. Si eres lo bastante dueño de ti para escucharme un momento te diré…

—El espíritu que me posee es un espíritu poderoso y hará lo que tú quieras —contestó levantándose de la mesa para volver a sentarse al lado del fuego.

—Pues bien. Voy a decirte, Steerforth, que quiero ir a ver a mi antigua niñera; no porque pueda serle de ninguna utilidad, ni ayudarla en nada; pero me quiere tanto, que mi visita le dará el mismo gusto que si pudiera ayudarla en algo. Se sentirá dichosa y será un consuelo y un socorro para ella. Y no es hacer ningún sacrificio por una amiga tan fiel. ¿No irías tú a pasar allí un día si estuvieras en mi lugar?

Estaba pensativo, y reflexionó un instante antes de contestarme en voz baja:

—Sí; debes ir; eso siempre es bueno.

—Como llegas de allí, supongo que será inútil pedirte que me acompañes.

—Completamente inútil —replicó—. Esta misma noche voy a Highgate. No he visto a mi madre desde hace mucho tiempo, y me remuerde la conciencia. Pues es mucho ser amado como ella ama a su hijo pródigo. ¡Bah! ¡Qué locura!

Supongo que piensas irte mañana —dijo apoyando sus manos en mis hombros y reteniéndome a distancia.

—Sí.

—Pues bien; espera solamente a pasado mañana. Quería rogarte que pasaras algunos días con nosotros; había venido expresamente a invitarte, y te escapas a Yarmouth.

—Te aconsejo que no hables de las personas que se escapan, Steerforth, cuando tú partes como un loco para cualquier expedición desconocida.

Me miró un momento sin hablarme, y después repuso teniéndome siempre agarrado de los hombros y sacudiéndome:

—Vamos, decídete para pasado mañana y pasas el día de mañana con nosotros. ¡Quién sabe cuándo nos volveremos a ver! Vamos, pasado mañana. Te necesito para evitarme un cara a cara con Rosa Dartle y para separarnos.

—¿Temes que os querríais demasiado si no estuviera yo allí? —le pregunté.

—Sí, o que nos odiáramos —dijo Steerforth riendo—; una cosa a otra. Vamos, ¿quedamos en eso? ¿Pasado mañana?

—Bueno, pasado mañana —le dije.

Se puso su gabán, encendió su puro y se dispuso a irse hacia su casa a pie. Viendo que aquella era su intención, yo también me puse el gabán (pero sin encender el puro, había tenido bastante con una vez) y le acompañé hasta la carretera, que no estaba alegre aquella noche. Fue muy animado todo el camino, y cuando nos separamos yo le veía andar con un paso tan ligero y tan firme, que recordé lo que me había dicho: «Saltemos por encima de todos los obstáculos para conseguir nuestro objetivo», y me puse a desear, por primera vez en mi vida, que el objetivo que perseguía fuera digno de él.

Había vuelto a mi habitación y me desnudaba, cuando la carta de míster Micawber se cayó al suelo. Hizo bien, pues la había olvidado. Rompí el sello y leí lo que sigue. La carta estaba fechada hora y media antes de la comida. No sé si he dicho que siempre que míster Micawber se encontraba en una situación desesperada empleaba una especie de fraseología legal, que parecía considerar como una manera de liquidar sus asuntos.

Caballero… pues no me atrevo a decir mi querido Copperfield:

Es necesario que sepa usted que el firmante es un hombre ahogado. Quizá usted podrá observar hoy que haga débiles esfuerzos para evitarle un descubrimiento prematuro de su desgraciada posición; pero toda esperanza se ha desvanecido del horizonte y el firmante está hundido.

La presente comunicación está escrita en presencia (no puedo decir en compañía) de un individuo sumido en un estado cercano a la borrachera y que es dependiente de un prestamista. Este individuo está en posesión de estos lugares por no haber pagado el alquiler. El inventario que ha hecho comprende no solamente todas las propiedades personales de todo género pertenecientes al firmante, inquilino por años de esta morada, sino también todos los efectos y propiedades de míster Thomas Traddles, huésped y miembro de la honorable Sociedad de Inner Temple.

Si una sola gota de amargura podía faltar a la copa, ya desbordante, que se ofrece ahora (como dice un escritor inmortal) a los labios del firmante se encontraría en el hecho doloroso de que un pagaré garantizado en favor del firmante, por el antes mencionado míster Thomas Traddles, por la suma de veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques y medio ha cumplido y no ha sido pagada. También se encontraría en el hecho igualmente doloroso de que las responsabilidades vivas que pesan sobre el firmante serán aumentadas, según el curso de la naturaleza, por una nueva e inocente víctima, cuya llegada será (en números redondos) a la expiración de un período que no excede de seis meses desde la presente fecha.

Después de estos detalles, será un oprobio que añadir a las cenizas y al polvo que cubren para siempre la cabeza de WILKINS MICAWBER.

¡Pobre Traddles! Por entonces conocía lo bastante a míster Micawber para estar seguro de que se levantaría de aquel golpe; pero aquella noche turbó mi tranquilidad el recuerdo de Traddles y de la hija del pastor de Devonshire, con diez hermanos y ¡tan buena chica!, como decía Traddles, y dispuesta a esperarle (elogio funesto) aunque fueran sesenta años, o más, si hacía falta.

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