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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (2 page)

BOOK: David Copperfield
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Mi madre contestó que había tenido ese gusto, pero tuvo consciencia de que, a pesar suyo, demostraba que el gusto no había sido muy grande.

—Pues aquí la tiene usted —dijo miss Betsey.

Mi madre, con una inclinación de cabeza, le rogó que pasara, y se dirigieron a la habitación que acababa de dejar. Desde la muerte de mi padre no habían vuelto a encender fuego en la sala.

Se sentaron. Miss Betsey guardaba silencio, y mi madre, después de vanos esfuerzos para contenerse, prorrumpió en llanto.

—¡Vamos, vamos! —dijo mi tía precipitadamente—. Nada de llorar; ¡venga!, ¡venga!

Mi madre siguió sollozando hasta quedarse sin lágrimas.

—Vamos, niña, quítese usted la cofia —dijo miss Betsey—, que quiero verla bien.

Mi madre estaba demasiado asustada para negarse a la extravagante petición aunque no tenía ninguna gana. Con todo, hizo lo que le decían; pero sus manos temblaban de tal modo que se enredaron en sus cabellos (abundantes y magníficos), esparciéndose alrededor de su rostro.

—Pero ¡Dios mío! —exclamó miss Betsey—. ¡Si es usted una niña!

Indudablemente, mi madre parecía todavía más joven de lo que era, y la pobre bajó la cabeza como si fuera culpa suya y murmuró entre sus lágrimas que lo que de verdad temía era ser demasiado niña para verse ya viuda y madre, si es que vivía.

Hubo una corta pausa, durante la cual a mi madre le pareció sentir que miss Betsey acariciaba sus cabellos con dulzura; pero, al levantar la cabeza y mirarla con aquella tímida esperanza, vio que continuaba sentada y rígida ante la estufa, con la falda un poco remangada, los pies en el guardafuegos y las manos cruzadas sobre las rodillas.

—En nombre de Dios —dijo de pronto mi tía—, ¿por qué llamarla Rookery?

—¿Se refiere usted a la casa? —preguntó mi madre.

—¿Por qué Rookery? —insistió miss Betsey—. Si cualquiera de los dos hubierais tenido un poco de sentido práctico la habríais llamado Cookery.

—Es el nombre que eligió míster Copperfield —respondió mi madre—. Cuando compró la casa le gustaba pensar que habría cuervos en sus alrededores.

En ese momento, el viento del atardecer empezó a silbar entre los olmos viejos y altos del jardín con tal ruido que tanto mi madre como miss Betsey no pudieron por menos que mirar con inquietud hacia la ventana. Los olmos se inclinaban unos en otros como gigantes que quisieran confiarse algún terrible secreto, y después de permanecer inclinados unos segundos se erguían violentamente, sacudiendo sus enormes brazos, como si aquellas confidencias, intranquilizando a su conciencia, les hubieran arrebatado para siempre el reposo.

Algunos nidos bastante viejos de cuervos se bamboleaban destrozados por la intemperie en sus ramas más altas, como náufragos en un mar tormentoso.

—¿Y dónde están los pájaros? —preguntó miss Betsey.

—¿Los que…?

Mi madre estaba pensando en otra cosa.

—Los cuervos. ¿Qué ha sido de ellos? —preguntó mi tía.

—Desde que vivimos aquí no hemos visto ninguno —dijo mi madre—. Pensábamos… Míster Copperfield creía… que esto era una gran rookery; pero los nidos son ya muy antiguos y deben de estar abandonados hace mucho tiempo.

—¡Las cosas de David Copperfield! —exclamó miss Betsey—. ¡David Copperfield de la cabeza a los pies! Llama a la casa Rookery, no habiendo un solo cuervo en los alrededores, y cree que ha de haber forzosamente pájaros porque ve nidos.

—Míster Copperfield ha muerto —contestó mi madre—, y si se atreve usted a hablarme mal de él…

Sospecho que mi pobre madre tuvo por un momento la intención de arrojarse sobre mi tía; pero ni aun estando en mejor estado de salud y con suficiente entrenamiento hubiera podido hacer frente a semejante adversario; así es que después de levantarse se volvió a sentar humildemente y cayó desvanecida.

Cuando volvió en sí, o quizá cuando miss Betsey la hizo volver en sí, encontró a mi tía de pie ante la ventana. La luz del atardecer se iba apagando y a no ser por el resplandor del fuego no hubieran podido distinguirse una a otra.

—¡Bueno! —dijo miss Betsey volviéndose a sentar, como si sólo hubiera estado mirando por casualidad el paisaje—. ¿Y cuándo espera usted…?

—Estoy temblando— balbució mi madre—. No sé qué me pasa; pero estoy segura de que me muero.

—No, no, no —dijo miss Betsey—. Tome usted un poco de té.

—¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Pero cree usted que eso me aliviará algo? —exclamó mi madre desesperadamente.

—Naturalmente que lo creo. Todo eso es nervioso… Pero ¿cómo llama usted a la chica?

—Todavía no sé si será niña —dijo mi madre con inocencia.

—¡Dios bendiga a esta criatura! —exclamó mi tía, ignorando que repetía la segunda frase inscrita con alfileres en el acerico de la cómoda, pero aplicándosela a mi madre en lugar de a mí—. No se trataba de eso. Me refería a su criada.

—Peggotty —dijo mi madre.

—¡Peggotty! —repitió miss Betsey, casi indignada—. ¿Querrá usted hacerme creer que un ser humano ha recibido en una iglesia cristiana el nombre de Peggotty?

—Es su apellido —dijo mi madre con timidez—. Míster Copperfield la llamaba así porque como tiene el mismo nombre de pila que yo…

—¡Aquí, Peggotty! —gritó miss Betsey abriendo la puerta—. Traiga usted té; su señora no se encuentra bien; conque ¡a no perder tiempo!

Habiendo dado esta orden con tanta energía como si su autoridad estuviese reconocida en la casa desde toda la eternidad, volvió a cerrar la puerta y a sentarse, no sin antes haberse cerciorado de que acudía Peggotty con una vela, toda desorientada, al sonido de aquella voz extraña.

—¿Decía usted que quizá será niña? —dijo cuando estuvo de nuevo con los pies sobre el guardafuego, la falda un poco remangada y las manos cruzadas encima de las rodillas—. No hay duda, será una niña; tengo el presentimiento de que ha de serio. Ahora bien, hija mía: desde el momento en que nazca esa niña…

—Quizá sea un niño —se tomó la libertad de interrumpir mi madre.

—¡Cuando le digo que tengo el presentimiento de que será niña! —insistió miss Betsey—. No me contradiga. Desde el momento en que nazca esa niña quiero ser su amiga. Cuento con ser su madrina y le ruego que le ponga de nombre Betsey Trotwood Copperfield. Y en la vida de esa Betsey Trotwood no habrá equivocaciones. Pondremos todos los medios para que nadie se burle de los afectos de la pobre niña. La educaremos muy bien, evitando cuidadosamente que deposite su ingenua confianza en quien no lo merezca. Yo cuidaré de ello.

Al final de cada frase mi tía bajaba la cabeza, como si los recuerdos la persiguieran y el no explayarse sobre ellos le costara grandes esfuerzos. Al menos así le pareció a mi madre, que la observaba al débil resplandor del fuego, aunque en realidad estaba demasiado asustada, demasiado intimidada y confusa para poder observar nada con claridad ni saber qué decir.

—Y David, ¿era bueno con usted, hija mía? —preguntó miss Betsey después de un rato de silencio, cuando sus movimientos de cabeza cesaron gradualmente—. ¿Erais felices?

—Éramos muy dichosos —dijo mi madre. Era tan bueno conmigo míster Copperfield.

—Supongo que la habrá destrozado —insistió miss Betsey.

—Considerando que ahora tengo que verme sola y abandonada en este mundo, me temo que sí —sollozó mi madre.

—¡Bien! Pero no llore más —dijo mi tía—. No estabais compensados, hija mía. ¿Habrá alguna pareja que lo esté? Por eso se lo preguntaba. Usted era huérfana, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y era institutriz?

—Estaba al cuidado de los niños en una familia que míster Copperfield visitaba. Y era muy bueno conmigo míster Copperfield: se preocupaba mucho de mí y me demostraba un gran interés. Por último, me pidió en matrimonio; yo acepté, y nos casamos —dijo mi madre con sencillez.

—¡Pobre niña! —murmuró miss Betsey, que continuaba mirando fijamente el fuego—. ¿Y sabe usted hacer algo?

—No sé… señora —balbució mi madre.

—¿Gobernar una casa, por ejemplo? —dijo miss Betsey.

—No mucho, me temo —respondió mi madre—. Mucho menos de lo que desearía. Pero míster Copperfield me estaba enseñando…

—¡Para lo que él sabía! —dijo mi tía en un paréntesis.

—Y estoy segura de que hubiera adelantado mucho, pues estaba ansiosa de aprender, y él era un maestro tan paciente… Sin la gran desgracia de su muerte…

Aquí mi madre empezó a sollozar de nuevo y no pudo seguir.

—Bien, bien —dijo miss Betsey.

—Yo llevaba mi libro de cuentas, y todas las noches hacíamos el balance juntos… —continuó mi madre, sollozando desesperadamente.

—Bien, bien —exclamó mi tía—. No llore usted más.

—Y nunca tuvimos la menor discusión, excepto cuando le parecía que mis treses y mis cincos se confundían o que alargaba demasiado el rabo de los sietes y los nueves —terminó mi madre en una nueva explosión de llanto.

—Se pondrá usted enferma —dijo miss Betsey—, lo que no será muy beneficioso para usted ni para mi ahijada. ¡Vamos, no vuelva a empezar!

Este argumento contribuyó bastante a tranquilizar a mi madre, aunque su malestar era creciente. Hubo un silencio, interrumpido sólo por algunas exclamaciones sordas de mi tía, que continuaba calentándose los pies en el guardafuegos.

—David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé —dijo poco a poco—. Al morir ¿ha hecho algo por usted?

—Míster Copperfield —contestó mi madre titubeando fue tan cariñoso y tan bueno conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.

—¿Cuánto? —preguntó miss Betsey.

—Ciento cincuenta libras al año —dijo mi madre.

—¡Podía haberlo hecho peor! —dijo mi tía.

La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham Peggotty —un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para utilizarle como mensajero especial en caso de urgencia— a buscar al médico y a la comadrona.

Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada (pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de aspecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi madre tampoco decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía disminuir en nada lo imponente de su aspecto.

El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda que había grandes probabilidades de que aquella señora y él tuvieran que permanecer sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con ella. Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta suavidad como el fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No necesito decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a nadie, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la misma suavidad que andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.

Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con la cabeza siempre inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodón y tocándose la oreja izquierda:

—¿Alguna molestia, señora?

—¿Qué? —replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si fuera un corcho.

A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según contó después a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.

—¿Alguna molestia, señora?

—¡Qué necedad! —replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.

Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.

—¿Y bien? —dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.

—Muy bien, señora —respondió el doctor—. Vamos… . vamos… avanzando… despacito, señora.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.

Y volvió a taponarse el oído.

Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:

—¿Y bien? —dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.

—Muy bien, señora —respondió míster Chillip—. Vamos… , vamos avanzando despacito, señora.

—¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! —interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que éste ya no pudo soportarlo.

Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo después, y prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.

Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que, habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en sus oídos no debía de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico), enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y taponándole con algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.

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