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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (5 page)

BOOK: David Copperfield
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Volvimos temprano a casa. Hacía una noche muy hermosa, y mi madre y él se pasearon de nuevo a lo largo del seto, mientras yo iba a tomar el té. Cuando míster Murdstone se marchó, mi madre me estuvo preguntando qué había hecho durante el día y lo que habían dicho y hecho ellos. Yo le conté lo que habían comentado de ella, y ella, riendo, me dijo que eran unos impertinentes y que decían tonterías; pero yo sabía que le gustaba. Lo sabía con la misma certeza que lo sé ahora. Aproveché la ocasión para preguntarle si conocía a míster Brooks de Shefield; pero me contestó que no, y que suponía que se trataría de algún fabricante de cuchillos.

¿Cómo decir que su rostro (aun sabiendo que ha cambiado y que no existe) ha desaparecido para siempre, cuando todavía en este momento le estoy viendo ante mí tan claro como el de una persona a quien se reconocería en medio de la multitud? ¿Cómo decir que su inocencia y de su belleza infantil, han desaparecido, cuando todavía siento su aliento en mi mejilla, como lo sentí aquella noche? ¿Es posible que haya cambiado, cuando mi imaginación me la trae todavía viva, y aquel verdadero cariño que sentía y que sigo sintiendo, recuerda aún lo que más quería entonces?

Al referirme a ella la describo como era: cuando me fui aquella noche a la cama después de charlar y cuando después vino ella a mi lecho a besarme, se arrodilló alegremente al lado de mi camita y con la barbilla apoyada en sus manos y riendo me dijo:

—¿Qué es lo que han dicho, Davy? Repítemelo; ¡no lo puedo creer!

—La seductora… —empecé.

Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrumpirme.

—No sería seductora —dijo riendo—. No puede haber sido seductora, Davy. ¡Estoy segura de que no era eso!

—Sí era: «la seductora mistress Copperfield» —repetí con fuerza—. Y «la bonita» .

—No, no; tampoco era bonita; no era bonita —interrumpió mi madre, volviendo a poner sus dedos sobre mis labios.

—Sí era, sí: «la bonita viudita».

—¡Qué locos! ¡Qué impertinentes! —exclamó mi madre riendo y cubriéndose el rostro con las manos. ¡Qué hombres tan ridículos! Davy querido…

—¿Qué, mamá?

—No se lo digas a Peggotty; se enfadaría con ellos. Yo también estoy muy enfadada; pero prefiero que Peggotty no lo sepa.

Yo se lo prometí, naturalmente: Nos besamos todavía muchas veces, y pronto caí en un profundo sueño.

Ahora, desde la distancia, me parece como si hubiera sido al día siguiente cuando Peggotty me hizo la extravagante y aventurada proposición que voy a relatar, aunque es muy probable que fuese dos meses después.

Una noche estábamos (como siempre cuando mi madre había salido) sentados, en compañía del metrito, del pedazo de cera, de la caja que tenía la catedral de Saint Paul en la tapa y del libro del cocodrilo, cuando Peggotty, después de mirarme varias veces y abrir la boca como si fuera a hablar, sin hacerlo (yo pensé sencillamente que bostezaba; de no ser así me hubiera alarmado mucho), me dijo cariñosamente:

—Davy, ¿te gustaría venir conmigo a pasar quince días en casa de mi hermano, en Yarmouth? ¿Te divertiría?

—¿Tu hermano es un hombre simpático, Peggotty? —pregunté con precaución.

—¡Oh! ¡Ya lo creo que es un hombre simpático! —exclamó Peggotty levantando las manos—. Y además allí tendrás el mar, y los barcos, y los buques grandes, y los pescadores, y la playa, y a Ham para jugar.

Peggotty se refería a su sobrino Ham, ya mencionado en el primer capítulo; pero hablaba de él como de una parte de la gramática inglesa.

Aquel programa de delicias me cautivó, y contesté que ya lo creo que me divertiría; pero ¿qué diría mi madre?

—Apuesto una guinea —dijo Peggotty mirándome intensamente— a que nos deja. Si quieres, se lo pregunto en cuanto vuelva. ¡Ahí mismo!

—Pero, ¿qué hará ella mientras no estemos? —dije, apoyando mis codos pequeños en la mesa como para dar más fuerza a mi pregunta—. ¡No va a quedarse sola!

Si lo que buscó Peggotty de pronto en la media era el roto que cosía, verdaderamente debía de ser tan pequeño que no merecía la pena de repasarlo.

—Digo, Peggotty, que sabes muy bien que no podría vivir sola.

—¡Dios te bendiga! —exclamó al fin Peggotty, mirándome de nuevo—. ¿No lo sabes? Tu madre va a pasar quince días con mistress Grayper. Y mistress Grayper va a tener en su casa mucha gente.

¡Oh! Siendo así, estaba completamente dispuesto a ir. Esperé con la más viva impaciencia a que mi madre volviera de casa de mistress Grayper (pues estaba en casa de aquella misma vecina) para estar seguro de que nos dejaba llevar a cabo la gran idea. Sin ni mucho menos sorprenderse, como yo esperaba, mi madre consintió enseguida en ello; y todo quedó arreglado aquella misma noche: hasta lo que pagarían por mi alojamiento y manutención durante la visita.

El día de nuestra partida llegó pronto. Lo habían fijado tan cercano, que llegó pronto hasta para mí, que lo esperaba con febril impaciencia y que temía que un temblor de tierra, una erupción volcánica o cualquier otra gran convulsión de la naturaleza viniera a interponerse interrumpiendo la expedición. Debíamos ir en el coche de un carretero que partía por la mañana después del desayuno. Hubiera dado dinero por haber podido vestirme la noche anterior y dormir ya con sombrero y botas.

¡Con qué emoción recuerdo ahora, aunque parezca que lo digo como algo sin importancia, la alegría con que abandoné mi feliz hogar, sin sospechar siquiera lo que dejaba para siempre!

Me gusta recordar que, cuando el carro estaba a la puerta y mi madre me besaba, una gran ternura por ella y por el viejo lugar que nunca había abandonado me hizo llorar. Y me gusta saber que mi madre también lloraba y que yo sentía latir su corazón contra el mío.

Me gusta recordar que cuando el carro empezó a alejarse, mi madre corrió tras él por el camino, mandándole parar, para darme más besos, y me gusta saber la gravedad y el cariño con que apretaba su cara contra la mía, y yo también.

Mi madre se quedó en la carretera, y cuando ya partimos, míster Murdstone apareció a su lado. Me pareció que le reprochaba el estar tan conmovida. Yo los miraba a través de los barrotes del carro, preocupado con la idea de por qué ese señor se metería en aquello.

Peggotty, que también estaba mirando, no parecía nada satisfecha; se lo noté en cuanto le miré a la cara.

Durante algún tiempo permanecí mirando a Peggotty y pensando que si ella quisiera abandonarme, como a los niños en los cuentos de hadas, yo sería capaz de volver a encontrar el camino de casa guiándome sólo por los botones que, seguramente, se le irían cayendo.

Capítulo 3

Un cambio

Quiero suponer que el caballo del carretero era el más perezoso del mundo, pues caminaba muy despacio y con la cabeza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un constipado.

También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía» aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yarmouth exactamente igual sin él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.

Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo medio de transporte. Comíamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.

Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.

Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba todo muy esponjoso y empapado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es realmente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más explicable. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra estuviera un poco más separada del mar y la ciudad menos sumergida en él, como un trozo de pan en el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.

Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer «arenques») que Yarmouth era, por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.

—Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido! —gritó Peggotty.

En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la posada, y me preguntó por mi salud como a un antiguo conocido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como es natural, gran ventaja. Sin embargo, empezamos a intimar desde el momento en que me cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas redondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabellos rubios y rizados que le daban todo el aspecto de un cordero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin piernas dentro. Sombrero, en realidad, no se podía decir que llevaba, pues iba cubierto con una especie de tejadillo algo embreado como un barco viejo.

Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas debajo del brazo; Peggotty llevaba la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por delante de cordelerías, arsenales de construcción y de demolición, arsenales de calafateo, de herrerías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:

—Ésta es nuestra casa, señorito Davy.

Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y por la orilla; pero no conseguí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pudiera parecer una casa.

—¿No será eso? —dije—. ¿Eso que parece una barca?

—Precisamente eso, señorito Davy —replicó Ham.

Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravillas, creo que no me hubiera seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un lado, y tenía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consistía en que era un barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que no había sido hecho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera parecido pequeña o incómoda o demasiado aislada; pero no habiendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.

Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que había pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que estaban agrupados su alrededor. En las paredes había algunas láminas con marcos y cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables. Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de carpintería que yo consideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el mundo. En las vigas del techo había varios ganchos, cuyo uso no adiviné entonces; algunos baúles y cajones servían de asiento, aumentando así el número de sillas.

Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un primer vistazo, de acuerdo con mi teoría de observación infantil. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el timón; un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la mesilla, y una camita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.

Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan penetrante, que cuando sacaba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para envolver una langosta. Cuando confié este descubrimiento a Peggotty, me dijo que su hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encontré gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en el que también se metían los pucheros y cacerolas.

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