David Copperfield (67 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Ham cedió a aquellas razones y cogió su sombrero para marcharse. Hasta en el momento en que la besó (y yo no le veía nunca acercarse a ella sin pensar que la naturaleza le había dado un corazón de caballero), Emily parecía apretarse más contra su tío, tratando de evitar a su novio. Cerré la puerta tras de él, para no turbar el silencio que reinaba en la casa, y al volverme vi que míster Peggotty todavía estaba hablando a su sobrina.

—Ahora —le decía— voy a subir a decir a tu tía que el señorito Davy está aquí; eso la consolará. Siéntate al lado del fuego entre tanto, querida mía, y caliéntate las manos, que las tienes como el hielo. Pero ¿qué te pasa para tener tanto miedo y temblar de ese modo? ¿Qué? ¿Que quieres subir conmigo? Bueno, ven. Si a su tío le arrojaran de casa y le obligaran a acostarse en un dique —dijo míster Peggotty con el mismo orgullo de un momento antes—, creo verdaderamente que querrías acompañarle, pero pronto me va a suplantar otro, ¿no es verdad, Emily?

Al subir un momento después, cuando pasé por el lado de la puerta de mi habitacioncita, que estaba sumida en la oscuridad, me pareció que Emily yacía tendida en el suelo; pero aun ahora no sé si era ella o si fue una ilusión de las sombras que confundían todo a mis ojos en las tinieblas de mi habitación.

Tuve tiempo de reflexionar, mirando el fuego de la cocina, en el terror que inspiraba la muerte a la pequeña y linda Emily, y pensé que esa sería, unido a las otras razones que me había dado míster Omer, la causa del cambio que se había operado en ella. Tuve tiempo, antes de que apareciera Peggotty, de pensar con más indulgencia en aquella debilidad, mientras contaba los latidos del péndulo del reloj, percibiendo cada vez más la solemnidad del silencio que reinaba a mi alrededor. Peggotty me estrechó en sus brazos y me dio las gracias mil veces por haber venido a consolarla en su tristeza (fueron sus propias palabras), y me rogó que subiera con ella, diciéndome, entre sollozos, que Barkis me apreciaba mucho; que había hablado mucho de mí antes de perder el conocimiento, y que en el caso en que lo recobrara estaba segura de que mi presencia le alegraría si es que todavía podía alegrarse con algo en el mundo.

Pero esto era cosa absurda, según me pareció cuando le vi. Estaba acostado con la cabeza y los hombros fuera del lecho, en una posición muy incómoda, medio apoyado en el cofre que le había costado tantas preocupaciones. Supe que cuando ya no había sido capaz de arrastrarse fuera del lecho para abrirlo, ni de asegurarse de que estaba allí por medio del bastón, como yo le había visto hacer, lo había hecho colocar encima de una silla al lado de su cama, donde lo tenía entre sus brazos noche y día. En aquel momento se apoyaba en él; el tiempo y la vida se le escapaban; pero conservaba su cofre, y las últimas palabras que había pronunciado para desechar sospechas eran: «Trajes viejos».

—Barkis, amigo mío —dijo Peggotty con un tono que trataba de hacer alegre inclinándose hacia él, mientras su hermano y yo permanecíamos a los pies de la cama—, aquí está mi querido niño Davy, que fue quien sirvió de intermediario en nuestro matrimonio, con el que enviabas tus mensajes, ¡ya lo sabes! ¿Quieres hablar al señorito Davy?

Continuaba mudo y sin conocimiento, como el cofre, que era lo único que daba algo de expresión a su fisonomía, por el cuidado celoso con que lo estrechaba.

—Se va con la marea —me dijo míster Peggotty tapándose la boca con la mano.

Mis ojos estaban húmedos y los de míster Peggotty también. Repetí en voz baja:

—¿Con la marea?

—En las costas —dijo míster Peggotty— siempre se muere con la marea baja, y, por el contrario, siempre se viene al mundo con la marea alta, y no se es totalmente del mundo más que en plena marea. Pues bien; él se irá con la marea. Ésta baja a las tres y media y no volverá a subir hasta media hora después. Si dura hasta que el mar empiece a subir no entregará su espíritu mientras estemos en plena marea, y esperará para marcharse a la próxima marea baja.

Continuábamos allí mirándole. El tiempo transcurría; las horas pasaban. No puedo decir qué misterioso influjo ejercía mi presencia sobre él; pero cuando empezó a murmurar algunas palabras en su delirio hablaba de llevarme a la pensión.

—Vuelve en sí —dijo Peggotty.

Míster Peggotty me tocó en el brazo, diciéndome bajo, en tono convencido y respetuoso:

—La marea baja, y se va.

—Barkis, amigo mío —exclamó Peggotty.

—C. P. Barkis —exclamó él con voz débil—: ¡la mejor mujer que hay en el mundo!

—Mira; aquí está Davy —dijo Peggotty, pues abría los ojos.

Iba a preguntarle si me reconocía, cuando hizo un esfuerzo para extender su brazo, y me dijo claramente, con una dulce sonrisa:

—¡Barkis está dispuesto!

Y el mar bajaba, y se fue con la marea.

Capítulo 11

Una pérdida mayor

No había dificultad para mí en ceder a los ruegos de Peggotty, que me pedía que permaneciera en Yarmouth hasta que los restos del pobre carretero hubieran hecho por última vez el viaje de Bloonderstone. Había comprado desde hacía mucho tiempo, de sus economías, un rinconcito de tierra en nuestro antiguo cementerio, cerca de la tumba de «su querida niña», como llamaba siempre a mi madre, y allí reposarían sus restos.

Cuando lo pienso ahora me parece que no podía ser más dichoso de lo que lo era entonces acompañando a Peggotty y haciendo por ella lo poco que podía. Pero temo haber sentido una satisfacción todavía mayor (satisfacción personal y profesional) al examinar el testamento de Barkis y al apreciar su contenido.

Reclamo el honor de haber sugerido la idea de que el testamento estaría en el cofre. Después de algunas pesquisas, apareció en el fondo de una bolsa, en compañía de un poco de paja, de un antiguo reloj de oro con cadena y dijes, que Barkis había llevado el día de su boda y que nunca se le había visto ni antes ni después; de una pipa de plata que parecía una pierna; de una caja que parecía un limón, llena de tacitas y platitos que Barkis supongo habría comprado cuando yo era niño para regalármelo y que después no había tenido el valor suficiente para desprenderse de ello; y, por último, encontramos ochenta y siete monedas de oro, en guineas y medias guineas; doscientas diez libras en billetes de banco muy nuevos, algunas acciones del Banco de Inglaterra y una herradura vieja, un chelín falso, un trozo de alcanfor y una concha de ostra. Como el último objeto era evidente que había sido frotado y mostraba los colores del prisma, estoy muy inclinado a creer que Barkis tenía una idea general sobre las perlas que nunca había llegado a resolver ni a definirse.

Durante años y años Barkis había llevado siempre consigo el cofre en todos sus viajes, y para despistar mejor a quien pudiera espiarle había pensado en escribir con mucho cuidado sobre la tapa, en caracteres que se habían ido borrando con el tiempo, la dirección de «Míster Blackboy: que lo conserve Barkis hasta que sea reclamado».

Pronto me di cuenta de que no había perdido el tiempo economizando durante tantos años. Su fortuna en dinero sumaba cerca de tres mil libras esterlinas. Legaba el usufructo de mil a míster Peggotty durante toda su vida; a su muerte, el capital debía ser repartido, a partes iguales, entre Peggotty, la pequeña Emily y yo, o aquel de nosotros que sobreviviera. Dejaba a Peggotty todo lo demás, nombrándola heredera universal y única ejecutora de sus últimas voluntades expresadas en el testamento.

Estaba yo orgulloso como un procurador cuando leí todo el testamento con la mayor ceremonia, explicando su contenido a todas las partes interesadas; empezaba a creer que el Tribunal tenía más importancia de la que yo había supuesto. Examiné el testamento con la mayor atención y declaré que estaba perfectamente en regla sobre todos los puntos, e hice una o dos anotaciones con lápiz al margen, muy sorprendido de saber tanto.

Pasé la semana que precedió al entierro haciendo este examen un poco abstracto y levanté inventario de la fortuna que le tocaba a Peggotty, poniendo en orden todos los asuntos. En una palabra, fui su consejero y su oráculo para todo. No volví a ver a Emily en este intervalo; pero me dijeron que pensaba casarse discretamente quince días después.

No seguí el entierro de modo formal. Me refiero a que no me revestí de manto negro ni de largo crespón, para asustar a los pájaros, sino que me fui a pie, temprano, a Bloonderstone, y ya me encontraba en el cementerio cuando llegó el féretro, seguido únicamente de Peggotty y de su hermano. El loco nos miraba desde mi ventana; el niño de míster Chillip movía su gran cabeza dando vueltas a sus ojos redondos para mirar al pastor por encima del hombro de su niñera; míster Omer soplaba en segunda línea, y no había nadie más, y todo se hizo tranquilamente. Nosotros nos paseamos por el cementerio durante una hora después de terminar la ceremonia y cogimos algunas hojas tiernas, apenas entreabiertas, del árbol que daba sombra a la tumba de mi madre.

Aquí el miedo se apodera de mí; una nube sombría se extiende por encima del pueblo, que veo a lo lejos al dirigir hacia allí mis pasos solitarios. Tengo miedo de acercarme. ¿Cómo podré soportar el recuerdo de lo que nos ocurrió durante aquella noche memorable, de lo que voy a tratar de recordar, si es que puedo dominar mi emoción?

Pero el contarlo no aumentará el daño; por lo tanto, ¿qué adelantaría con detener aquí mi pluma temblorosa? Lo hecho, hecho está, y nada podría deshacerlo, nada puede cambiar la menor cosa.

Peggotty debía venirse conmigo a Londres al día siguiente para las cuestiones del testamento. La pequeña Emily había pasado el día en casa de míster Omer, y debíamos reunirnos todos por la noche en el viejo barco. Ham debía recoger a Emily a la hora de costumbre; yo volvería a pie paseándome. El hermano y la hermana harían el viaje de vuelta como el de ida, y pasaríamos la velada al lado del fuego.

Nos separamos en la barrera donde un Straps imaginario había reposado con el saco de Roderick Random en tiempos pasados; y en lugar de volver directamente, di algunos pasos por la carretera de Lowestoft; después volví sobre mis pasos y tomé el camino de Yarmouth. Me detuve para comer en un café muy bueno, situado a unas dos millas del Ferry's del que he hablado; el día acababa, y llegué a la orilla al atardecer. Llovía mucho; el viento era fuerte, pero la luna aparecía de vez en cuando a través de las nubes, y la oscuridad no era completa.

Pronto estuve a la vista de la casa de míster Peggotty y distinguí la luz que brillaba en la ventana. Ya estoy pateando en la arena húmeda antes de llegar a la puerta. Ya he entrado.

Todo tenía su aspecto agradable y cómodo. Míster Peggotty fumaba su pipa de la noche, y los preparativos de la cena seguían su curso; el fuego ardía alegremente; habían quitado las cenizas. La caja en que se sentaba la pequeña Emily la esperaba en el rincón de costumbre. Peggotty estaba sentada en el lugar que ocupaba antes de casarse, y si no fuera por su traje de viuda hubiera podido creerse que no lo había abandonado nunca. Había resucitado su caja de labor, con la catedral de Saint Paul en la tapa. El metro dentro de su chocita y el pedazo de cera seguían en su puesto como el primer día. Mistress Gudmige gruñía un poco en su rincón, como de costumbre, lo que hacía más fuerte la ilusión.

—Llega usted el primero, señorito Davy —dijo míster Peggotty radiante—. Quítese ese traje si está mojado, señorito.

—Gracias, míster Peggotty —le dije dándole mi gabán para que lo colgara—, el traje está completamente seco.

—Es verdad —dijo míster Peggotty palpándome los hombros—, completamente seco; siéntese aquí, señorito; no tengo necesidad de decirle que es usted bien venido, pero es igual de todos modos: lo es usted; se lo digo de todo corazón.

—Gracias, míster Peggotty; ya lo sé. Y tú, Peggotty, ¿cómo estás? —le dije dándole un beso.

—¡Ja, ja, ja! —dijo míster Peggotty riéndose y sentándose a nuestro lado, mientras se frotaba las manos como hombre a quien no disgusta encontrar una distracción honrada a sus penas recientes; y con toda la cordial franqueza habitual en él—. Es lo que le digo siempre a mi hermana: no hay una mujer en el mundo, señorito, que pueda tener el espíritu más tranquilo que ella. Ha cumplido con su deber para con el difunto, y él lo sabía, pues también ha cumplido su deber para con ella como ella lo había cumplido para con él; y… y todo ha sucedido bien.

Mistress Gudmige gruñó.

—Vamos, ¡valor, hermosa comadre! —dijo míster Peggotty; pero sacudió la cabeza mirándonos de reojo, para darnos a entender que los últimos sucesos eran oportunos para recordarle al «viejo»—. No se deje abatir. ¡Valor! Un pequeño esfuerzo, y ya verá usted cómo después todo va bien.

—Para mí no, Dan —contesto mistress Gudmige—; lo único bueno que me puede ocurrir es quedarme sola y aislada.

—No, no —dijo míster Peggotty en tono consolador.

—Sí, sí, Dan —dijo mistress Gudmige—. Yo no soy persona para vivir con gentes que han heredado. He sido demasiado desgraciada, y haríais bien desembarazándoos de mí.

—¿Y cómo iba a poder gastarme el dinero sin ti? —dijo míster Peggotty en tono de seria queja—. ¿Qué estás diciendo? ¿Acaso no lo necesito más que nunca?

—Ya sabía yo que antes no me necesitaban —exclamó mistress Gudmige con el acento más lamentable—, y ahora ya no se ocultan para decirlo. ¿Cómo podía yo hacerme ilusiones de que me necesitaban, una pobre mujer aislada y desolada y que no hace más que dar la mala suerte?

Míster Peggotty parecía recriminarse a sí mismo por haber dicho algo que pudiera tener un sentido tan cruel; pero Peggotty le impidió contestar tirándole de la manga y moviendo la cabeza. Después de haber mirado un momento a mistress Gudmige, con profunda ansiedad miró el reloj, se levantó, avivó el fuego de la vela y la puso en la ventana.

—Aquí —dijo míster Peggotty con aire satisfecho—, aquí estamos, mistress Gudmige.

Mistress Gudmige lanzó un débil gemido.

—¡Ya tenemos la luz como de costumbre! ¿Me pregunta usted lo que estoy haciendo, señorito? Es para nuestra pequeña Emily. ¿Sabe usted? El camino está oscuro, y no resulta muy alegre en la oscuridad; por ello cuando estoy en casa a la hora de su regreso pongo la luz en la ventana, y así sirve para dos cosas: en primer lugar —dijo míster Peggotty inclinándose hacia mí con alegría—, Emily piensa: «Allí está la casa»; y también: «Mi tío está ya», pues si yo no estoy, tampoco está la luz.

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