David Copperfield (70 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Miss Mowcher se sentó de nuevo, sacó su pañuelo y se enjugó los ojos.

—¡Vamos! Si tiene usted el corazón bueno, como creo, más bien me debía felicitar por haber tenido el valor, dentro de lo que soy, de soportarlo todo alegremente. Yo misma me felicito de poder hacer mi poquito de camino en el mundo sin deber nada a nadie y sin tener que dar por el pan que me lanzan al pasar, por tontería o vanidad, más que algunas bufonadas a cambio. Y si no me paso la vida lamentándome por lo que me falta, mejor para mí; con eso no hago daño a nadie. Y si os tengo que servir de juguete a vosotros los gigantes, al menos tratad con dulzura al juguete.

Miss Mowcher volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, y mirándome intensamente prosiguió:

—Le he visto hace un momento en la calle. Como supondrá usted, yo no puedo andar tan deprisa como usted, con mis piernas cortas y mi débil aliento, y no he podido alcanzarle; pero adivinaba dónde se dirigía usted y lo he seguido. Ya he venido hoy una vez aquí; pero la buena mujer no estaba en casa.

—¿Es que la conoce usted? —le pregunté.

—He oído hablar de ella —replicó— en casa de Omer y Joram. Esta mañana, a las siete, estaba allí. ¿Recuerda usted lo que Steerforth me dijo de esa desgraciada niña el día en que los vi a los dos en el hotel?

El gran sombrero que llevaba en la cabeza miss Mowcher y el más grande todavía que se reflejaba en la pared empezaron a columpiarse de nuevo cuando me hizo esta pregunta.

Le contesté que lo recordaba muy bien y que había pensado muchas veces en ello durante el día.

—¡Que el padre de la mentira le confunda —dijo la enanita levantando un dedo ante sus ojos llameantes— y que confunda diez veces más a su miserable criado! Y yo convencida de que era usted el que tenía por ella una pasión desde hacía muchos años.

—¿Yo? —repetí.

—¡Qué niño es usted y qué mala suerte tan ciega! —exclamó miss Mowcher torciéndose las manos con impaciencia—. ¿Por qué la elogiaba usted tanto, ruborizado y confuso?

No podía negar que decía la verdad, aunque había interpretado mal mi emoción.

—¿Cómo iba yo a adivinarlo? —dijo miss Mowcher sacando de nuevo su pañuelo y golpeando con el pie cada vez que se enjugaba los ojos con las dos manos—. Yo me daba cuenta de que Steerforth le atormentaba a usted y le mimaba al mismo tiempo, y que usted era como cera blanda entre sus manos. Y no hacía un momento que había dejado la habitación, cuando su criado me dijo que el joven inocente (así le llamaba; usted puede llamarle el viejo canalla sin perjudicarle) estaba loco por la chica y la chica por él; que su señor estaba decidido a que las cosas no tuvieran malas consecuencias, más por afecto a usted que por ella, y que con ese objeto estaban en Yarmouth. ¿Cómo no creerle? Había visto que Steerforth le mimaba a usted y le halagaba haciendo el elogio de la muchacha. Usted fue quien habló de ella el primero. Usted confesó que hacía tiempo la había amado. Tenía calor y frío, enrojecía y palidecía cuando yo hablaba de ella. ¿Qué quiere usted que pensara sino que era usted un pequeño libertino en ciernes, a quien no faltaba más que la experiencia, y que entre las manos en que había caído la experiencia no le faltaría mucho tiempo si no se encargaba de dirigirla por el buen camino, como era su capricho? ¡Oh, oh, oh! Es que tenían miedo de que descubriese la verdad —exclamó miss Mowcher levantándose para trotar de arriba abajo por la cocina y levantando al cielo sus dos bracitos desesperadamente—; sabían que soy bastante viva, pues lo necesito para salir adelante en el mundo, y se pusieron de acuerdo para engañarme; y me hicieron dar a aquella desgraciada una carta, el origen, me temo mucho, de sus relaciones con Littimer, que se quedó aquí expresamente para ello.

Quedé confundido ante la revelación de tanta perfidia, y miré a miss Mowcher, que seguía paseándose. Cuando estuvo rendida se volvió a sentar y se enjugó el rostro con el pañuelo, sacudió la cabeza y no hizo más movimiento ni interrumpió el silencio.

—Mis viajes por provincias me han llevado ayer noche a Norwitch, míster Copperfield —añadió por fin—. Lo que por casualidad he sabido del secreto que había envuelto su llegada y su partida me extrañó al saber que usted no formaba parte de ella, y me hizo sospechar algo. Y ayer noche tomé la diligencia de Yarmouth en el momento en que pasaba por Norwitch, y he llegado aquí esta mañana, demasiado tarde, ¡ay!, ¡demasiado tarde!

La pobre miss Mowcher se estremecía a fuerza de llorar y de desesperarse; después se volvió hacia el fuego para calentar sus piececitos mojados entre las cenizas, y se quedó allí como una gran muñeca, con los ojos fijos en el fuego.

Yo estaba sentado en una silla al otro lado de la chimenea, sumido en mis tristes reflexiones y mirando tan pronto al fuego como a ella.

—Tengo que marcharme —dijo, por último, levantándose—, es tarde. ¿Usted no desconfiará de mí?

Al encontrar su mirada penetrante, más penetrante que nunca, cuando me dirigió aquella pregunta, no pude responder con un «no» franco del todo.

—Vamos —dijo aceptando la mano que le ofrecía para pasar por encima del guardafuegos y mirándome suplicante—, sabe usted muy bien que si fuera una mujer de estatura corriente no desconfiaría.

Comprendí que tenía mucha razón, y me avergoncé un poco de mí mismo.

—Es usted muy joven —me dijo—. Escuche usted un consejo, aunque sea de una criatura como yo, que no levanta tres pies del suelo. Trate, amigo mío, de no confundir las deformidades físicas con las morales, a menos que tenga razones para ello.

Cuando se vio libre del guardafuegos y yo de mis sospechas, le dije que no dudaba de que me había explicado fielmente sus sentimientos, y que los dos habíamos sido instrumentos ciegos en aquellas pérfidas manos. Miss Mowcher me dio las gracias, añadiendo que era un buen muchacho.

—Ahora, fíjese —dijo en el momento de llegar a la puerta, volviéndose a mirarme con el dedo levantado y expresión maliciosa—. Tengo razones para suponer, por lo que he oído decir (pues siempre tengo el oído pronto; debo utilizar las facultades que poseo), que han partido para el extranjero. Pero si vuelven, o alguno de los dos vuelve estando yo viva, tengo más facilidades que otro para saberlo, pues ando siempre de un lado para otro; todo lo que yo sepa lo sabrá usted, y si puedo alguna vez ser útil de cualquier modo a esa pobre niña, lo haré con toda mi alma, si Dios quiere. En cuanto a Littimer, más le valdría tener un perro dogo tras de sus huellas que a la pequeña Mowcher.

No pude por menos de dar fe interiormente a aquella promesa cuando vi la expresión de su mirada.

—Sólo le pido que tenga en mí la misma confianza que tendría en una mujer de estatura corriente, ni más ni menos —dijo la criaturita cogiéndome, suplicante, la mano—. Si usted vuelve a verme de un modo diferente a como me ve ahora; si me ve enloquecer, como me ha visto la primera vez, fíjese en la gente que me rodea. Recuerde que soy una pobre criatura sin socorro y sin defensa. Figúrese usted a miss Mowcher volviendo a su casa por la noche, reuniéndose con su hermano, que es como ella, y con su hermana, que también lo es, después de terminar su jornada de trabajo, y quizá entonces sea usted más indulgente conmigo y no se sorprenda de mi pena ni de mi gravedad. ¡Buenas noches!

Estreché la mano de miss Mowcher con una opinión muy diferente de la que me había inspirado hasta entonces, y sostuve la puerta para que saliera. No era poco el abrir el enorme paraguas y ponerlo en equilibrio en su mano; sin embargo lo conseguí, y la vi bajar por la calle á través de la lluvia sin que nada indicase que había una persona debajo del paraguas, excepto cuando el agua que rebosaba de algunos canalones descargaba sobre él y le hacía inclinarse a un lado; entonces aparecía miss Mowcher en peligro, haciendo violentos esfuerzos para enderezarle.

Después de salir una o dos veces para socorrerla, pero sin resultado, pues algunos pasos más lejos el paraguas empezaba otra vez a saltar ante mí como un gran pájaro antes de que le alcanzara, entré a acostarme y me dormí hasta la mañana.

Míster Peggotty y mi niñera vinieron a buscarme muy temprano, y nos dirigimos a las oficinas de la diligencia, donde mistress Gudmige nos esperaba con Ham para decirnos adiós.

—Señorito Davy —me dijo Ham en voz baja y aparte, mientras míster Peggotty ponía su saco al lado del equipaje—; su vida está completamente destrozada; no sabe dónde va; no sabe lo que le espera; empieza un viaje que le va a llevar de aquí para allá hasta el fin de su vida (puede usted contar con ello), si es que no encuentra lo que busca. ¡Sé que será usted siempre un amigo para él, señorito Davy!

—Puedes estar seguro —le dije estrechando afectuosamente su mano.

—¡Gracias, gracias! Todavía una palabra. Yo me gano bien la vida, ¿sabe usted, señorito Davy? Es más; ahora no sabré en qué gastar lo que gano, ya no necesito más que lo justo para vivir. Si usted pudiera gastarlo por él, señorito, trabajaría de mejor gana. Aunque, en cuanto a eso —continuó en tono firme y dulce—, puede usted estar seguro de que no dejaré de trabajar como un hombre y que lo haré lo mejor que pueda.

Le dije que estaba convencido de ello, y no le oculté mi esperanza de que llegara un tiempo en que renunciaría a la vida solitaria a que por momentos se creía condenado para siempre.

—No, señorito —dijo moviendo la cabeza—. Todo eso ha pasado para mí. Nunca nadie podrá llenar el vacío que ha dejado. Y no olvide que aquí siempre habrá dinero de más, señorito Davy.

Le prometí tenerlo en cuenta, al mismo tiempo que le recordaba que míster Peggotty tenía ya una renta, modesta, es verdad, pero segura, gracias al legado de su cuñado. Después nos despedimos uno del otro. No puedo dejar sin recordar su valor sencillo y conmovedor y su pena tan honda.

En cuanto a mistress Gudmige, si tuviera que describir las carreras que dio por la calle al lado de la diligencia sin ver otra cosa, a través de las lágrimas que trataba de retener, más que a míster Peggotty sentado en la imperial, lo que la hacía tropezar contra todos los que iban en dirección contraria, me vería obligado a lanzarme en una empresa muy difícil. Prefiero dejarla por fin sentada en los escalones de una panadería, sin aliento, con el sombrero que ya no tenía forma y uno de los zapatos esperándola en medio de la calle, a una distancia considerable.

Al llegar al término de nuestro viaje, la primera ocupación fue buscar a Peggotty un alojamiento donde su hermano pudiera tener una cama; y tuvimos la suerte de encontrar enseguida uno muy limpio y barato, encima de la tienda de un vendedor de velas, y separado de mi casa solamente por dos calles. Después de apalabrar la habitación compré carne y fiambre en una tienda y llevé a mis compañeros de viaje a tomar el té a mi casa, exponiéndome, siento decirlo, a no obtener la aprobación de mistress Crupp, sino muy al contrario. Sin embargo, debo mencionar aquí, para que se conozcan bien las cualidades contradictorias de aquella estimable dama, que le sorprendió mucho ver a Peggotty remangarse su traje de viuda, diez minutos después de llegar, para ponerse a limpiar mi alcoba. Mistress Crupp miraba esta usurpación de su cargo como una libertad que se tomaba, y ella no consentía nunca que nadie se tomara libertades con ella.

Míster Peggotty me había comunicado en el camino a Londres un proyecto que no me sorprendió. Tenía la intención de ver a mistress Steerforth en primer lugar. Yo me sentía obligado a ayudarle en aquella empresa y a servir de mediador entre ellos, por lo que, con objeto de cuidar lo más posible de la sensibilidad de la madre, le escribí aquella misma noche. Le explicaba, lo más suavemente que podía, el daño que se le había hecho a míster Peggotty y el derecho que también yo tenía por mi parte para quejarme de aquel desgraciado suceso. Le decía que era un hombre de clase inferior, pero de carácter dulce y elevado, y que me atrevía a esperar que no se negara a verle en la desgracia que le agobiaba. Le pedía que nos recibiera a las dos de la tarde, y envié yo mismo la carta, con la primera diligencia de la mañana.

A la hora fijada estábamos delante de la puerta… , la puerta de aquella casa en que había sido tan dichoso algunos días antes y donde había entregado con tanta alegría toda mi confianza y todo mi corazón; aquella puerta que desde ahora me estaba cerrada y que no miraba yo más que como una ruina desolada.

Littimer no estaba. La muchacha que le había reemplazado, con gran satisfacción mía, desde mi última visita, fue la que nos abrió y nos condujo a la sala. Mistress Steerforth estaba allí. Rose Dartle, en el momento que entramos, dejó la silla que ocupaba y fue a colocarse de pie detrás del sillón de mistress Steerforth.

Al momento me di cuenta, por el rostro de la madre, de que estaba enterada por su mismo hijo de lo que había hecho. Estaba muy pálida, y sus facciones tenían la huella de una emoción demasiado profunda para poderla atribuir únicamente a mi carta, sobre todo teniendo en cuenta las dudas que le hubiera hecho abrigar su ternura.

En aquel momento la encontré más parecida que nunca a su hijo, y vi, más con mi corazón que con mis ojos, que mi compañero no estaba menos sorprendido que yo del parecido.

Sentada muy derecha en su butaca, con aire majestuoso, imperturbable, impasible, parecía que nada en el mundo sería capaz de turbarla. Miró con orgullo a míster Peggotty, pero él no la miraba con menos entereza. Los ojos penetrantes de Rose Dartle nos abrazaban a todos. Durante un momento el silencio fue completo. Mistress Steerforth hizo un signo a míster Peggotty para que se sentara.

—No me parecería natural, señora —dijo en voz baja—, sentarme en esta casa; prefiero continuar de pie.

Nuevo silencio, que ella rompió diciendo:

—Sé lo que le trae aquí y lo lamento profundamente. ¿Qué desea usted de mí? ¿Qué quiere usted que haga?

Míster Peggotty, sosteniendo el sombrero debajo del brazo, buscó en su pecho la carta de su sobrina, la sacó, la desdobló y se la entregó.

—Haga usted el favor de leer eso, señora; ¡lo ha escrito mi sobrina!

Ella lo leyó con la misma impasible gravedad. No pude percibir en sus rasgos la menor huella de emoción. Después devolvió la carta.

—«A no ser que me traiga después de haber hecho de mí una señora» —dijo míster Peggotty siguiendo con el dedo las palabras—. Vengo a saber si cumplirá su promesa.

—No —replicó ella.

—¿Por qué no? —preguntó míster Peggotty.

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