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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (19 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—¿Cómo puedes financiar su carrera artística y no la mía?

—Lo que haga con mi dinero no es asunto tuyo —responde Al, cerrando de golpe la puerta del frigorífico—. Lo podría emplear en chicle y mamadas si quisiera.

—Sí, en algo de eso ya lo empleas —murmuro.

Al blande un dedo peludo frente a mi cara.

—Vigila tu lenguaje, pedazo de mierda. Estás hablando de mi esposa; para que lo sepas, esa mujer hace más que lo que tú y la haragana de tu hermana jamás habéis hecho. Todos estos años os he criado yo solo, y todo lo que he obtenido a cambio es sufrimiento.

—Ya veo. Así que todos esos excelentes, y los premios y los papeles principales en las obras, todo eso ¿para ti es sufrimiento?

—Estoy hablando de respeto. Y obediencia. Y de vez en cuando, algo de agradecimiento. Crees que no puedo ver que me miras con desprecio, Señor Buenas Notas, ¿crees que soy demasiado tonto para darme cuenta? Tú y tu hermana me tratáis como si fuera un jodido cajero automático. Bueno, pues por fin ha llegado alguien que piensa en mí, para variar.

Alguien que cocina y limpia para mí; que me quiere. Así que sí, tienes toda la razón, claro que voy a mantenerla.

—Así que quieres decir que si yo pudiera follar contigo, ¿también me mantendrías?

—Enfermo de m…

—Pues, mira, ahí lo tienes —digo, apuntando a mi boca y pronunciando las palabras con mi mejor dicción de actor—: ¡Que, te, den!

Me siento estupendamente al decirlo, finalmente.

Detrás de mí oigo un aullido como si la boca del infierno se estuviera abriendo; me giro justo a tiempo para esquivar un vaso de vino que alguien ha tirado en mi dirección.

—¡Cabrón! —grita Dagmar, aunque, como es extranjera, en realidad lo pronuncia mal y le sale algo más parecido a: «¡Cafvrróoon! ¡Sal de aquí, jodido cafvrróooon!».

Corre hacia mí, sacando las garras, y Al tiene que pararla.

—¡Cavfrrón desagrradesido! Erres un…, un… —Lucha en busca de la palabra exacta— Un
schwanzlutscher
.

Bueno, gracias a Doug sé que me acaba de llamar chupapollas, lo cual me da la placentera oportunidad de acercar mucho mi cara a la suya y decir:

—Bueno, hace falta ser una de la especie para reconocer a otro, zorra malvada.

Los ojos de Dagmar se abren de par en par y se agita como un perro loco, farfullando por la rabia y la indignación, que sin duda es enorme, porque al no ser anglohablante de origen, no se le ocurre una manera rápida de devolverme el insulto. Paso junto a ella rozándola cuando me dirijo a la entrada, con un estilo más parecido a Bette Davis que lo que en realidad desearía.

—Llámame cuando haya muerto —le digo a Al, y cierro la puerta de entrada de golpe detrás de mí.

Me apoyo en la puerta para recuperar el aliento. El aire frío y seco me atraviesa la piel. Puedo oír que en el interior Dagmar sigue gritando como una loca arpía.

—Cavfrróooon.

Comienzo a correr, intentando poner tanta distancia como me sea posible entre la Casa de los Suelos Encerados y yo.

Diecinueve

C
orro directo hacia casa de Kelly y golpeo la puerta como un loco hasta que Kathleen me abre. Estoy empapado por el sudor y el aire helado que hay en mis pulmones me quema desde dentro. Me derrumbo en sus brazos, hiperventilando y sintiéndome como si estuviera a punto de vomitar. Kelly aparece en lo alto de las escaleras.

—Trae una manta —dice Kathleen—. Rápido.

—¿Por qué me odian tanto? —grito ahogadamente—. ¿Por qué? —Me siento como si estuviera ahogándome y me agarro a ella como si me fuera la vida en ello—. Solamente quiero ir a la universidad, sólo quiero ser actor, sólo…

—Lo sé, cariño. Tranquilo. Todo va a salir bien.

Me dejo caer lentamente hasta el suelo y Kathleen me sigue, envolviéndome en una manta de lana.

—No lo entiendo —digo—. Hay tantos chicos que son tan jodidamente corrientes… y sus padres los quieren. Y yo hago tanto y…

—Tranquilo —sigue ella—. Descansa.

Le dice a Kelly que me traiga algo de ropa seca para que me cambie.

—Se arrepentirá —digo—. Se arrepentirá cuando sea famoso y no le dé las gracias en mi discurso de aceptación del Óscar. Se arrepentirá cuando se dé cuenta de que sus hijos le odian. Ya se lo demostraré…

Kathleen no dice nada, simplemente me abraza con fuerza, susurrando y acariciándome la espalda como solía hacer mi madre cuando me cantaba para que me durmiera.

Soy una pequeña petunia solitaria

en una planta;

y todo lo que hago es llorar…

Kelly regresa. Oigo desde un resquicio de mi oído cómo Kathleen murmura:

—¿Qué demonios es eso?

—Es todo lo que pude encontrar —responde Kelly también en un murmullo.

—Edward, querido —dice Kathleen—, necesitas sacarte la ropa mojada y ponerte esto. —Abro los ojos, bajo la vista y veo que me está dando un camisón de franela de cuadros escoceses y volantes blancos en el cuello. Por primera vez en lo que me parecen años, me río. Los tres nos reímos—. Si tu padre te viera ahora —reflexiona Kathleen.

Voy a cambiarme mientras Kathleen abre una botella de vino y nos sirve un vaso lleno.

—¡Feliz Navidad, joder! —anuncia.

—¡Y por un jodido prospero año nuevo! —contesto, haciendo entrechocar los vasos.

Entonces los tres nos ponemos como cubas, pese a que mañana hay que ir al colegio. Kelly parece estar especialmente borracha, y decide, por razones que sólo ella comprende, poner el disco de
Evita
y actuar todo el musical para nosotros, tras lo cual gatea hasta el rincón que hay detrás del árbol y dice:

—Hola a todos, soy el árbol de Navidad que habla. Feliz Navidad, joder —concluye; acto seguido cae inconsciente.

Kathleen y yo permanecemos sentados en la oscuridad, mirando las luces que titilan.

—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunto.

Ella hace remolinos con su vino.

—Vivirás con nosotros, claro está.

—Así que Kelly te ha contado…

Kathleen se ríe.

—¿Que eres gay? Cariño, de eso ya me había dado cuenta yo solita.

Pese a que me alegra comprobar que el plan de Kelly ha funcionado, no hubiera estado mal un poco de incredulidad por parte de Kathleen.

—¿Sinceramente crees que te dejaría vivir aquí si pensara que te estás follando a mi hija?

Debo de tener pinta de estar tenso otra vez, porque Kathleen se me acerca y me frota la espalda.

—Deja de preocuparte —me dice—. Aunque sea por esta noche, ¿de acuerdo? Mañana puedes volver a preocuparte, te lo prometo. —Suelta un suspiro y yo hago lo mismo, por lo que empiezo a sentirme bien, seguro y calentito otra vez—. Y ahora, ¿por qué no vas a poner esa estrella en la punta del árbol? Allí debería estar.

Aunque sea probablemente la peor noche de mi vida, nunca me había sentido tan feliz.

Parte del trato de declarar la independencia económica es que no puedes aceptar más de setecientos dólares al año de tus padres, lo cual quiere decir que debo dejar casi todo: nada de dinero, nada de seguro médico, ni coche ni nada. Lo más duro es dejar a Elvimma. Natie y yo consideramos seriamente aparcar el coche de sus padres en la parte de abajo de la colina y soltar el freno de mano del mío, para que acabe con los dos y Al tenga que pagarles uno nuevo a los Nudelman. Sin embargo, al final hago lo que hizo mi madre y me largo, llevándome únicamente mis libros, mi ropa y un par de discos de la colección de Sinatra que tiene Al. Consigo algo de dinero extra poniendo un anuncio en una revista de saldos y vendiendo los muebles de mi habitación. (Otra idea de Natie.) Cuando Al se da cuenta de que han desaparecido, me dice:

—Ésos no eran tus muebles, no podías venderlos, son de mi propiedad.

—No —contesto—. Son propiedad de Marvin Nelson de Camptown.

La posesión es lo que cuenta.

Al sacude la cabeza.

—¿Cuánto has sacado por ellos?

—Quinientos pavos —le digo.

—¿Tanto? —pregunta—. A Marvin le han timado.

Los dos sonreímos y acabamos riéndonos un poco. Evidentemente, Al no está de acuerdo con que me mude, dice que es egoísta. Ni siquiera puede nombrar la casa de Kathleen de otra manera que no sea la dirección exacta, como si en realidad me estuviera mudando a una de las propiedades en las que él ha invertido. Sin embargo, mi decisión de irme ha relajado un poco la tensión y ocasionalmente tenemos algún momento casi amistoso, como éste, gracias a Marvin. Dagmar, por otro lado, parece tener un radar que se dispara cada vez que Al y yo somos remotamente cordiales el uno con el otro y aparece amenazante, aplicándose loción en las manos callosas y ásperas.

—Esta hafitasión resulta mucho más grrande sin toda esa porquería —anuncia.

Zorra.

Paula vuelve a casa, llena de vigor y entusiasmo después de su primer semestre idílico en Juilliard, lo cual, evidentemente, me irrita hasta volverme loco. Está lista para tomar el testigo dejado por los Vándalos Creativos, visitar al buda y reagrupar el belén de algún vecino, para que se convierta en la Adoración del Jockey en el Césped; pero yo no consigo ponerle el mismo entusiasmo. El verano pasado parece que fue hace una vida entera, y me siento viejo, desgastado y amargado. La mayor parte del tiempo no puedo soportar estar en mi propia piel. No puedo dormir. No me puedo concentrar. Lo único que parece que puedo hacer es comer, así que cuando la Tía Glo me ofrece galletitas de Navidad, me pregunto: «¿ahora ya qué más da?».

La Tía Glo nos pide que le cantemos, así que Paula y yo armonizamos nuestras voces y le cantamos un par de villancicos, mientras ella amasa y llora. El sonido aterciopelado de la voz de Paula me da ganas de llorar a mí también (asumiendo que fuera capaz de hacerlo). Miro cómo se abre su boca profunda en una sonrisa plácida, con la garganta rolliza suave y relajada, mientras el sonido brota de ella como si se tratara de agua. Paula es tan abierta, tan poco complicada, tan libre.

A veces me gustaría estrangularla.

Después, me pide que haga los monólogos de mis audiciones.

—Pensaba empezar con el contemporáneo —le explico.

—Oh no, no, no —exclama ella—. Empieza con el clásico. Eso es lo que realmente les interesa. Aquí todo es instrucción clásica. Hasta nos dan clases de esgrima —se levanta para mostrarme varios movimientos
en garde
y
touché
—. ¿A que es
espléndido
?

Paula y la Tía Glo toman asiento mientras yo me preparo psicológicamente para el monólogo de Hemón.

«De acuerdo, Edward, tranquilo, relájate. Puedes hacerlo. Simplemente, relájate. Relájate, relájate, ¡joder!»

Estoy tan aterrorizado ante la idea de olvidarme del papel que hablo m-u-y d-e-s-p-a-c-i-o, como si Hemón tuviera una deficiencia de aprendizaje. Paula bizquea mientras me mira, como si yo estuviera muy lejos. Cuando termino, dice:

—¿No tienes otra cosa, verdad?

—Bueno, está la escena de muerte de Mercucio —contesto.

—Oh, eso suena
grandioso
—dice Paula—. ¿No crees, Tía Glo?

—Oh, a mí me encanta una buena escena de muerte. ¿Visteis
La fuerza del cariño
? Debbie Winger se muere maravillosamente.

Hago la escena de muerte de Mercucio y esta vez Paula intenta mantener una expresión de placidez en la cara, pero no puede evitar hacer algún gesto de dolor y moverse de vez en cuando. Paro a la mitad.

—Lo odias —digo—. Puedo darme cuenta.

—No lo odio —responde—. Además, no deberías concentrarte en mi reacción, sino en la escena.

—¿Y qué hay de malo en la escena?

—Bueno…, pareces algo…, no sé…, algo desconectado del dolor.

—¡Dios bendito! (Perdón, Tía Glo.) ¿Qué tiene de bueno el dolor?

Paula retira una brizna imaginaria de su larga falda de lana.

—Supongo que no tienes nada más, ¿verdad?

—Siempre me queda el «Sueño de Bottom», pero…

—Sí, haz el «Sueño de Bottom», por supuesto —dice—. ¿Estás de acuerdo, Tía Glo?

—Los sueños son bonitos —contesta la Tía Glo—. Una vez soñé que Liberace me desatascaba las cañerías.

—¿Lo ves? —responde Paula, y sonríe con su sonrisa de «arriba el telón, luces encendidas» para darme ánimos.

Así que hago «El Sueño de Bottom», seguido de mi monólogo contemporáneo de
Amadeus
. Paula y la Tía Glo se ríen en todos los momentos adecuados.

—Definitivamente, estos dos —dice Paula—. Confía en mí.

—No sé…, se parecen mucho. ¿No debería hacer algo que mostrara toda mi variedad como actor?

—No si no tienes var… No todo el mundo está hecho para las escenas dramáticas, Edward. No te preocupes, lo harás bien.

¿Bien? No puedo hacerlo simplemente bien. Tengo que estar impresionante, como para caerse de culo. Lo he sacrificado todo por esto: me he ido de casa, he renunciado a mi coche, incluso me he puesto a trabajar en El Pollo Feliz, por el amor de Dios.

—Ah, y no te preocupes si no te piden que hagas el segundo monólogo —dice Paula—. Eso no quiere decir necesariamente que no les hayas gustado.

Sí que quiere decir eso. Todo el mundo lo sabe.

Estoy condenado.

Veinte

K
athleen y Kelly se van a la casa de la abuela Nana, en el Cabo, para pasar unas navidades grandiosas al estilo Kennedy; así que me dejan con dos gatos neuróticos y un coche de tamaño familiar tan viejo que le llamamos el Carromato. No me apetece sentirme como un patético huérfano salido de una obra de Dickens que se va a la casa de otra familia, así que, como es natural, busco a Natie.

—¿Qué hacen los judíos por navidades? —le pregunto.

—Vamos al cine y pedimos comida china —contesta—. Es insuperable.

El día de Navidad vemos
La fuerza del cariño
. La Tía Glo tiene razón: Debbie Winger se muere muy bien. Permanezco sentado en la sala del cine, estremeciéndome, intentando conectar con su dolor, buscando esa reserva de emoción que hay en mi interior.

—¿Estás bien? —susurra Natie.

—Sí —contesto entre dientes.

—A mí también me provoca gases la comida china —me responde.

El jueves después de Navidad tomo el tren a la ciudad con Paula porque mi audición es el día siguiente a las diez de la mañana. He decidido ponerme un jersey abultado negro de cuello alto porque: a) el negro estiliza; y b) puedo llevarlo por fuera del pantalón, y así nadie notará que los tejanos me ajustan demasiado. Me pongo un par de zapatillas de tenis y mi abrigo largo de segunda mano. Paula cree que es un estilo adecuado: «Joven actor muy serio», lo bautiza.

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