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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (15 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Como si me hubiera oído, la pesada puerta del auditorio se abre de par en par, dando un portazo. Al entra, vestido con pantalones de deporte y una chaqueta como la de Michael Jackson en el vídeo de
Thriller
. Se detiene para saludar a Kelly en su mejor estilo repulsivo, sosteniéndole el rostro entre las manos peludas y dándole un beso en los labios. Su actitud despreocupada, como la canción
I've got the world on a string
, me irrita sobremanera. Una persona que está arruinando deliberadamente la vida de su hijo debería, al menos, tener la decencia de actuar con un poco de sobriedad. Le contemplo, de pie, masticando chicle y haciendo sonar las monedas en sus bolsillos y me pregunto como puede ser que yo descienda de alguien que se pone una chaqueta como ésa.

Se pasea como si el lugar fuera de su propiedad, hace sonar sus nudillos, y me suelta:

—Vale, chaval, ¿qué pasa?

Hago las presentaciones entre Al y el señor Lucas, que ha preparado sus mejores modales de escuela dominical para la ocasión. Al adelanta la mano para saludar, pero el señor Lucas tiene los brazos atados por las muletas, y al intentar liberarlos, acaba dándole a Al en la barbilla con una de ellas.

Y las cosas sólo hacen que empeorar.

Al se arrepanchiga en la primera fila del patio de butacas y extiende los brazos por la parte posterior de los asientos, frotando el material como si estuviera intentando decidir si los va a comprar o no. Acerco una silla para el señor Lucas y me siento en el frío suelo, junto a él. Clava la mirada en Al.

—Señor Zanni, le he pedido que venga aquí esta tarde para darle mi opinión, no solamente como profesor de teatro de Edward, sino como licenciado de la Royal Academy of Arts de Londres, y como antiguo profesional de la actuación.

El señor Lucas pone énfasis al pronunciar sus credenciales, para impresionar, pero Al simplemente se dedica a sacarle el papel a otro chicle, depositar el que estaba mascando en el pedazo de papel, meterse la nueva pieza en la boca, y, acto seguido, mirar el reloj.

El señor Lucas continúa, impertérrito.

—A lo mejor usted no es consciente del futuro prometedor de su hijo. Edward tiene excelentes posibilidades de ser aceptado en Juilliard…

—¿Y qué más da si las tiene? —espeta Al.

Resulta asqueroso contemplar cómo trata a alguien tan culto como el señor Lucas de una manera tan grosera. ¡Pero si vive en la ciudad, por el amor de Dios! Intento practicar telequinesis, para lograr que el chicle que Al está mascando marche tráquea abajo.

—Juilliard es la mejor escuela de arte dramático del país —contesta el señor Lucas sin alterarse—. Ese sello de aprobación debe de querer decir algo.

—Probablemente —replica Al—, pero ¿vale cuarenta mil?

—No creo que se le pueda poner precio al valor de la educación.

—Chorradas —gruñe Al—; por supuesto que se puede. Si por un momento pensara que Eddie tiene la posibilidad de recuperar esa inversión, dejaría que lo hiciera al instante. Sin embargo, la mayoría de los actores nunca ganan un centavo, y ¿quiere saber por qué? —Al no espera respuesta del señor Lucas, por lo que continúa, como si su opinión mal informada supusiera algo—. Los actores no entienden de negocios y no quieren saber nada al respecto, por eso la mayoría de ellos son perdedores. Por Dios, incluso yo podría ganar cuarenta mil mañana mismo como actor si me lo propusiera, no porque sepa actuar, sino porque sé cómo ganar dinero. Lo que Eddie necesita es olfato para los negocios; no cuatro años perdiendo el tiempo en una escuela de arte dramático. Él ya resulta suficientemente dramático ahora.

—¡Pero yo no quiero licenciarme en empresariales! —grito.

—¿Ve a lo que me refiero? —sigue Al.

El señor Lucas me lanza una fuerte mirada, equivalente a la señal internacional para decir «Cierra el pico, gilipollas», y vuelve la vista hacia Al.

—Señor Zanni —comienza—, a lo mejor hay una solución intermedia que pueda satisfacerles a los dos. No olvidemos que Edward tiene una excelente nota media gracias a las asignaturas de humanidades. No es demasiado tarde para tener en cuenta una escuela de artes, incluso podría considerar una de las universidades de la Ivy League. Edward haría una brillante carrera de filología inglesa, por ejemplo.

—¿Para qué? ¿Para que pueda dar clases? —Al escupe la palabra con tanto desprecio que sé que la discusión ha finalizado antes de empezar.

Para ser sinceros, yo también estoy tan enfadado como él. No quiero hacer filología inglesa en una universidad de humanidades. Quiero ser actor. ¿Es que nadie lo entiende? ¿De parte de quién está el señor Lucas, al fin y al cabo?

Lucas se quita las gafas, saca un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y comienza a limpiar los cristales.

—El valor de una educación humanística —dice, con la voz que usa para dar clases— no consiste en el conocimiento específico que uno adquiere, sino en que uno aprende a pensar por sí mismo. Con esas habilidades bien aprendidas, Edward puede sobresalir en lo que desee, ya sean en empresariales, o en un campo artístico.

—¿Ah, sí? —contesta Al—. Deje que le pregunte algo, Lucas. ¿Cuánto dinero ganó el año pasado?

—No creo que eso sea…

—No importa, eso ya responde a mi pregunta. ¿Quiere saber cuánto gané yo? —De nuevo, no espera respuesta—. Ciento veinte mil.

—Eso es admirable —murmura el señor Lucas.

—Sí, yo también lo creo —contesta Al, y saca las llaves de su bolsillo—. Así que, con todos mis respetos, ¿por qué demonios tendría que escucharle a usted?

El señor Lucas medita durante un instante la pregunta y con la voz más sincera del mundo responde:

—Porque, con todos mis respetos, creo que entiendo mejor a su hijo que usted.

Al mira al señor Lucas como si fuera una enfermedad contagiosa.

—Sí, apuesto lo que sea a que así es —contesta.

Quince

P
royecto la escena en mi cabeza una y otra vez mientras me dirijo en coche hacia la casa de Kelly macerando el odio que siento hacia mi padre y golpeando el volante de Elvimma, lleno de frustración ante la incapacidad del señor Lucas de conseguir un acuerdo. ¿Universidad de humanidades? Y una mierda. Si realmente soy capaz de entrar en Juilliard, la mejor escuela de arte dramático del país, ¿acaso no es ahí donde realmente debo estar? No se le pide a un campeón de lanzamiento de jabalina que acuerde jugar a los putos palillos y deje los Juegos Olímpicos. Maldito lisiado estúpido fracasado. Tiene tanta capacidad para ayudarme como para atravesar una habitación caminando sin la ayuda de las muletas.

Estoy tan atareado pensando en la patética existencia de Ted Lucas que me salto una señal de stop. El estruendo de un claxon me devuelve de golpe a la realidad, y automáticamente agito los brazos y grito a modo de disculpa al tipo que ha tenido que dar un volantazo para esquivarme. Agita el puño, retorciendo la cara por los espasmos de rabia ante el estúpido chico malcriado que va al volante de un Mercedes. Conduzco muy lentamente durante el resto del trayecto, con las dos manos al volante y las ventanas empañadas por mi respiración.

Doy suaves golpecitos en la puerta principal, porque sé que hoy es uno de esos días en los que Kathleen está ocupada con sus clientes o, como Kathleen los llama: «los llorones», a quienes atiende en su oficina del sótano. En los días de los llorones, hay que sacarse los zapatos y caminar de puntillas por la casa. Kelly y yo lo llamamos el juego de Anna Frank y el anexo secreto. Kelly abre la puerta; debo de tener pinta de estar agitado, porque se me acerca como si fuera la enfermera Florence Nightingale y yo fuera un soldado herido en la batalla. Apoyo mi cabeza en su hombro, cierro los ojos y dejo que me tranquilice. Se siente uno tan bien estando entre sus brazos, como si hubiera atracado en un puerto seguro; me aferró a ella, mientras me acaricia la espalda con manos suaves y líquidas.

Oigo cómo cruje un travesaño de madera. Abro los ojos y veo a Doug levantándose del sofá, con la camisa por fuera de los pantalones y el pelo más despeinado que de costumbre. Se acomoda la bragueta y me pregunto si la cara de preocupación de Kelly tiene más que ver con haber sido pillada con las manos en la masa que con mi estado en este preciso momento. Sin embargo, Doug no parece registrar ningún tipo de sentimiento de culpa o vergüenza; de hecho, su actitud es más al estilo James Taylor cantando «grita mi nombre y yo estaré allí, sí, allí estaré», que cualquier otra cosa. Cruza los suelos de madera en calcetines, y a mí me da por pensar que quizá me lo esté imaginando. Nos abraza silenciosamente a Kelly y a mí a la vez, con sus brazos largos y musculosos que nos rodean fácilmente a los dos. Lo siento como si fuera la cosa más natural del mundo y apoyo mi cabeza en su hombro; Kelly nos contempla como si fuera la demostración de afecto más dulce que jamás haya visto entre dos hombres. Los tres permanecemos juntos, balanceándonos. Yo me acurruco en el cuello de Doug, Doug en el de Kelly, y ésta en el mío. Los estrecho con más fuerza hacia mí. Siento tanto amor por los dos en este momento, mi mejor amigo y mi novia… Nos amo a los tres, juntos, así. Sea cual sea el vínculo que se haya creado entre ellos dos en mi ausencia, solamente parece acercarnos más aún.

Miro a Kelly y ella me sonríe desde debajo de su flequillo, como hace la princesa Diana. Tengo que acercarme y besarla. Ella me responde abriendo la boca y pasándome la lengua por los dientes, lo que sabe que me vuelve loco. Abro los ojos y veo que Doug respira con la boca abierta.

Kelly y yo separamos nuestros labios y permanecemos allí, sosteniéndonos el uno al otro, riéndonos silenciosamente. Doug y Kelly se miran, y desplazan sus ojos hacia mí, y me doy cuenta al instante que quieren mi permiso para besarse. Todo lo que puedo hacer es asentir. Kelly inclina la cabeza en dirección opuesta para recibir el beso de Doug y siento que dejo de respirar. Verles juntos es posiblemente la cosa más
sexy
que he visto en mi vida, y si hubiera alguna manera en la que pudiera formar parte de ello, lo haría. Doug abre los ojos, guiña un ojo y me rasca la oreja como si yo fuera un perro fiel necesitado de cariño. Tira de nosotros con sus brazos fuertes y poderosos, en dirección a la sala de estar, hacia el sofá. Kelly se ríe y se reclina sobre él, invitándonos a que seamos partícipes. Doug y yo introducimos una mano cada uno bajo su camisa, ascendiendo por su barriga plana y tensa, hasta que alcanzamos sendos pechos del tamaño de rosquillas con las palmas de las manos.

—Qué casualidad, encontrarnos aquí —susurro.

Doug adelanta los brazos para poder desabrocharle el sujetador, y los dos nos acercamos a chuparle los pezones, que están duros y pequeños como cabezas de alfileres. Nuestros brazos se enredan mientras intentamos bajarle la cremallera a sus tejanos; ella, al mismo tiempo, intenta liberarnos de nuestros pantalones. Los tres volvemos a reírnos. Doug no espera a que le ayudemos y se alza, bajándose de un golpe los tejanos y los calzoncillos.

¿Os acordáis de esas películas de ciencia ficción de los años cincuenta en el que una reacción nuclear en cadena hace que las verduras crezcan hasta alcanzar el tamaño de autobuses urbanos? Pues ése es el aspecto de la erección de Doug. Kelly mira hacia abajo y lo prometo, tarda en reaccionar. Finalmente la agarra con la mano con firmeza, como si hiciera bien en sostenerse con fuerza, ya que no se sabe muy bien lo que puede llegar a hacer esa cosa si se deja que campe libremente. Nos mira a los dos, como si fuera un ama de casa en la zona de alimentación, intentando decidir con qué zanahoria quedarse. Pese a que está dura, la mía, en comparación, no sale bien parada. La de Doug podría dar de comer a una familia de cuatro personas, mientras que la mía simplemente serviría de aperitivo. Que le den a Al y a su miserable herencia genética. Otra razón más para odiarle.

—¡Dios mío! —exclama Kelly.

Éste no es exactamente el apoyo cálido y afirmativo que buscaba, pero no puedo decir que la culpe por ello. Yo también prefiero la polla de Doug a la mía. Pese a todo, lo que dice me resulta algo un tanto desagradable, especialmente porque siento que este pequeño trío era en mi beneficio.

—¡Mi madre! —dice Kelly con un grito ahogado.

Durante un rápido segundo freudiano, intento entender por qué a una chica los penes de dos adolescentes le harían pensar en su madre, pero entonces oigo a Kathleen subir las escaleras del sótano, y me doy cuenta de que entrará en la habitación en cuestión de segundos. Cada uno de nosotros logra nuevos récords olímpicos en lo que a vestirse con rapidez se refiere y saltamos a distintos lugares del largo sofá, agarrando lo primero que vemos, para aparentar que estábamos haciendo algo, lo que sea, menos sexo en grupo.

Kathleen aparece con cara de cansancio y todos fingimos sorpresa al verla, con un falso «Ah, ¡holaaa!».

—¿Cómo ha ido? —grita de manera aguda Kelly, con demasiado entusiasmo.

Cruza los brazos por encima del pecho, para que su madre no se dé cuenta de que no lleva sujetador. La pieza, en estos momentos, está apretujada entre los cojines del sofá.

—Oh, esa pobre gente —contesta Kathleen apoyándose en la arcada—. Tanto dolor, tanto dolor —dice antes de dejar ir un suspiro—. Necesito una copa. —Cruza el salón y se detiene a observarme—. ¿Cuándo has empezado a tejer, Edward? —pregunta.

—Me ayuda a calmar los nervios —contesto.

Kelly, Doug y yo no hablamos de lo sucedido, pero permanece una sensación innombrable de que ahora los tres somos una especie de trío. Doug y yo compramos flores para el estreno de
El milagro de Anna Sullivan
de Kelly (bueno, en realidad él las roba mientras yo distraigo al vendedor, como parte de mi venganza hacia Petals Plus por echarme), y los dos la adulamos como si ella fuera Scarlett O'Hara y nosotros fuéramos los gemelos de
Lo que el viento se llevó
. Tengo que admitir que me gusta esta especie de comedia que estamos interpretando de los dos amigos que se disputan a la chica, siempre y cuando yo sea el que se queda con la chica al final. Usar a Kelly como cebo para atraer al enorme pez de Doug no es algo que me enorgullezca demasiado, pero es lo que hay.

Se acerca el día de Acción de Gracias y, con la fecha, el partido anual de fútbol americano que se disputa en casa, que se supone es un gran acontecimiento porque es contra «nuestro archienemigo», el instituto de Battle Brook. En anticipación por dicho evento, se nos pide que vayamos a la reunión para animar a nuestro instituto.

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