De cómo un rey perdió Francia (28 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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Entonces habló el rey Juan, en cuya voz se advertía la cólera:

—Os recibo por Foix y por Béarn.

Los presentes se estremecieron de curiosidad. Y la discusión continuó, cada vez más áspera...

Febo:

—Señor, Béarn es tierra sin servidumbre, y no podéis recibirme por lo que no corresponde a vuestra soberanía.

El rey:

—Afirmáis una falsedad, y algo que durante muchos años fue materia de disputa entre vuestros antecesores y los míos.

Febo:

—Es verdad, señor, y será tema de discordia sólo si vos lo queréis. Soy vuestro fiel y leal súbdito por Foix, de acuerdo con lo que mis padres siempre afirmaron, pero no puedo declararme vuestro hombre por lo que he recibido sólo de Dios.

El rey:

—¡Mal vasallo! Apeláis a tortuosos argumentos para sustraeros al servicio que me debéis. El año pasado no llevasteis vuestros hombres al conde de Armagnac, mi lugarteniente en Languedoc, y por eso y por vuestra deserción no pude rechazar la incursión inglesa.

Entonces, Febo dijo con voz atronadora:

—Si sólo de nuestro auxilio depende la suerte del Languedoc y mi señor de Armagnac es incapaz de conservaros esa provincia, no corresponde que él la gobierne, y más vale que me deis su cargo.

El rey estaba enfurecido, y el mentón le temblaba.

—Os burláis de mí, buen señor, pero no lo haréis mucho tiempo.

¡Arrodillaos!

—Apartad Béarn del homenaje y doblaré inmediatamente la rodilla.

—¡La doblaréis en prisión, pérfido traidor! —gritó el rey—. ¡Que lo prendan!

La escena había sido organizada, prevista y montada por lo menos por Bucy, a quien bastó esbozar un gesto para que Perrinet
el Búfalo
y seis hombres de la guardia rodeasen a Febo. Ya sabían que debían llevarlo al Louvre.

El mismo día, el preboste Marcel decía en la ciudad: «El rey Juan necesitaba solo un enemigo más, y ya lo tiene. Si todos los ladrones que rodean al rey conservan sus cargos, pronto ni un solo hombre honesto podrá respirar fuera del calabozo.»

IV.- El campamento de Chartres

¡Qué bien, sobrino, qué bien! Ved lo que me escribe el Papa en una carta el veintiocho de noviembre, cuyo envío seguramente se retrasó un poco, aunque también es posible que el mensajero que la traía fuese a buscarme adonde ya no estaba, pues llegó apenas ayer, y me fue entregada en Arcis. Adivinad... Pues bien, el Santo Padre deplora mi desacuerdo con Nicola Capocci, y me reprocha «la falta de caridad que prevalece entre nosotros». Me agradaría mucho saber cómo puedo demostrar caridad a Capocci. No volví a verlo después de Breteuil, de donde se fue repentinamente, sin despedirse, para instalarse en París. ¿Y quién es culpable del desacuerdo, sino el hombre que a toda costa me impuso la compañía de este prelado egoísta, limitado, interesado únicamente en su propio beneficio y cuyas actividades no tienen otro propósito que contrarrestar las mías? Poco le importa la paz general. Lo único que le interesa es que no sea yo quien la consiga. ¡Falta de caridad!

Falta de caridad... Tengo buenos motivos para suponer que Capocci intriga con Simón de Bucy, y que tuvo algo que ver con la detención de Febo, que, quizá ya lo sabéis, recuperó la libertad en agosto... ¿gracias a quién? A mí —eso no lo sabíais—, a cambio de la promesa de incorporarse a las huestes reales.

Finalmente el Santo Padre me asegura que todos alaban mis esfuerzos, y que él mismo y el colegio cardenalicio en su totalidad aprueban mis actividades. Creo que no escribe lo mismo a Capocci..., pero insiste, como ya lo hizo en octubre, en su consejo de incluir a Carlos de Navarra en la paz general. Es fácil adivinar quién le sopla eso...

Después de la evasión de Friquet de Fricamps, el rey Juan decidió trasladar a su yerno a Arleux, una fortaleza de Picardía rodeada por gente muy fiel a los Artois. Temía que en París Carlos de Navarra contase con muchas complicidades. No deseaba que Febo y él estuviesen en la misma prisión, y ni siquiera en la misma ciudad...

Y después de echar a perder el asunto de Breteuil, como os contaba ayer, regresó a Chartres. Me había dicho: «Hablaremos en Chartres.» Y allí estuve, mientras Capocci se pavoneaba en París...

¿Dónde estamos? ¡Brunet! ¿Cómo se llama este hurgo? ¿Poivres? ¿Ya pasamos por Poivres? ¡Ah! Bien, aún falta un trecho, me dijeron que vale la pena contemplar la iglesia. Por otra parte, todas estas iglesias de Champaña son muy hermosas. Es un país donde impera la fe...

¡Oh! No lamento haber visto el campamento de Chartres, y hubiera querido que vos también lo conocierais. Lo sé; os dispensaron del servicio en la hueste para reemplazar a vuestro padre enfermo, y contener a toda costa a los ingleses, impidiendo que entraran en Périgord. Quizá por eso ahora no estáis descansando bajo una losa, en un convento de Poitiers.

¿Quién sabe? La Providencia decide.

Bien, imaginad lo que fue Chartres: sesenta mil hombres, por lo bajo, acampados en la vasta llanura dominada por la catedral. Uno de los ejércitos más grandes, o quizás el principal reunido jamás en el reino.

Pero separadas en dos grupos muy diferentes.

A un lado, alineados en hermosas filas, centenares y centenares de tiendas y pabellones de seda o de tela con los estandartes de los caballeros. El movimiento de los hombres, los caballos y los carros originaba allí un gran hormigueo de colores y acero iluminado por el sol, hasta donde la vista alcanzaba, y allí venían a instalar sus tiendas ambulantes los vendedores de armas, de arneses, de vino, de comida, así como los dueños de burdeles, que traían carros colmados de muchachas, bajo la vigilancia del rey de los auxiliares, cuyo nombre todavía no consigo recordar.

Y a bastante distancia, bien alejados de ese sector, como en las imágenes del juicio Final (de un lado el paraíso, del otro el infierno) los hombres de a pie, sin más abrigo, sobre los rastrojos, que una tela sostenida por una pica, y eso los que se habían tomado el cuidado de obtenerla; una inmensa multitud distribuida al azar, desganada y sucia, desaliñada; gentes que se agrupaban por regiones y apenas obedecían a jefes improvisados. Por otra parte, ¿a quiénes habrían obedecido? No se les imponían tareas, no se les ordenaba ninguna maniobra. Esta gente destinaba todo su tiempo a buscar alimento. Los más astutos se arrimaban a los caballeros, o bien saqueaban los corrales de las aldeas vecinas, o cazaban y pescaban en lugares prohibidos. Detrás de cada talud se veía a los grupos de hombres en cuclillas, alrededor de un conejo que estaban asando. Se producían súbitas avalanchas hacia los carros que distribuían pan de centeno a horas irregulares. Lo que era regular era el paso del rey, todos los días, entre los hombres de este sector. Inspeccionaba a los que habían llegado un poco antes: un día a los de Beuvais, al siguiente a los de Soissons, y más tarde a los de Orleans y Jargeau.

Por supuesto, lo acompañaban sus cuatro hijos, su hermano, el condestable, los dos mariscales, Juan de Artois, Tancarville, qué sé yo cuántos más... y una nube de escuderos.

Cierta vez, que en definitiva fue la última, ya veréis por qué... me invitó como si estuviese concediéndome un gran honor. «Monseñor de Périgord, si os place seguirme, mañana os llevaré a la revista.» Por mi parte, deseaba convenir con él ciertas propuestas, por indefinidas que fuesen, para transmitirlas a los ingleses e iniciar de ese modo algo que pareciese una negociación. Había propuesto que los dos reyes nombrasen diputados para redactar la lista de todos los litigios entre ambos reinos. Eso hubiera bastado para discutir durante cuatro años.

También lo enfocaba desde otro ángulo, muy distinto. Ambas partes fingían ignorar los litigios y comenzaban a preparar una expedición conjunta a Constantinopla. Lo que importaba era comenzar a hablar...

De modo que debía arrastrar mi capa por ese enorme criadero de pulgas que acampaba a orillas del Beauce. Digo bien: criadero de pulgas, pues al regreso Brunet tuvo que buscarme las pulgas. De todos modos, no podía rechazar a esos pobres miserables que venían a besar el ruedo de mi túnica. El olor era aún más desagradable que en Breteuil. La noche de la víspera había estallado una gran tormenta y los hombres habían dormido sobre el suelo húmedo. Bajo el sol de la mañana, las ropas desprendían vapor y olían muy fuerte. El arcipreste, que caminaba delante del rey, se detuvo. Ciertamente el arcipreste ocupaba un lugar importante. El rey interrumpió la marcha y lo mismo hizo su séquito.

«Señor, éstos son los hombres del preboste de Bracieux del municipio de Blois, que llegaron ayer. Su estado es lamentable.» Con su maza de armas, el arcipreste indicaba a un grupo de cuarenta patanes desaliñados, cubiertos de lodo, barbudos. Hacía diez días que no se afeitaban, y no hablemos del lavado. La disparidad de los vestidos se fundía en un color grisáceo de roña y tierra. Algunos calzaban zapatos reventados; otros llevaban las piernas envueltas únicamente en lienzos rasgados, y otros caminaban descalzos. Trataban de erguirse para aparentar mejor aspecto; pero tenían la mirada inquieta. Caramba, no esperaban que apareciera ante ellos el rey en persona, rodeado de su rutilante escolta. Los hombres de Bracieux trataban de estrechar filas.

Las hojas curvas y las puntas afiladas de algunas alabardas o lanzas se elevaban sobre el grupo como las espinas que parten de un haz de leños fangosos.

«Señor —insistió el arcipreste—, son treinta y nueve cuando deberían haber venido cincuenta. Ocho tienen lanza, nueve están armados de espada, de las cuales una se encuentra en muy mal estado. Sólo uno tiene lanza y espada. Uno de ellos posee un hacha, tres vinieron con bastones herrados, y otro tiene únicamente un cuchillo puntiagudo; los otros no tienen nada.»

Me hubiera echado a reír, si no me hubiese preguntado qué impulsaba al rey a perder su tiempo y el de sus mariscales examinando espadas oxidadas. Que lo viese de una vez, estaba bien. Pero ¿todos los días, todas las mañanas? ¿Y para qué me invitaba a presenciar esa lamentable revista?

Me sorprendió oír la voz de su hijo más joven, Felipe, que tenía ese tono falso que caracteriza a los jovencitos cuando quieren pasar por hombres maduros: «Con hombres como éstos no ganaremos las grandes batallas.» Tiene sólo catorce años; está cambiándole la voz y su cuerpo no alcanza a sostener la cota de malla. Su padre le acarició la frente, como si se felicitase de haber echado al mundo un guerrero tan sagaz.

Después, se dirigió a los hombres de Bracieux y preguntó: «¿Por qué no estáis mejor armados? Veamos, ¿por qué? ¿Así os presentáis a mi hueste? ¿No habéis recibido órdenes de vuestro preboste?»

Entonces, un mocetón un poco menos miedoso que el resto, quizás el mismo que portaba la única hacha, se adelantó y contestó: «Señor, el preboste ordenó que nos armásemos cada uno de acuerdo con nuestro estado. Hicimos lo posible. Si algunos nada tienen, es porque su condición no les permitió nada mejor.»

El rey Juan se volvió hacia los condestables y los mariscales, con esa expresión de las personas que se sienten satisfechas cuando, incluso en perjuicio propio, las cosas le dan la razón. «Otro preboste que no cumple su deber... Devolvedlos, como a los de Saint-Fargeau, y a los de Soissons.

Pagarán la multa. Lorris, anotad.»

Pues como me explicó poco después, los que no se presentaban a la revista, o acudían sin armas y no podían combatir, debían pagar cierta suma. «Las multas de todos estos hombres me suministrarán lo necesario para pagar a mis caballeros.»

Una hermosa idea, sin duda sugerida por Simón de Bucy, y el rey la había adoptado. Por eso había ordenado la movilización general, y por eso contaba, con una especie de rapacidad, los destacamentos que devolvía a sus respectivas regiones. «¿De qué nos sirve esta chusma? —volvió a decirme—. Precisamente por estas tropas de infantería mi padre fue abatido en Crécy. Los hombres de a pie lo retrasan todo e impiden cabalgar como es necesario.»

Y todos aprobaron sus palabras, con la única excepción del delfín, que parecía tener una reflexión en la punta de la lengua, pero que se la guardó.

¿Quizás en el otro sector del campamento, donde estaban los caballeros, sus monturas y los arqueros, todo iba a pedir de boca? Pese a las repetidas convocatorias y a los bellos reglamentos, que exigían que los capitanes inspeccionaran dos veces por mes, sin previo aviso, a sus hombres, así como las armas y las monturas, de modo que las fuerzas siempre estuvieran dispuestas para entrar en acción, y que prohibían cambiar de jefe o ausentarse sin permiso «so pena de perder la soldada y de ser castigado sin clemencia», a pesar de todo, una tercera parte de los caballeros no había acudido a la convocatoria. Otros, obligados a equipar una compañía que tuviese por lo menos veinticinco lanzas, sólo habían traído diez. Cotas de malla rotas, los sombreretes abollados, los arneses demasiado secos que crujían constantemente... «¡Eh!, mi señor, ¿cómo puedo arreglar esto? Aún no recibí mi soldada y ya me cuesta bastante mantener la armadura.» Los hombres disputaban tratando de conseguir herreros que herrasen los caballos. Los jefes vagaban por el campamento en busca de su tropa dispersa y los rezagados hacían otro tanto buscando a sus jefes. Los hombres se robaban unos a otros los pedazos de madera, los pedazos de cuero, la lezna o el martillo que necesitaban. Los mariscales se veían asediados por las reclamaciones, y en sus cabezas resonaban las rudas expresiones que intercambiaban los capitanes coléricos. El rey Juan no quería saber nada de todo eso. Dedicaba su tiempo a contar a los hombres que pagarían rescate...

Estaba acercándose al grupo de Saint-Aignan cuando llegaron, atravesando el campamento al trote ligero, seis hombres de armas, los caballos blancos de espuma, y los propios jinetes con el rostro bañado de sudor y la armadura polvorienta. Uno de ellos desmontó pesadamente, pidió hablar con el condestable y, después de acercarse, le dijo: «Estoy a las órdenes de monseñor de Boucicaut, de quien os traigo noticias.»

Con un gesto, el duque de Atenas invitó al mensajero a presentar su informe al rey. El mensajero intentó doblar la rodilla, pero la armadura se lo impidió; el rey lo dispensó de la ceremonia y le dijo que hablase de inmediato. «Señor, mi señor de Boucicaut está encerrado en Romorantin», fue la respuesta.

¡Romorantin! La escolta real enmudeció de sorpresa, como tocada por un rayo. ¡Romorantin, apenas a treinta leguas de Chartres, del lado opuesto de Blois! Nadie imaginaba que los ingleses pudieran estar tan cerca.

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