De cómo un rey perdió Francia (29 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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En efecto, mientras concluía el sitio de Breteuil, se enviaba a la mazmorra a Gastón Febo, se ejecutaba lentamente la movilización parcial y después la total y los hombres se reunían en Chartres, el príncipe de Gales (Archambaud, vos lo sabéis mejor que nadie, porque debíais proteger Périgueux) había iniciado su incursión, partiendo de Sainte-Foy y Bergerac, donde ya estaba en territorio real, y continuado al norte por el camino que nosotros mismos habíamos seguido, Château-l'Evêque, Brantôme, Rochechouart, La Péruse, provocando las devastaciones que habíamos comprobado. Llegaban noticias de sus movimientos, y debo decir que no me sorprendía ver que el rey se demoraba en Chartres mientras el príncipe Eduardo asolaba el país. De acuerdo con las últimas noticias recibidas, todos creían que el príncipe Eduardo aún estaba en La Châtre y Bourges. Todos pensaban que avanzaría en dirección a Orleans, y el rey estaba seguro de que allí podría presentarle batalla y cortarle el camino a París. Por eso el condestable, en una actitud inspirada por la prudencia, había enviado un grupo de trescientas lanzas, a las órdenes de los señores de Boucicaut, de Craon y de Caumont, para llevar a cabo un reconocimiento amplio al otro lado del Loira y obtener información. Habían conseguido muy pocos datos. Y de pronto, Romorantin. Era evidente que el príncipe de Gales se había desviado hacia el oeste...

El rey ordenó al mensajero que continuara hablando.

—En primer lugar, señor, mi señor de Chambly, enviado a explorar por mi señor de Boucicaut, fue apresado cerca de Aubigny-sur-Nère.

—¡Ah! De modo que apresaron a Cordero Gris —dijo luego el rey, pues ése es el sobrenombre del señor de Chambly.

El mensajero de Boucicaut continuó:

—Pero mi señor de Boucicaut no lo supo a tiempo y, de pronto, nos encontramos con la vanguardia de los ingleses. Los atacamos con tanta fuerza que se retiraron.

—Como de costumbre —comentó el rey Juan.

—Pero se reunieron con su gente, un ejército mucho más numeroso que el nuestro, y nos atacaron por todas partes, de modo que los señores de Boucicaut, de Craon y de Caumont nos ordenaron una rápida retirada sobre Romorantin, donde se encerraron, perseguidos por el ejército del príncipe Eduardo, que precisamente cuando mi señor de Boucicaut me envió hacia aquí comenzaba el sitio. Y eso, señor, es todo lo que puedo deciros.

De nuevo se hizo el silencio. Entonces, el mariscal de Clermont exclamó colérico:

—¿Por qué demonios atacaron? No era lo que se les había ordenado.

—¿Les reprocháis su coraje? —inquirió el mariscal Audrehem—. Hallaron un enemigo y cargaron contra él.

—Hermoso coraje —dijo Clermont—. Unas trescientas lanzas ven a un grupo de veinte, lo atacan sin pensarlo, y creen que es una gran proeza.

Y después aparecen mil y ellos huyen a su vez y corren a esconderse en el primer castillo. Ahora no nos sirven para nada. Eso no es coraje, sino tontería.

Los dos mariscales comenzaron a disputar, como de costumbre, y el condestable los dejó hablar. Al condestable no le agradaba tomar partido.

Era un hombre más valiente de cuerpo que de alma. Prefería que lo llamasen Atenas y no Brienne, a causa del antiguo condestable, su primo, a quien habían decapitado. Pero Brienne era su feudo, y en cambio Atenas no era más que un viejo recuerdo de familia que no correspondía a ninguna realidad, a menos que una Cruzada... O quizá se trataba sencillamente de que, con la edad, todo le daba igual. Había mandado mucho tiempo, y muy bien, los ejércitos del rey de Nápoles.

Añoraba Italia, porque añoraba su propia juventud. A pocos pasos de distancia, el arcipreste observaba con aire burlón la discusión de los mariscales. El rey cerró el debate. «Por mi parte creo —dijo— que el tropiezo del señor de Boucicaut puede sernos útil. Ahora el inglés está aferrado al sitio que él mismo inició. Ahora sabemos dónde encontrarlo.»

Se dirigió entonces al condestable. «Gualterio, que la hueste inicie la marcha mañana, al alba, dividida en varios cuerpos que pasarán el Loira en diferentes puntos, por los puentes para evitar demoras, pero manteniendo un estrecho enlace entre los regimientos con el fin de reunirlos en el lugar fijado, del otro lado del río. Por mi parte, iré a Blois.

Atacaremos al ejército inglés detrás de Romorantin o, si decide alejarse, le cortaremos todos los caminos. Vigilad el Loira hasta muy lejos, más allá de Tours, hasta Angers, de modo que el duque de Lancaster, que viene de la región normanda, no pueda reunirse con el príncipe de Gales.»

Juan II había sorprendido a su gente. De pronto se lo veía sereno y dueño de sí mismo, e impartía órdenes claras e indicaba caminos a su ejército como si viese desplegado ante sus propios ojos todo el paisaje francés. Cerrar el paso del Loira por el lado de Anjou, franquearlo en Turena, prepararse para descender hacia Berry, es decir, cortar la ruta de Poitou y Angoumois... y finalmente, recuperar Burdeos y Aquitania. «Y sobre todo, prestemos atención a la rapidez, de modo que nos beneficie la sorpresa.» Todos se prepararon para la acción. Preveían una hermosa cabalgata.

«Y que retiren a todos los infantes —ordenó Juan II—. No queremos otro Crécy. Solamente con los caballeros tenemos cinco veces más hombres que estos perversos ingleses.»

Así, porque diez años antes los arqueros y los ballesteros, masacrados, estorbaron los movimientos de la caballería y determinaron la pérdida de una batalla, el rey Juan renunciaba ahora a tener infantería. Y sus jefes aprobaron esta actitud, porque todos habían estado en Crécy y conservaban en el recuerdo este episodio. Lo único que les importaba era no cometer el mismo error.

Únicamente el delfín se atrevió a decir: «Entonces, padre, no tendremos arqueros.»

El rey ni siquiera se dignó contestarle. Y el delfín, que se encontraba muy cerca de mí, me dijo, como si buscase apoyo o como si quisiera que no lo tomase por un tonto: «Los ingleses montan a sus arqueros. Pero en nuestro ejército nadie aceptaría que entregásemos caballos a los plebeyos.»

Y esto me recuerda... ¡Brunet! Si mañana el tiempo es tan benigno como hoy, recorreré la etapa, que será muy corta, en mi corcel. Es necesario que monte un poco antes de llegar a Metz. Además, deseo mostrar a los habitantes de Châlons, cuando entre en su ciudad, que puedo cabalgar tan bien como su tonto obispo Choveau... que aún no ha sido reemplazado.

V.- El príncipe de Aquitania

Archambaud, estoy muy irritado a causa de este tramo del camino, el que nos lleva hasta Saint-Menehould. Tal parece que no puedo detenerme en una gran ciudad sin que me llegue una noticia que me hace hervir la sangre. En Troyes fue la carta del Papa. En Châlons, el correo de París. ¿Y qué novedad me trajo? Que casi una quincena antes de partir, el delfín firmó un decreto que modifica de nuevo la moneda en curso, por supuesto en el sentido de la pérdida de valor. Pero temeroso de que la medida fuese mal recibida (no necesitaba ser un genio o un adivino para preverlo), retrasó la promulgación del decreto, de modo que se conociera después de su partida, cuando ya estuviese bastante lejos, a cinco días de camino; de modo que la ordenanza fue publicada el diez de este mes. En resumen, teme enfrentarse con sus burgueses y ha huido como un ciervo. A decir verdad, la fuga es con frecuencia el recurso que él utiliza. No sé quién le inspiró este ardid poco honroso, si Braque o Bucy, pero los resultados están a la vista. El preboste Marcel y los comerciantes más importantes fueron encolerizados a protestar al duque de Anjou, a quien el delfín dejó como representante en el Louvre, y el segundo hijo del rey, que sólo tiene dieciocho años y bastante poco seso, con el fin de evitar el disturbio con que se lo amenazaba, aceptó suspender la aplicación de la ordenanza hasta el regreso del delfín. Era mejor abstenerse de adoptar esa medida, el criterio que yo hubiese preferido, pues como siempre se trata de un recurso mediocre o, si se la consideraba conveniente, había que imponerla sin vacilar. Nuestro delfín Carlos no quedará muy bien parado ante su tío el emperador... En su capital tiene un consejo que rehúsa acatar los decretos reales.

Pero entonces, ¿quién gobierna hoy el reino de Francia? Tenemos derecho a preguntarlo. No nos engañemos, esta situación acarreará graves consecuencias. Ahora ese Marcel se siente seguro de sí mismo, porque sabe que doblegó la voluntad de la corona, con el apoyo del populacho de los burgueses, cuyas fortunas defiende. El delfín había actuado bien frente a sus Estados Generales, pues con su partida los dejó desamparados; ahora, a consecuencia de este episodio, pierde toda la ventaja conquistada. Confesad que es frustrante tomarse tanto trabajo y recorrer los caminos, como lo hago desde hace medio año, para tratar de mejorar la suerte de los príncipes que se obstinan en perjudicar su propia causa.

Adiós, Châlons... ¡oh no, no! No quiero tener nada que ver con el nombramiento de un nuevo obispo. El conde-obispo de Châlons es uno de los seis pares eclesiásticos. Es asunto que compete al rey Juan o al delfín. Que lo resuelvan directamente con el Santo Padre (o que fatiguen a Capocci; por una vez tendrá que trabajar un poco).

No debemos mostrarnos demasiado duros con el delfín; su tarea no es fácil. El gran culpable es el rey Juan, y el hijo nunca podrá cometer tantos errores como los que ha sumado el padre.

Para calmarme, o quizá para irritarme todavía más (Dios no quiera que yo peque), os explicaré la situación del rey Juan. ¡Y ya veréis cómo un rey pierde Francia!

Como os decía, en Chartres parecía más decidido. Ya no hablaba de cosas de la caballería cuando había que resolver asuntos financieros, no se ocupaba de finanzas cuando debía interesarse en la guerra, ni se preocupaba de tonterías cuando se jugaba la suerte del reino. Parecía que por una vez había salido de su confusión íntima y de su funesta inclinación al contratiempo; por una vez parecía coincidir con la necesidad del momento. Había adoptado medidas eficaces para desarrollar la campaña, y como el humor del jefe es cosa contagiosa, estas disposiciones se aplicaron con exactitud y rapidez.

Ante todo, impedir a los ingleses el paso del Loira. Se enviaron nutridos destacamentos, mandados por capitanes que conocían bien la región, para cerrar los puentes y los pasos entre Orleans y Angers. Se ordenó a los jefes que mantuviesen contacto permanente con sus vecinos y que enviasen con frecuencia mensajeros al ejército del rey. Había que impedir a toda costa que la columna del príncipe de Gales, que venía de Sologne, y la del duque de Lancaster, que llegaba de Bretaña, se uniesen.

La intención era derrotarlas por separado. Ante todo, el príncipe de Gales. El ejército, dividido en cuatro columnas para facilitar los movimientos, atravesaría el río por los puentes de Meung, Blois, Ambois y Tours. Evitar las escaramuzas a toda costa antes de que los cuerpos de batalla se hubiesen reunido en la orilla opuesta del Loira. Nada de proezas individuales, por tentadoras que fuesen. La proeza sería aplastar a la totalidad de los ingleses y purgar el reino de Francia de la miseria y la vergüenza que sufre desde hace muchos años. Tales eran las instrucciones que el condestable duque de Atenas impartió a los jefes de las columnas reunidos antes de la partida. «Id, mis señores, y que cada uno cumpla su deber. El rey os mira.» El cielo estaba cubierto por densas nubes negras que de pronto reventaron, atravesadas por los rayos.

Durante estas jornadas, el Vendômois y Turena fueron castigados por tormentas, breves pero intensas, que empapaban las cotas de malla y los arneses, se colaban bajo las armaduras y aumentaban el peso de los correajes. Se hubiera dicho que el acero que desfilaba atraía el rayo; tres hombres de armas, que habían buscado la protección de un gran árbol, fueron alcanzados por una descarga. Pero en general el ejército soportaba bien la intemperie, a menudo alentado por un pueblo que venía a aclamarlo. Pues los burgueses de las pequeñas localidades y los campesinos del lugar estaban muy inquietos ante el avance del príncipe de Aquitania, de quien se decían cosas terribles. Ese largo desfile de armaduras que pasaban deprisa, de cuatro en fondo, los tranquilizaba apenas todos comprendían que los combates no se librarían en el lugar.

«¡Viva nuestro buen rey! ¡Destruid al enemigo! ¡Dios los proteja, valerosos señores!» Lo que significaba: «Dios nos guarde, gracias a vosotros (muchos de los cuales caeréis muertos aquí y allá), Dios nos guarde y evite que el fuego destruya nuestras casas y nuestras pobres chozas, que la soldadesca disperse nuestro ganado, que perdamos la cosecha, que nuestras hijas se vean maltratadas. Dios nos guarde de la guerra que vais a hacer en otro sitio.» Y no regateaban el vino, fresco y picante. Lo ofrecían a los caballeros, que lo bebían, la visera levantada, sin detener la montura.

Vi todo eso, pues había decidido seguir al rey, e ir con él a Blois. Él quería la guerra, pero yo deseaba concertar la paz. Me obstinaba en ello.

También yo tenía mi plan. Y mi litera avanzaba, detrás del grueso del ejército, seguida por destacamentos que no habían llegado a tiempo al campamento de Chartres. Todavía durante varios días debían llegar otros destacamentos, y entre ellos los de los condes de Joigny, Auxerre y Châtillon, tres hombres valerosos que avanzaban sin prisa, seguidos por las lanzas de sus condados, y que hacían alegremente la guerra.

—Buenas gentes, ¿habéis visto pasar el ejército del rey?

—¿El ejército? Pasó por aquí anteayer. ¡Y eran muchos, muchísimos! El desfile duró más de dos horas. Otros pasaron esta mañana. Si encontráis al inglés, no le deis cuartel.

—Sin duda... Y si atrapamos al príncipe Eduardo, recordaremos enviaros un trozo.

Sin duda me preguntaréis qué hacía entretanto el príncipe Eduardo.

El príncipe se había demorado frente a Romorantin. Menos de lo que había previsto el rey Juan, pero de todos modos lo suficiente para permitirle que realizara su maniobra. Cinco jornadas, pues los señores de Boucicaut, Craon y Caumont se habían defendido furiosamente.

Durante la jornada del treinta y uno de agosto afrontaron tres asaltos, y los rechazaron. La plaza cayó el tres de septiembre. El príncipe ordenó incendiarla, como era su costumbre; pero al día siguiente, no tuvo más remedio que permitir que su tropa descansara, pues era domingo. Los arqueros, que habían perdido muchos hombres, estaban fatigados. Era el primer encuentro más o menos serio desde el comienzo de la campaña. Y el príncipe, menos sonriente que de costumbre, pues sabía por sus espías (en efecto, siempre tenía espías muy adelantados) que el rey de Francia con toda su hueste se dispone a caer sobre él, el príncipe se pregunta si no fue un error obstinarse en ocupar la fortaleza, y si no hubiera sido más conveniente dejar que las trescientas lanzas de Boucicaut continuasen encerradas en Romorantin.

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