Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
Al mes de haber empezado a escribir la columna en
El Mundo
, ya nadie se acordaba del epígrafe o epitafio que la coronaba sino que me leía o no me leía en la página par (en el periodismo hay páginas pares e impares, no de derecha o de izquierda), mientras que a mi par Luis Solana temo que no lo leía nadie. Pero es que no publicaba para que lo leyeran, sino para compensar la mancha derechista de un asilado liberal. Los columnistas de
El Mundo
, mis pares de verdad, se proclamaban agraviados porque «a nadie le han puesto tan fácil ganar todos los días». Y añadían: «Carnicero en televisión y Luis Solana en el periódico, así cualquiera». Pero sé que, en mi lugar, hubieran sentido lo mismo que yo, aunque también yo habría dicho exactamente lo mismo que ellos. En el periodismo de élite, llamémosle así, funcionan los mismos valores que en las demás profesiones: dinero, poder, vanidad social, orgullo personal e intelectual. No siempre en ese orden. El orgullo y la vanidad suelen ser, para cualquier periodista que ha superado el estadio de supervivencia y acomodo profesional, más importantes que el dinero. Y no digo que el sentimiento de Poder porque, si resulta difícil distinguir orgullo y vanidad, aún lo es más separar el Poder intelectual de la representación social.
Vanitas vanitatis
!
En realidad, el orgullo herido era una pérdida de tiempo y una estupidez. A los pocos meses de incorporarme a
El Mundo
debería haber olvidado un agravio moral que, por otra parte, compensaba materialmente mi contratación. ¡Ya hubieran querido padecer ese agravio casi todos los periodistas de España! Pero la naturaleza humana es así, el periodismo es como es, y yo creo ver claro hoy lo que entonces veía turbio: esa «herida simbólica» del paralelismo solanáceo sangrando en un rincón del alma quejicosa del literato. Si no hubiera estado tan dolido y tan tonto, antes de lanzarme a la piscina del
ABC
hubiera comprobado la temperatura y profundidad del agua. No lo hice y pasó lo que pasó. Conste que hago este pequeño ejercicio de introspección no por masoquismo yoísta sino para que se vea hasta qué punto las decisiones profesionales importantes en el periodismo político, que pasa por ser —y de hecho es— algo muy serio en todas las sociedades, suelen estar influidas por detalles aparentemente nimios, por rencores infantiles, por susceptibilidades de adolescente. Y que, por eso mismo, en
El Mundo
de la comunicación es fácil timar a quien parece estar pidiendo ser timado. Me interesa especialmente que los muchos españoles que no entienden cómo
El Mundo
de la comunicación ha llegado a la desastrosa situación que hoy padece la derecha entiendan las claves políticas y personales, altas y bajas, que llevaron a personas indudablemente íntegras e inteligentes a tomar decisiones absurdas, disparatadas o suicidas. Y que al final nos han traído a estas soledades, incapacidades, incomodidades y anfractuosidades.
El 18 de julio de 1999, Luis Herrero vendió sus acciones a la COPE para que ésta pudiera venderle a Nemesio un paquete del 5 por ciento que le permitiera sentarse en el Consejo de Administración, cosa que se anunció formalmente el 19. Y al día siguiente, el 20 de julio, yo volví a escribir en ABC. La nota oficial sobre la entrada de Prensa Española en el accionariado de la COPE apareció así en todas las agencias de noticias:
Prensa Española, editora de ABC, llegó ayer a un acuerdo con la COPE para comprar el 5 por ciento de las acciones de la cadena radiofónica propiedad de la Conferencia Episcopal. La empresa de prensa asociará sus ocho emisoras —y las que pueda obtener en el futuro— a la COPE y sentará en el Consejo de Administración de la cadena a Jesús Fernández-Miranda. A cambio, ABC se compromete a informar más extensamente de las actividades de la Iglesia católica en las páginas del periódico.
(19 de julio de 1999)
Pero, oh, sorpresa, mi llegada al
ABC
fue saludada por el periódico de una forma espectacular: ni una palabra. Ni una foto, ni una nota vagamente editorial, ni la clásica venta o anuncio al lector del fichaje o la vuelta de quien, con Campmany, había sido su columnista diario durante toda una década, intensa y brillante. Nada de nada. La venganza de Alemán por la humillación de tener que abrirme la puerta de rodillas después de haberme arrojado por la ventana no fue muy sutil, porque el oblongo escriba desconoce esa condición, pero en su grosería no dejaba de ser elocuente. Si yo hubiera sido más picajoso o menos olvidadizo (rasgos típicos de la soberbia pero también de la capacidad de supervivencia a través de la amnesia, esencial en la vida y mucho más en el periodismo), habría puesto el grito en el cielo, o sea, en Nemesio, y hubiera cargado contra ese cadáver insepulto que era el todavía director de
ABC
. Pero ¿qué ganaba yo mostrando mi enfado por su fechoría? ¿Mostrar que me había dolido? Eso, jamás. Así que, tras recibir las disculpas de Nemesio y Cata por el vil proceder de su empleado, escribí una semana y me fui de vacaciones. Había que descansar para volver en buena forma, porque, decíamos, nos esperaba un otoño muy movido. ¡No sabía yo cuánto!
Y el caso es que debería haberlo adivinado esa última semana de julio en que nos vamos del micrófono sin irnos de vacaciones, preparando las novedades y cambios del programa para septiembre, que por pocos que parezcan siempre son muchos. En esos días lentos y preveraniegos, cuando la gente duerme en bañador y vive en las terrazas, se produjo un curioso episodio inapelable en su elocuencia y que debería habernos demostrado hasta qué punto todo el proyecto del
ABC
y la COPE, conmigo en medio, estaba cogido con alfileres o era, lisa y llanamente, un timo. El hecho fue que Nemesio Fernández-Cuesta compró el paquete de acciones de Juan Abelló en la COPE, que era algo así como el 2,5 por ciento, sin avisar previamente, por lealtad y cortesía, a don Bernardo, presidente del Consejo y representante del accionista archimayoritario. El cabreo del cura fue mayúsculo y la desolación de Luis Herrero, absoluta. Le había explicado cien veces a Nemesio que debía evitar a toda costa aparecer como un listillo más de los que, presentándose como amigos de la Iglesia y grandes gestores empresariales, sólo querían birlarles la propiedad a los obispos. Y en la primera ocasión que tenía de demostrar sus píos modales como nuevo accionista, zas, le atizaba una coz al clérigo jefe. Lo peor fue que cuando Luis le dijo que ese comportamiento era del todo contraproducente para ulteriores tratos con los obispos, la respuesta de Nemesio fue un despectivo «Ya lo arreglaremos» todo el proceso continuó como si no hubiera pasado nada. Lo que no tenía arreglo, evidentemente, era nuestra miopía sobre Nemesio. Y sobre Aznar.
El 9 de septiembre, apenas comenzado el curso radiofónico y político, Alemán fue relevado al frente de la dirección de ABC por José Antonio Zarzalejos, un hombre hecho en todos los escalones del Grupo Correo y que contaba con el nada despreciable aval de que su hermano —otro de los enviados de confianza de Aznar a tratar con ETA— fuera secretario general de la Presidencia del Gobierno. La primera entrevista como nuevo director se la hice yo en
La linterna
y en términos de simpatía peligrosamente cercanos al compadreo. Zarzalejos insistió varias veces en lo mucho que nos apreciaba a Luis Herrero y a mí desde que coincidimos en la
Hora cero
que dirigía Balbín en Antena 3 Radio. Y, por supuesto, en la colaboración que esperaba desarrollar desde Prensa Española con la COPE, en nuestra común identificación con un ideario liberal-conservador y una clara idea de España. El no va más de la cordialidad y el afecto.
Con esta entrevista, que muchos entendieron como el espaldarazo a Zarzalejos de quien podía disputarle el puesto, quedó aventada una de las serpientes del verano de 1999 más ofidiamente pertinaces: que yo debía ser el próximo director de
ABC
. Además de las hemerotecas de esos meses, en los libros que con ocasión del centenario del periódico se publicaron desde la casa se insiste repetidamente en que los dos nombres barajados para sustituir a Alemán fueron el de Zarzalejos y el mío. Como yo estaba más en el candelera y se me suponía mucho más cercano a Aznar, muchos me felicitaban antes de las vacaciones por lo que se supone es el no va más de la carrera periodística: dirigir el
ABC
cuando aún era «el
ABC
». Sin vanidad idiota pero sin falsa modestia, creo que si ésa era la alternativa, y no tengo por qué dudar de las fuentes de la propia casa, hubiera sido director del
ABC
de haber querido serlo. Hubiera bastado pedirlo en La Moncloa y a los Luca de Tena. Creo. Pero la verdad es que, para sorpresa de los míos, empezando por mi mujer, nunca me pasó por la cabeza aspirar al cargo. Las razones eran básicamente dos: empezaba a estar muy a gusto en
La linterna
, que, con la nueva hora dedicada a la economía que tenía en la cabeza, podía convertirse en la primera gran plataforma intelectual de los liberales españoles, y, además, no quería pasarme doce horas diarias en el periódico, como había visto hacer a Anson durante muchos años. Bueno, y a Pedro Jota, formado en la escuela ansonita de controlarlo todo. Y, en realidad, a casi todos los directores que he conocido, eternamente reunidos con no importa qué departamento comercial, editor regional, jefe de personal, publicistas, comité de empresa, firma anunciante agraviada o agraviado con firma. Si a eso le añadimos la infinidad de tribus del último cuarto de siglo de
ABC
, el panorama intelectual y personal no podía ser más desalentador. Vamos, que ni hablar.
Con esa tranquilidad de conciencia de no haber aspirado jamás al cargo que, para general sorpresa y particular indiferencia mía (había soluciones peores, pensaba), le habían concedido a Zarzalejos, y tras hacerle el impagable favor de presentarlo como «uno de los nuestros» en la COPE para esa mayoría de lectores de
ABC
que nos oye a diario, me incorporé de inmediato a la tarea para la que me habían contratado: escribir la columna, participar semanalmente en el Consejo Editorial y favorecer la óptima relación entre las dos empresas para las que, desde julio, trabajaba. Aunque debo señalar que la radio me pagaba dos o tres veces más que el periódico, quizá por la estúpida costumbre de no discutir contratos ni negociar sueldos cuando hay un bonito proyecto ideológico de por medio. Eso es lo que cualquiera en su sano juicio habría hecho al ser pretendido por el
ABC
como yo lo fui, después de la amarga experiencia vivida un año antes. Pero yo había restañado mi herida simbólica y estaba entusiasmado con la idea de que el
ABC
asumiera esa línea de derecha nítidamente liberal que marcaba
La linterna
y fuera incorporando a sus jóvenes o menos jóvenes pero siempre valiosos colaboradores.
Tras una primera sesión en la que yo estuve demasiado nervioso y radiofónico, las discusiones semanales en el Consejo Editorial, el tiempo que duraron, tenían tres partes: el debate propiamente dicho, el discreteo posterior y, a menudo, el almuerzo en
ABC
. En el Consejo se dibujaron de inmediato dos bandos: el tridente liberal de Recarte, Marco y yo, frente a la triada antiliberal y democristiana, aunque sería más correcto denominarla liquidacionista: DaríoValcárcel, Díaz-Ambrona (que defendía las mismas tesis que su amigo y subvencionado Tusell en
El País
) y, para gran sorpresa nuestra, Gabriel Cisneros, que pese a haber sido víctima del terrorismo etarra (o tal vez por eso) defendía que había que llevarse bien y no pelear demasiado a cara de perro con el PNV y mucho menos con Pujol. La sumisión al nacionalismo y la fraternidad con el PSOE eran la medida de la calidad democrática de la derecha española, es decir, lo mismo que decía Polanco. Así que la pelea del centrismo prisaico de Valcárcel y Ambrona con el refuerzo ocasional de Cisneros contra los liberales altivos, que habíamos sido llamados por la casa para diseñar su futuro, hacía que los consejos acabasen como el rosario de la aurora. El director y su segundo, González Besada jugaban a la distancia institucional en todo salvo el nacionalismo, en que hacían causa común con los liberales, pero sin excederse.
El ambiente del Consejo estaba tan enrarecido como una partida de póquer en Vuelta Abajo, y las relaciones personales tenían un calor aproximadamente siberiano, así que los acuerdos sobre la línea del periódico a propósito de cualquier cosa eran, simplemente, imposibles. Creo que nuestro error, propiciado por la empresa, fue creer que aquello era un mero trámite para ver quién aguantaba más o tiraba antes la toalla: los liberales o los antiliberales. El error tenía una explicación apabullante: al terminar el Consejo, a orillas de ricos vinos, refrescantes cocacolas, croquetas admirables y finísimo jamón ibérico, los antiliberales se marchaban a sus casas casi sin despedirse mientras los liberales nos quedábamos a comer opíparamente con el director, el presidente o ambos. El menú del almuerzo solía ofrecer tres platos: entremeses de hermandad aznarista, proyecto de solomillo empresarial y, de postre, helado de café al gusto monclovita, con surtido de dulces y catarata de almíbar de Zarzalejos hacia mi persona. El día en que el flamante director me definió delante de Luis Herrero como «el puntal ideológico del periódico», el «lisonjeo» se convirtió en objeto de burla a sus espaldas:
—Oye, lo de Zarzalejos contigo, ¿es verdadero amor o solamente sexo?
—Fede, ¿no habrás empezado a ir al gimnasio con Zarzalejos…?
—Dinos la verdad, Fede: cuando os quedáis solos ¿se controla o te asalta?
Porque más de una vez, al terminar la comida y a petición suya, yo me quedaba con Zarzalejos en su despacho para continuar la chachara, trazar líneas políticas, intercambiar referencias de libros, urdir algún plan radiofónico o rotativesco, en fin, colaborar en lo que parecía un proyecto común para la nueva derecha, liberal y tal y tal.
A mí empezaba a mosquearme tanta obsequiosidad. Primero, porque el elogio a la cara hace que me sienta incomodísimo. Segundo, porque no me parecía bueno para mi papel en el periódico. Y tercero, y fundamental, porque daba una imagen de excesiva identificación entre la COPE y el
ABC
, algo que en la radio se veía con desconfianza o abierta hostilidad. Ni don Bernardo había olvidado la compra a sus espaldas de las acciones de Abelló por parte de Nemesio, ni a García lo trataban mejor en la sección de Deportes, con lo cual la Sotana y el Chándal radicalizaron su oposición a la entrada de Prensa Española en la gestión de la COPE, afectando de paso a su relación con nosotros. Y menos mal que no se enteraron de una iniciativa de Nemesio que a Luis y a mí nos dejó patidifusos: invitarnos a comer los lunes en su despacho con un grupo de periodistas de muy distinto nivel, aptitud y responsabilidad pero que se suponía que tenían en común con nosotros la querencia gubernamental: Carlos Dávila, Isabel San Sebastián, Antxon Sarasqueta, Zarzalejos y Besada. Y el propio Nemesio presidiendo.