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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (44 page)

BOOK: De los amores negados
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Huyendo de aquello, Martín se refugió en las estrechas escaleras que conducían a la buhardilla, santuario sagrado de sus recuerdos; la puerta estaba abierta. Fiamma la había dejado así la tarde que había ido a cerrar su piso, huyendo del dolor que le había causado encontrar la caja de caracolas de Martín. Subió y despejó el acceso; las arañas habían tejido tules negros en todos los rincones. Se encontró abandonada en el suelo la vieja caja de madera que guardaba su amada colección. Una gruesa capa cenicienta la cubría. El cierre estaba levantado; recordaba perfectamente el último día que la había abierto; había sido para buscar la caracola que luego había hecho marcar con el poema para Estrella. Estaba convencido de haberla cerrado y guardado en el mueble junto al tragaluz. Nadie más que Fiamma había podido trasladarla hasta ahí. La recogió y al abrirla descubrió que la caja estaba inundada de agua y sus caracolas brillaban sumergidas en el líquido, aquello no tenía sentido. Metió la mano y rescató del fondo la
Spirata Inmaculata
con la que había acariciado el cuerpo de Fiamma la primea vez que habían hecho el amor. Resplandecía de belleza. Aquella novia del sur nunca había estado más bella. Probó aquella agua cristalila y le supo a mar; allí estaban guardadas todas las lágrimas que Fiamma había derramado el día de su partida. La caja contenía el dolor salado de su mujer, y ello había hecho brillar los nácares con una vitalidad esplendorosa, devolviéndoles la fresca lozanía del mar. Al abrir la caja se le abrieron en el alma de par en par los recuerdos. Recordó la primera conversación que había tenido con Fiamma aquella noche de lluvia y mar, cuando él, buscando un pretexto para acercársele, le había preguntado sin conocerla apenas a qué sabía la lluvia y ella le había contestado, después de saborearla, que a lágrimas; entonces, a él le había parecido muy triste aquella respuesta y le había corregido con ternura diciéndole que la lluvia también tenía sabor a mar. Ahora entendía que el mar estaba hecho de infinitas lágrimas... era un llanto azul, oleado y silencioso.

Martín Amador cerró la caja, abrazándola a su cuerpo. Llevaba un solo pensamiento. Lanzaría al mar lo único que le quedaba de Fiamma: sus lágrimas... Para que se mezclaran con las olas. Para que nunca e secaran. Para que partieran y volvieran entre espumas y mareas, para que fueran libres y acariciaran arenas. Para que en ellas nadaran ballenas y delfines. Para que bañaran rocas y proas de barco, niños y peces voladores. Para que humedecieran encuentros y despedidas, para que fueran la inspiración de poetas y pintores. Para que tocaran el sol en los crepúsculos. Para que reflejaran la luna y los cometas, para que arrullaran barcas y soledades. Para que azotaran de vida, acantilados... Para que se quedaran vivas para siempre.

De camino a la playa con su carga, Martín fue recogiendo todas las rosas negras que encontró en el camino; quería hacer un silencioso ritual de despedida.

Al llegar al mar, se sacó las sandalias y fue pisando la dorada arena teñida de atardecer. El crepúsculo había invadido de arrebolados rojos el infinito azul del cielo. El viento estaba quieto...

Volvía al lugar donde, treinta años atrás, había conocido a la que había sido su compañera de vida: Fiamma dei Fiori.

Allí estaba aparcada la vieja barca de pescadores. Todo parecía igual. El reloj sin agujas de la torre marcaba las horas infinitas del todo y de la nada. Martín se dejó volar, en aquel espacio sin tiempo que tiene la memoria de los recuerdos bellos, y volvió a paladear las cascadas de risas de su amada, las correrías de playas, sus menudos pies revolcados de arena... su agitado pecho desnudo esperando la embestida apasionada de su cuerpo... La fuerza suave... La violencia dulce... El amor entremezclando humedades... El amor...

Se acercó al mar, vestido de recuerdos, sosteniendo en sus manos la caja cubierta de pétalos negros; llena de lágrimas y caracolas. Las primeras olas le recibieron con caricias; siguió caminando hasta quedar inmerso en lágrimas saladas... Entonces, ofreció a las aguas el viejo cofre de madera. Una ola blanca vino, la arrebató de sus manos y se la llevó en su cresta. Martín se quedó con los ojos en la caja; durante algunos segundos la vio bailar, ir y venir, girar y revolcarse alegre, hasta cansarse y rendirse a los deseos del océano, dejándose beber, en un último acto de amor, hasta la última lágrima.

En aquel hermoso torbellino, sólo los pétalos negros quedaron sin ahogarse.

Había devuelto al mar lo que del mar era.

Se quedó así, envuelto en la tibieza de las aguas, sintiendo el mar. Miró al cielo, y en los rojos naranjas de las nubes adivinó un cuerpo de mujer alcanzando con su mano la azulada luna llena...

Empapado, con su camisa blanca y sus viejos vaqueros remangados, se sentó junto a la barca a sentirse por dentro... Estaba lleno de amor.

Cerró los ojos y durante horas permaneció besando silencios.

Un soplo de viento suave acarició sus mejillas regalándole las primeras gotas de lluvia. La sequía había terminado. Garmendia del Viento volvía a llorar lágrimas alegres.

Esta vez, el intenso olor de la lluvia, no llevaba perfume de humedades... Olía a azahares... Olía a Fiamma dei Fiori.

Con los ojos cerrados, Martín Amador se fue bebiendo a respiros lentos ese aroma. Temía que al abrirlos todo se perdiera. El perfume de azahares se había alborotado con la lluvia, inundando todo Garmendia de olor a novia joven. Cuando volvió a mirar, llovía a cántaros bajo cielo estrellado. Las estrellas fugaces chorreaban estelas plateadas, marcando con surcos de diamantes los negros velos de la noche... La marea empezaba a subir... La playa estaba casi sola...

Empezó a caminar, repasando con sus pies las espumadas orillas.

A pocos metros, sentada en la arena, una mujer descalza, vestida de lino blanco, escuchaba envuelta en lluvias el ir y venir de las olas; aspiraba feliz el fresco olor de naranjas recién exprimidas que el viento le traía. Con su rostro de cara al cielo se dejaba bañar por las estrellas... Sus rizos blancos, empapados de lluvia, goteaban lágrimas de nubes.

Martín Amador la reconoció. No podía ser más que ella. Estaba bella en su madurez serena. Una embriaguez de amor le inundó como nunca en la vida... Era un amor distinto... Una ternura infinita le sobrecogió el alma. No pudo hablarle... Las palabras se le habían ido todas en poemas... Se sentó a su lado y en silencio la fue respirando al ritmo de las olas... El viento les unía en un anillo perfumado. Volvieron mirarse con mirada de olas... En un ir y venir de ojos vividos y sufridos... En un silencio lleno, donde el amor y el perdón nadaban solos en un ballet perfecto de armonía. Donde el mañana era tarde, y el ayer temprano. Donde el presente les resplandecía.

Una ola, suave como un beso, les lamió los pies, dejando en su partida una vieja y oxidada llave, que hacía diez años navegaba perdida.

Agradecimientos

A joaquín, mi compañero de vida y caminos. A mi hija María, por bañar mis días de frescas alegrías. a mi hija ángela, por bendecir con sus lágrimas mi libro. A cili, por ñeerme a distancoa a cuentagotas y pedirme más páginas. A Patri, que me contagió el goce de leer. A Richard, que me abrió caminos sabios. A mis hermanos, por mantenernos unidos en la carcajadas y el llanto... y a Maika, por aguantar mis lecturas de los viernes.

Nerea, gracias por tus luces.

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