De los amores negados (36 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

BOOK: De los amores negados
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Llegaron al inmaculado hotel con las últimas luces del atardecer. Desde la ventana de su habitación los templos se levantaban majestuosos. Una mezcolanza de desnudos lejanos parecían cobrar vida con las doradas exhalaciones del sol. David y Fiamma querían correr a ver esa maravilla, pero decidieron esperar hasta el día siguiente, pues estaban exhaustos por el viaje. Esa noche Fiamma dei Fiori tuvo sensuales sueños en los que, convertida en apsara o mujer celestial y llevando el fuego divino del sol, era cortejada por la azulada luna que pretendía adormecerla con una cítara para robarle el centro de su energía. Volvió a soñarse que era de piedra pura y que, a lado y lado de su desnudo cuerpo, dos mujeres celestiales sostenían sus piernas, mientras ella, descansando sus brazos sobre los hombros de las ninfas, se dejaba amar por un misterioso dios. Al mismo tiempo que era amada, Fiamma se había desdoblado en su visión, y desde fuera se contemplaba a sí misma en aquel cuadro escultórico de amor; lo que veía parecía una perfecta mariposa hecha de cuerpos. Trató de descubrir quién le producía tanto placer soñado, y cuando lo descubrió se despertó muy triste. Martín se le había metido de nuevo en sus sueños convertido en dios. Se reprimió por no haberle disfrutado en el tiempo que le había tenido. Cuando ella se sentó en silencio a meditar, David Piedra todavía dormía. Las respiraciones profundas la centraron de nuevo en su presente. Antes del amanecer la serenidad le había vuelto al cuerpo. Decidió no comentar su sueño, y armada con su cámara se lanzó al gran descubrimiento.

Un guía les había llevado en coche hasta Khajuraho. Era un hindú perteneciente a la casta de los guerreros, que decía haber estudiado filología hispánica y conocer el idioma a la perfección; David y Fiamma le habían bautizado, sólo verlo, como «Gigi el amoroso», por su llamativo atuendo de gigoló de bufanda, pañuelito a juego, pendientes y bigote rajput; «Gigi» les puso al corriente de todo, a su manera; confundiendo erotismo con heroísmo, desnudo con peludo, diosa con gaseosa, músico con tísico, figura con finura, animal con nominal, musa con mesa y sexo con seso, fue describiéndoles cada templo; casi los mata de la risa con tan surrealista discurso, y aunque le rogaban que callara, él, que no se enteraba de nada, continuaba con su parrafada dislocada. Se dieron cuenta que ante cualquier interrupción provocada por alguna pregunta, el guía perdía el hilo de su prosa y volvía a empezar el mismo desternillante discurso. Llegó a repetirles la misma historia unas diez veces, hasta que lograron esconderse y perderlo de vista para siempre. A pesar del incidente del guía pudieron admirar con deleitosa calma todos y cada uno de los santuarios que increíblemente, sin arcos ni bóvedas, se aguantaban perfectamente empinados.

Estando en plena contemplación repararon en una mujer que les observaba lejana, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, en plena entrada de uno de los templos: el dedicado a Surya, el dios sol. Intrigados, se fueron acercando, comprobando que la mujer que parecía mirarles en realidad estaba abstraída en sí misma, con los ojos abiertos. A Fiamma, la imagen radiante de paz y serena alegría que irradiaba esa extraña mujer se le quedó grabada. Vestía de rojo y, aunque era una occidental, sus plácidos rasgos parecían orientalizados por los años. Debía rondar sobre los sesenta y aún conservaba algo de su juvenil belleza. Parecía hallarse lejos, pero sembrada en el ahora. En una imprudente foto, Fiamma inmortalizó el instante, comprobando que ni siquiera el clic de su cámara había perturbado su paz.

Después de permanecer algunos días en Khajuraho, y tal como habían previsto, David y Fiamma se separaron. Él se dirigiría a las cercanías de las canteras de Panna, donde tenía previsto encontrarse con algunos maestros que todavía estudiaban y trabajaban las esculturas jainíes, tomando como influencia el arte gupta. Esta travesía la había preparado desde Garmendia del Viento, donde había desenterrado antiguos conocidos indios que todavía se dedicaban a la piedra. Quería aprender a esculpir sensualidades, harto de tanta desolación cincelada en su pasado. Necesitaba para su próxima exposición un tema que sedujera, y había pensado que el erotismo era lo suficientemente fuerte para crear ese impacto. Empezaba a repetirse demasiado con sus solitudes femeninas. Incorporaría a su obra el componente masculino y la inundaría de erotismo velado.

Por su parte, Fiamma tenía planeado perderse en un
monasteri
que quedaba en los montes Vindhya, no muy lejos de los templos del amor. Desconocía lo que le esperaba en aquel lugar, pero confiaba en la sabiduría de quien se lo había recomendado: aquel amigo yogui que había visitado en el barrio indio de Garmendia antes de iniciar su viaje. Él le había asegurado que, si viajaba sin esperar nada, lo alcanzaría todo. Este hombre era un sabio que había vivido casi toda su vida en el país asiático, entre experiencias espirituales de toda índole; con la fuerza e ingenuidad de sus veintitrés años había ido a evangelizar, y le habían evangelizado; había llegado a salvar, y le habían salvado; había aterrizado convencido de estar en posesión de una verdad indivisible que debía promulgar, una verdad que hablaba del culto a la oración y al sacrificio, de una meditación basada en llenar la mente de nuevos pensamientos y santos propósitos, y allí había aprendido que la gran meditación era vaciar la mente en el silencio de la respiración. Había llegado a la conclusión de que en la India no necesitaban aprender a orar; no necesitaban de salvadores de almas, porque si algo sabían hacer sus habitantes era mantener el alma a salvo, con un tipo de oración que para una mente occidental sería una pérdida de tiempo incomprensible: la oración de la contemplación; la búsqueda de la nada interior a través del silencio. Había aprendido, después de muchos años, que el gran dios de la India era la negación; allí había entendido que el gran vacío era la felicidad más llena; ésa era la verdad más pura y sencilla, la esencia del misticismo oriental. Había acabado veladamente excomulgado, mezclando su pasado como sacerdote con las enseñanzas budistas, hinduistas y sijks y su experiencia personal, alcanzando una comunión perfecta con su interior; un estado de gracia y bienestar que Fiamma admiraba con sana envidia.

Provista de un pequeño maletín que contenía sólo lo indispensable para sobrevivir un mes, Fiamma inició su ascenso por el escarpado camino. Aunque el taxista había insistido en dejarla a la entrada del monasterio, ella había preferido caminar. Siempre le había fascinado sentir la naturaleza, y esa tenía mucho en común con la de su adorado país. Rodeada de palmeras y bosques de mangos fue caminando, respirando el cálido aire matinal que la envolvía. Nunca en su vida había escuchado cantar tantos pájaros juntos. A su paso se extendían cientos de rocas, que parecían pequeños recintos creados por la propia montaña para albergar caminantes cansados de la vida. El sonido del agua corriendo le llegó puro y fresco. Le habían hablado que esa zona era cuna de grandes ascetas. Allí habían alcanzado su iluminación cientos de hombres y mujeres de todo el mundo. A pesar de encontrarse sola en aquellos parajes, Fiamma se sentía segura. Aprovechó su soledad para meterse en el río y bañarse en sus cristalinas aguas, recordando aquellos lejanos domingos de excursiones en los cuales, con sus hermanas y padres, solía dar rienda suelta a la ilusión de chapotear ingenuidades en aguas vacacionales.

Llegó al austero lugar, que parecía abandonado, y dubitativamente se metió dentro. La entrada carecía de puerta y todo parecía estar en un orden y sencillez difíciles de entender. Siguió caminando, muda. Ese silencio le infundía un respeto que ella no se atrevía a violar ni tan siquiera con un saludo musitado; se dijo, para sus adentros, que no había prisa; ya notarían su presencia. Sus zapatos no hacían el menor ruido. De pronto, detrás de ella apareció un anciano envuelto en túnicas y nombrándola por su nombre le dio la bienvenida.

Después de tomar una humeante taza de té, en un silencio alto, Fiamma esperaba que el anciano le dijera lo que tenía que hacer, pero no lo hizo. En cambio se alejó, dejándola llena de dudas. No sabía qué hacer, pues esperaba seguir unas instrucciones, recibir algún manual con horarios; algo que le organizara sus días allí. Estuvo deambulando por el monasterio, una especie de montaña mágica de un rojo tierra, y se dio cuenta que no había nadie en el lugar. El anciano, tal como había llegado había desaparecido. Se encontró en la cocina un gran cuenco cerrado que contenía arroz, una tinaja llena de agua fresca y una cesta llena de mangos. Siguió investigando y halló, en la parte trasera de esa especie de santuario abandonado, un huerto con un platanero, sembrados de zanahoria, tomates y algunas lechugas y judías. Esperó impasible, y al ver que nada se movía, a la hora de la comida decidió que tenía hambre y que se prepararía algo. Cocinó en leña, pues no había electricidad, arroz y algunas verduras, y cuando estaba a punto de sentarse a comer descubrió que no había cubiertos; sería la primera vez, exceptuando su etapa de bebé, que comería con las manos. Pensó que lo que estaba viviendo era más duro de lo que se había imaginado, pero después se recriminó por juzgar el momento. Trató de mantenerse en lo que le había dicho su viejo amigo: no esperar nada para alcanzarlo todo.

Después de semanas de vivir en ese aislamiento ya había aprendido a crearse una rutina. Cada cinco días se encontraba alguna intrigante nota, que siempre aludía a algún sentido. La primera había ido acompañada de una caracola minúscula y decía: DEJA QUE TU OÍDO ESCUCHE. Durante varios días, sobre la mesa y con la misma nota, encontró distintos elementos de la naturaleza: hojas secas, piedras, pétalos de rosa, plumas; pájaros en libertad, grillos, sapitos... Fiamma los escuchó a todos.

De tanto afinar la escucha, el silencio le dolía en los oídos, y su vida desfilaba por su mente produciéndole inquietudes que no la dejaban dormir. Escuchar... ¿no era lo que había estado haciendo ella durante toda su vida? Su escucha había empezado con su madre, se había afinado con Martín y perfeccionado con sus pacientes. ¿Qué lección era la que trataban de enseñarle?
      

Entre los silencios, Fiamma fue desaprendiendo lentamente todo lo que sabía hasta regresar a la esencia de las necesidades básicas; estaba convencida que algo pasaría, pero ya no quería esperarlo.

Cada mañana iba directa a la mesa de madera y trataba de seguir el consejo sin desviarse. La siguiente nota decía: DEJA QUE TUS OJOS MIREN.

Dejó de contar los días que llevaba sin ver a nadie y empezó a degustar el placer de estar en esa solitud de montaña, con toda la naturaleza para ella. Salía de madrugada para no perderse el amanecer a la orilla del inmenso río, y a última hora de la tarde escalaba a lo más alto del monte para saborear la lenta desaparición del sol, que envuelto en tintados arreboles se perdía besando azulados perfiles de lejanas montañas. No se había llevado ni su cámara ni su diario ni ningún libro, pues una de las recomendaciones que más le había repetido su amigo era ir a ese lugar limpio de distracciones y ligero de equipaje. Así que en el hotel de Khajuraho había dejado su maleta con la mayoría de sus pertenencias.

Aprendió, a fuerza de no tener su cámara, a saborear los cielos más claros y las nubes más gordas y expresivas, no ya a través de la lente de su Nikon como acostumbraba a hacerlo, sino pasando las imágenes del cielo directamente a la retina de su alma.

Las noches eran un espectáculo lujurioso de estrellas apretadas, peleando por brillar y destacar en el negro manto de la noche, que Fiamma disfrutaba con un nuevo tipo de embeleso. Sin distractores, observar le producía un intenso placer. Había llevado su reloj de mano y, sin ninguna razón clara, un día sus agujas se habían desprendido de la esfera; así y todo había decidido conservarlo en su muñeca, para mantenerse en esa nueva realidad del tiempo relativo.

A pesar de que su soledad le jugaba malas pasadas, pues los recuerdos le tenían capturada el alma, a veces degustaba instantes de una vacuidad extraña, que todavía no entendía. Carecía de todas las comodidades, pero empezaba a sentirse insólitamente cómoda en esa existencia carencial de todo. Fue hilvanando los días como si fuese una libre prisionera, marcando el paso de cada tarde crepuscular con cruces que hacía sobre el tronco de un viejo roble donde solía sentarse a pensar. Todavía no había intentado meditar, ya que percibía que su organismo no estaba preparado para ello. En la montaña, los sueños le crecieron y se le convirtieron en su compañía y su obsesión. No paraba de soñar, un día con Martín, otro con su madre, otro con sus palomos muertos, otro con sus recuerdos de infancia, con sus hermanas dejadas, con sus pacientes, con David... Más que sueños, a veces eran pesadillas que la dejaban exhausta y sedienta. Aprendió a reconocer todos los ruidos nocturnos y a no asustarse con los búhos y con aquellos mandriles insomnes, que solían robarle plátanos de su improvisada alacena. Dormía en el suelo, en una simple esterilla que era lo mismo que nada.

Un día se había levantado llorando y no había parado de hacerlo durante tres días, sintiendo hasta el cansancio una lástima por ella misma que lavó del todo con sus lágrimas; después había quedado deshidratada pero ligera. Interiormente, presentía que se iba limpiando de su pasado, pero cuando pensaba en su futuro se cargaba de incertidumbres prefabricadas. Una tarde de reflexiones, bajo la sombra del añoso roble, cayó en la cuenta que estas incertidumbres, que tanto le preocupaban, podían dejar de ser valoradas como algo negativo si su mente las apreciaba como un devenir libre, así que decidió dejarlas en libertad de actuar sin juicios.

Aprendió a lavar sus ropas y penas en el río, y aprovechar el sol para secarlas y alegrarlas mientras con los brazos abiertos jugaba a tocar las nubes. Se entretenía con las mariposas y las hormigas. Perdió la noción del tiempo, y sin darse cuenta entró en tal ayuno voluntario de agua que los pantalones le caían y fue necesaria una rafia para sostenerlos en su sitio. Se sentía verdaderamente livianita en peso corporal, Pero no le preocupaba, es más, le encantaba. Lo único que parecía pedirle el cuerpo eran litros y litros de agua; como si el alma necesitara Purificarse. Se metía en el manantial y bebía hasta saciarse. Nunca en su vida había degustado tanto un trago de agua. Aprendió a saborearla con su garganta sedienta. Le parecía el elixir más preciado, desbancando a sus amadas margaritas tantas veces bebidas los jueves en El jardín de los desquicios. Una madrugada de pesadilla había necesitado saciar su sed y el preciado líquido había desaparecido. En su lugar había encontrado una frase: DEJA QUE TU PALADAR SABOREE. Horas más tarde, la tinaja volvía a estar otra vez rebosante, y en el frutero los mangos explotaban de dulzura. Pasaron muchísimos días, en los que Fiamma se desgastaba en felicidades efímeras y largas penas; todo se le había revuelto en la soledad de ese extraño monte. Sólo la acompañaban las frases y sus sentires, cada vez más a flor de piel.

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