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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (34 page)

BOOK: De los amores negados
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Las semanas habían ido transcurriendo para Martín Amador y Estrella Blanco en un ambiente verde, de colinas suaves y cipreses. Después del sonado incidente en la Capella Sixtina, donde se habían visto obligados a pernoctar toda una noche acabando en la comisaría, entre los furiosos
carabinieri
que insistían en que la pareja quería destrozar las valiosas obras del Vaticano, mientras el cónsul de su país se desgañifaba por explicar que todo había sido producto de la inconsciencia del amor, la pareja había prometido no volver a meterse en líos. Agradecieron las gentiles gestiones diplomáticas de don Plegario de la Cruz Caballero, amigo íntimo de la familia de Estrella, invitándole a una gran cena en el restaurante del último piso del hotel Hassler, donde se alojaban.

Su paso por Roma había devuelto a Martín la ilusión. Se había contagiado del romanticismo que emanaba de todos los rincones. Había aprovechado para enseñarle a Estrella lugares entrañables. La había llevado a aquella pequeña fuente desbordante de musgo fresco, verdadero monumento al triunfo de la humedad sobre la aridez de la piedra, que en sus recreos de seminarista se había cansado de contemplar y fotografiar. Allí la había bautizado «como suya», ungiendo su frente con heladas gotas que brotaban de los verdes líquenes. La había conducido por callejuelas de pendientes difíciles y fachadas desteñidas, cubiertas de ropas empapadas que los trasteverinos extendían con descaro, aireando a los ojos del visitante desde sus manteles hasta sus más íntimas prendas; calzoncillos, bragas y sujetadores se alzaban como banderas gloriosas, impregnando el barrio de humedades olorosas a detergente. La paseó por entre los verdes florecidos, que escapaban de repente de los patios de las casas en cascadas de flores azules, invadiendo de naturaleza los viejos adoquines desgastados de pisadas. La había llevado a la Piazza de Santa María in Trastevere para que escuchara las campanas nocturnas; allí le había explicado el lenguaje de los bronces; le había enseñado a distinguir los diferentes tipos de campanas: las graves, marcando las horas, y las agudas, marcando los cuartos. Estrella aprendió a reconocer los tañidos de celebración y los de duelo. Satisficieron sus ganas de rissoto de fruti di mare y Chianti bajo los emparrados, mientras un músico de mesas, acompañado por su acordeón, interpretaba con su voz rota... «Al dilá dil limite del mondo, di sei tu...», que un Martín enamorado había dedicado hacía tiempo a Fiamma y ahora dedicaba a Estrella.

Después de un largo mes romano, de caminarse monumentos, plazas y museos; de vivirse a fondo las tiendas de arte de la Via Marguta; de fascinarse con la Via dei Coronari y sus impresionantes palacetes en ocre y tonos ahumados; de apertrecharse de angelitos en sus increíbles tiendas de anticuarios; de asegurar su regreso y sus deseos cumplidos lanzando de espaldas, como aconseja la tradición, dos monedas a la Fontana di Trevi, Martín y Estrella partieron en coche rumbo a la Toscana a encontrarse de lleno con el Renacimiento, olvidando entre los ondulados paisajes que un día tendrían que regresar y enfrentarse a la convivencia diaria del trabajo y la rutina.

Martín evitaba pensar en su futuro. El presente le tenía eufórico y por nada quería perderse ese estado. Con Estrella todo iba como había soñado. Recordaba cada vez menos a su ex mujer, y su oficio de periodista se iba perdiendo en la desmemoria. Volver a trabajar en ello no le hacía la más mínima ilusión. Ni siquiera se planteaba el regreso. Si hubiera podido se habría quedado viviendo para siempre bajo la luz toscana. Estaba convencido que esa región había sido bendecida por los dioses; allí el tiempo transcurría de otra manera; todos sus habitantes vivían obedeciendo aquella expresión acuñada en el Renacimiento... Festina Tarde, apresúrate despacio.

Se habían instalado en Firenze; habían cambiado de ser los típicos turistas alojados en hotel a vivir como florentinos; consiguieron un bello apartamento en la Via Lungarno di Acciauoli, que daba justo enfrente del Arno. Desde sus grandes ventanales tenían la vista más sosegada y bella del río; allí, los amarillos y verdosos reflejos de las ventanas jugaban entre nados de patos a robarse las últimas luces del atardecer que danzaban sinuosas sobre el agua. En las mañanas, las aceitunadas colinas se abrían entre brumas, enseñando serenas sus ondulantes contornos; al lado izquierdo, el Ponte Vecchio les regalaba su atiborre de mini casitas de orfebres, repletas como siempre de desaforados turistas. En ese lugar permanecieron cuarenta y cinco días; planificaban sus horas para no perderse nada; hicieron clases de culinaria Toscana, la auténtica
cucina povera,
y se volvieron adictos al pan con aceite de oliva, trocitos de tomate y albahaca. Aprendieron el arte de las hierbas y de los perfumes. Estrella siguió engrosando su ya voluminosa colección viajera de ángeles. Llegó a suplicarle a una vendedora de frutas, que tenía colocado un
Ángel
de cartón piedra sobre sus naranjas, que le vendiera il puttino. Ese enfermizo desafore de acumular ángeles empezaba a molestar a Martín, que siempre había sido un hombre austero y poco gastador. Había notado en ella una necesidad insaciable de compra. Se habían visto obligados a adquirir dos maletas, pues las que habían llevado estaban a reventar de las últimas creaciones italianas exhibidas en la Via Condotti de Roma. De seguir así, pensó Martín, cuando finalizaran el viaje tendrían que fletar un avión sólo para ellos. Estrella, que notaba su disgusto, se lo camelaba con besos y pucheros de niña malcriada, saliéndose siempre con la suya.

Entre clases y compras tuvieron tiempo de continuar haciendo su «ruta de ángeles». A Martín, que lo de clasificar le encantaba, le dio por repartir la búsqueda entre Anunciaciones, Adoraciones, Visitaciones. Ascensiones y acompañamientos varios. Se concentraron en buscar en la Gallería de los Uffizi todas las Anunciaciones pintadas en el Quattrocento; se dieron gusto admirando la bella anunciación de Leonardo da Vinci con el
Ángel
de perfiles inequívocamente salidos de sus gloriosas manos; la de Botticelli, cuya delicadeza enturbió los ojos de Estrella; la de Lorenzo de Credi, Melozzo de Forlí, Alesso Baldovinetti; tantas que durante una semana prácticamente no salieron de la galería. Buscaron los famosos
Ángel
es de Rosso Fiorentino, los de Tintoretto, Veronese y Luca Giordano. Martín pudo, in situ, ilustrar a Estrella en el arte de las alas, aprendido por él mismo en su soledad de seminarista perdido. Le enseñó a saber ver la diferencia que existía entre las alas de los arcángeles y las de los
Ángel
es, partiendo de dos cuadros de Francesco Botticini, Tobías y los tres arcángeles y La adoración del niño. Estrella le seguía como colegiala deslumbrada. Nunca se le hubiera ocurrido que los ángeles dieran para tantas historias. Alucinaba de alegría ante cualquier curiosidad que Martín le revelaba. No entendía cómo él podía pasarse el día disparando fotos, interesándose en cosas tan raras; como apenas le iba conociendo, ignoraba muchos de sus pasatiempos. Él se mostraba vivaracho y seductor; se le habían desempolvado sus dotes de charlador intelectual y observador nato, dormidas durante mucho tiempo. El ojo de su cámara casi termina volando de tantas alas que llegó a contener dentro.

Una vez que Martín y Estrella colmaron sus ganas de volar a través de los
Ángel
es vistos, les costó hacer sus maletas y continuar con el viaje; no por la cantidad de compra acumulada, que era mucha, sino Por la tristeza de tener que abandonar la ciudad de la flor de lis, pues se habían hecho amigos de «los Fagioli», una rara y divertida familia que cargaba con ese apodo por la desmesurada afición que tenía a tomar
zuppa di fagioli
hirviente incluso en pleno agosto. El
padrone
del clan era una verdadera
mamma
italiana. Les había cogido cariño cuando ellos asistían a sus clases de culinaria, y había terminado invitándolos a cenar cada noche a mesa pelada, empezando su ritual con tacos de mortadela, pan, aceite y Chianti, y acabando siempre con vino santo y carquiñoles. Después de una escandalosa despedida, en la que todos los vecinos se enteraron de su partida, Martín y Estrella prometieron regresar.

Visitaron amuralladas ciudades medievales; pasaron por la magnífica Siena; bordearon viñedos, acariciaron el paisaje de cipreses y colinas; se detuvieron en Montepulciano, pueblo del cual huyeron despavoridos al descubrir que el cuerpo incorrupto de un santo italiano que se encontraba en el altar mayor de la Catedral de Santa María había abierto los ojos mientras ellos le contemplaban con morbosidad escolar.

Bebieron todo el vino que quisieron en la región del Chianti. Fotografiaron hasta la saciedad el perfil de San Gimignano, esa especie de Nueva York medieval con sus catorce torres que todavía continúan erguidas desafiando el paso de los siglos.

Hicieron excursiones a Lucca y Pisa, y en las Termas de Montecatini descansaron de tantas caminatas abandonándose al
dolce far niente
. Se pasearon Arezzo donde, admirando los
Ángel
es del techo del gran salón de la casa Vasari, Estrella estuvo a punto de desmayarse al reconocer su mismo techo en tierras tan lejanas... Todos sus días eran una sucesión de sincronicidades y empatías que se daban, sobre todo, porque Martín era un gran guía, y ella una aprendiz ávida de conocimientos. Se hallaban en estado de euforia permanente; en aquella fascinante positura de «encantador y encantada» que les impulsaba a vivir aventuras que trasgredieran normas; las que en su juventud no se habían atrevido a romper. En definitiva, tenían ganas de divertirse y ser felices. Por eso, Estrella secundó a Martín en la idea que traía consigo desde Garmendia. Le había hablado de llevarla al seminario donde había hecho votos de silencio en su juventud. Valiéndose de influencias, había conseguido una carta dirigida al prior del seminario franciscano de Asís, escrita y firmada por el prelado de la Arquidiócesis de Garmendia del Viento, Monseñor Iluminio María Resucitado Singracia, amigo íntimo de Martín en su efímera época clerical; en ella, el obispo solicitaba comedidamente para su amigo le permitieran hospedarse, sólo por una noche, en la celda en la cual había hecho sus votos de castidad y silencio hacía treinta años. La carta llevaba la rúbrica diocesana.

Durante años, Martín había acariciado la idea de volver a esas frías paredes, pero en otra situación. Ahora que se encontraba en total plenitud y su mundo espiritual se había diversificado, quería experimentar, aunque sólo fuera por una noche, ese encierro. Desde que había marchado, nunca más había vuelto a aquel lugar que de manera extraña todavía le atraía. Sabía que era una locura, pero necesitaba satisfacer su fantasía.

Buscando el dichoso convento, Martín y Estrella terminaron perdidos entre las estrechas y escarpadas carreteras; les anocheció buscando en vano algún letrero que les guiara. Por fin, a medianoche y envueltos en una espesa niebla, coronaron la cima de la montaña, donde emergía el sombrío convento franciscano.

Aparcaron lejos de la puerta, entre los cipreses que rodeaban la gran construcción de piedra. Allí se quedó escondida Estrella, mientras Martín se dirigía a la entrada con la carta; golpeó en la vieja puerta de madera, y al ver que nadie respondía decidió hacer sonar la enmohecida campana de cobre que colgaba a la entrada. Los recuerdos le invadieron; volvió a sentir aquella reticencia interna a convertirse en sacerdote, que peleaba con las promesas dadas a su padre de llegar a ser obispo. Los días pasados entre esos muros habían sido una dura prueba a su condición humana. Mientras se perdía en pensamientos, la pequeña ventanilla central se entreabrió y de ella asomó un sorprendido fraile, que no entendía quién podía ser a esas horas. Sin hablar, pues en el convento se vivía en perenne voto de silencio, el sacerdote recibió la carta que Martín le entregaba, y al ver en el sobre el escudo de una Arquidiócesis, abrió la pesada puerta que protestó con un chirrido al paso de Martín. Después de llevar la misiva a su superior, el portero regresó con ademanes amables, envuelto en capa y capucha marrón, y condujo a Martín por entre patios, escaleras y recovecos hasta la vieja celda. Una vez allí, Martín despachó con una sonrisa al silencioso fraile y se quedó de pie frente a su pasado. Cerró la puerta y descubrió la vieja sotana. Sobre la espartana mesa de noche el mismo candelera de madera aguantaba la vela, y en el camastro de colchón parco le aguardaban dos sábanas blancas, pulcramente limpias, una rancia pastilla de jabón, una toalla y su gruesa manta de lana virgen. Todo seguía idéntico; parecía que el tiempo no hubiese pasado. Aquel olor ácido a herrumbre y moho de paredes empedradas y el perdido aroma de hábitos colgados le revolvió sus penitencias vividas. Repasó con su mano el cordón franciscano que colgaba del cabezal de la cama, tal como él lo había dejado cuando había partido, y el viejo reclinatorio donde sus rodillas habían aguantado noches enteras de dolores y rezos. Se puso manos a la obra. Arregló la habitación, cogió la sotana y empezó a buscar la salida. Necesitaba introducir en el convento a Estrella sin que nadie la viera. Se dio cuenta que por donde había entrado no podría ser, pues el portero estaba alerta. Entonces recordó aquella pequeña puerta lateral por la que tantas veces se había escapado, y se dirigió hasta allí atravesando de puntillas y a oscuras los corredores dormidos que daban a todas las celdas de los monjes más veteranos. Alcanzó el exterior, deleitándose en lo que le estaba ocurriendo: la dificultad y el temor a ser descubierto le habían alborotado la libido. Llegó hasta Estrella y la hizo vestir con la sotana, algo que a ella le fascinó; escondió su rubio cabello en la capucha y corriendo entre arbustos alcanzaron la entrada. Poco a poco, y sin casi apoyar los pies, se deslizaron por el pasillo cogidos de la mano, como adolescentes furtivos, volviendo a vivir aquel temor de sus primeras citas. Pasaron por delante de puertas por las que se filtraban, ahogados, latigazos y lamentos de un monje que seguramente en esos momentos se estaba impartiendo su dosis de flagelación nocturna, letanías en susurros de otro,
oras pro nobis
interminables, gemidos de deseos impostergables sofocados en solitudes de mano, entonados y susurrados cánticos, ronquidos apneicos, monólogos gritados por algún dormido cura harto de tanto silencio diurno... Después de haber pasado a través de tan variopinta misticismo sonámbulo, Martín y Estrella se metieron ansiosos en su celda. Ajenos a ellos, unos ojos perdidos en la oscuridad habían seguido todos sus movimientos.

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