De los amores negados (30 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

BOOK: De los amores negados
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Aquella noche fatídica, Martín había abandonado el restaurante sin modular palabra; a pesar de la violenta nevada, había partido entre los espesos copos negrunos, evitando ver con sus ojos un dolor que ahora consideraba ajeno: el dolor de su mujer. Al ver la caracola escrita sobre su plato se había quedado sin argumentos de defensa. Había enmudecido de vergüenza. Su complejo de culpa le había hecho esquivar la mirada de Fiamma. Había evitado que las lágrimas de ella mojaran de cobardía final su escapada. Fiamma había interpretado esa rápida partida de su marido como una urgencia vital de caer definitivamente en brazos de su amada. Se había quedado lela, petrificada mirando hacia la puerta, con los ojos idos durante horas, hasta que un camarero se había apiadado de su estado y la había ayudado a levantarse, acompañándola al final hasta la Calle de las Almas.

Una noche, pasados algunos días, Fiamma se encontró sobre la cama una escueta nota de Martín, donde le comunicaba que esa tarde había estado en el piso y se había llevado, en una de las maletas, algo de ropa; así mismo le decía que pronto la llamaría un abogado para empezar los trámites legales de la separación, puntualizando que, de bienes materiales, él no quería nada de nada. Esa fue la última vez que supo de él por él mismo. Nunca más volvió a hablar con su marido, ni por carta, ni por teléfono, ni personalmente. Fiamma nunca sospechó que lo que a Martín más le apartaba era la vergüenza que sentía de saber que ella conocía más que nadie, incluso más que él mismo, los pormenores de su relación con Estrella; se había enterado después, por su amante, cómo había ido a parar la caracola a manos de su mujer. Supo que Estrella era paciente de Fiamma desde hacía casi un año y que, desde el comienzo, había estado al tanto de toda su historia clandestina. Conocía desde sus primeros encuentros con Estrella en la capilla de Los
Ángel
es Custodios, pasando por las eróticas noches en la terraza de los
Ángel
es, hasta las numerosas madrugadas y fines de semana que habían dormido juntos. Se había quedado totalmente desnudo; sin dignidad para volver a mirar a los ojos de Fiamma, a quien consideraba merecedora del más grande respeto. El estado posterior a su separación había dejado en Martín una sensación de vacío paupérrimo que le hacía sentirse, más que nunca, mezquino y poca cosa; un ser despreciable.

Ese malestar le impedía vivir a plenitud su nuevo estado de alegría y disfrutar de lo que hacía. En el ático de Estrella se encontraba extraño; le hacían falta sus objetos más queridos, pues sentía que nada de lo que había en aquel sitio estaba vivido por él; a pesar de la calidez celestial de unas paredes cuajadas de frescos renacentistas y de las impresionantes y angelicales esculturas que proliferaban en la casa, su desangelamiento interior era profundo. No dejaba de pensar cómo se estaría sintiendo Fiamma después de lo ocurrido. Interiormente, hubiese preferido que la ruptura se produjera de otra manera y no por el desenmascaramiento de su infidelidad, pero no había podido elegir. Las circunstancias le habían puesto contra la pared, y él se había dejado llevar por la corriente de los hechos consumados hasta la Calle de las Angustias. Ahora que había logrado lo que tanto había anhelado, no estaba seguro de saber si era eso lo que en verdad quería. Pensaba que tal vez se había precipitado al irse a vivir inmediatamente con Estrella, quien se deshacía en mimos y querenduras con él. Por una parte, se sentía lleno de amor por ella pero, por otra, se sentía vacío. Era como si tuviera un agujero invisible por donde se le escapaba todo lo que recibía de Estrella. Como nunca había vivido ese estado de «cambio de pareja súbito», empezó a darle tiempo al tiempo, para que fuera él quien le devolviera el sosiego a su alma. Estando en esa espera, recibió el desgraciado comunicado de la presidencia del diario informándole de su fulminante despido como director adjunto de La Verdad. Aducían que su equívoco imperdonable había puesto en tela de juicio la integridad de esa institución. Le daban a elegir entre una renuncia voluntaria, con la consecuente repercusión económica que ello tendría, o el despido con una suculenta indemnización. El mazazo que recibió Martín fue tan fuerte que optó por acogerse al despido. Creía injusta la reacción del diario; él había cumplido a rajatabla la filosofía de La Verdad: «Por encima de todo, la verdad.» Si ellos creían que eso era un delito, allá ellos; por otro lado, le convenía que le destituyeran por la cuantiosa remuneración que recibiría, pues aunque vivía holgadamente, ahora que venía su separación necesitaba todo ese dinero para sobrevivir. Su vida empezaba a dar un vuelco total. Estrella, por su parte, le dio la vuelta al despido de Martín, convirtiendo ante los ojos de él esa desgracia en una oportunidad; le ilusionó con la idea de tomarse un tiempo sabático que podrían emplear en viajar. Ella siempre había querido ir a Italia y ver con sus propios ojos el desbordamiento lujurioso del barroco. La magnificencia de sus iglesias, fuentes, plazas y museos. El orden y la serenidad renacentista Toscana. Se soñaba paseando por entre cipreses y paisajes ondulados, adentrándose en sus palacetes y en su historia. Desde que había empezado su afición por los ángeles, tenía ese viaje pendiente. Era un buen momento para irse; pronto llegaría la primavera a Europa. A Martín la idea le encantó. Conocía a la perfección la Toscana, pues en sus tiempos de seminarista había vivido algunos meses en la sede franciscana de Asís. Sabía de una ruta que nadie había hecho, porque él se la había ido inventando en sus fines de semana solitarios, bautizándola como «La ruta de los
Ángel
es». Hacía muchos años que no la hacía. La última vez había sido con Fiamma, y se lo habían pasado de maravilla. Seguro que a Estrella le fascinaría, pensó ilusionado. Decidieron que viajarían en pocas semanas, coincidiendo con la Semana Santa.

Los preparativos del viaje distrajeron del todo el malestar de Martín, quien poco a poco se fue acostumbrando a su nueva vivienda. No se volvió a dejar ver, ni por los círculos periodísticos, ni por los amiguísticos; prefirió que fuese Fiamma quien se quedase con sus amigos comunes, para no ponerles a ellos en el penoso trance de tener que decidir por uno de los dos. Sólo se quedó con un punto de contacto: Antonio. Era él quien, en secreto y después de sonsacarle información a su mujer Alberta, le llevaba noticias frescas de Fiamma, filtrándole su estados de ánimo y su diario vivir. Se tranquilizó de saber que su ex mujer continuaba con la misma rutina de sus días y que, en términos generales, se encontraba bien. Nunca sospechó que la llegara a echar de menos.

Cuando ese atardecer de finales de marzo el avión de Alitalia levantó su vuelo, Martín se liberó por fin de sus angustias; en tierra habían quedado sus enmarañados complejos de culpa, su pasado cercano, su pasado lejano, su profesión fallida, su piso, sus escritos, su terraza, sus atardeceres, su hamaca, su mar, sus caracolas, sus fotos, sus recuerdos... y Fiamma; todo aquello que le había ido atormentando sin descanso en los últimos días se fue esfumando entre el paisaje etéreo de las nubes y el horizonte nuevo que le aguardaba. Para Martín, este viaje no era sólo un tour por Italia: era la ruptura total con su vida pasada. Se había liberado, o lo habían liberado, de todas sus antiguas ataduras. Empezaba una vida nueva junto a la mujer que amaba. Su corazón comenzaba a expandirse frente a la aventura que se le dibujaba esplendorosa. Observaba por la ventanilla del avión un jugoso atardecer, nunca visto. A sus pies estaba un sol ardiente, que separaba con una delgada línea roja el cielo de la tierra. La luz arriba y la sombra abajo. Era la primera vez que contemplaba un atardecer claramente divisorio. Pensó en lo bello que sería poder presenciar desde el espacio, entre órbitas planetarias, el ciclo entero de un día terrestre. Observando el cielo, no pudo evitar pensar en Fiamma y en su álbum de nubes. En ese mismo instante Estrella le redimió de su recuerdo, recostando la cabeza sobre su pecho. Estaba radiante de alegría. Nunca en toda su vida había sido más feliz. Iba a despertar un sueño que llevaba durmiendo en su corazón desde hacía algunos años, y lo iba a hacer con Martín. Atrás quedaban las mentiras y aquel atormentado
Ángel
. Ahora que nada quedaba oculto, que todo estaba nítido, sus inseguridades habían desaparecido. Creía que ese viaje les ayudaría a los dos a liberarse del fantasma que planeaba constantemente sobre ellos desde que vivían juntos. Aunque en verdad muchas veces le habían hecho falta sus visitas a Fiamma, ya que durante meses había sido su amiga confidente, sólo pensar en su sicóloga, ahora ex mujer de su... no sabía cómo llamarlo... la hacía sentir fatal con ella misma. Ella, que siempre había querido agradar a los demás, le había hecho daño a la mujer que más le había dado en los últimos meses. Intentaba por todos los medios que esta rumiadera constante de sentires no se le notara cuando estaba con Martín, pues ambos, de alguna manera, abrigaban sentimientos profundos hacia Fiamma.

Estrella, que tenía total autonomía en su trabajo, ya que lo hacía por puro placer, decidió tomarse unos meses de licencia, dejando
Amor sin límites
a cargo de su ayudante incondicional, Esperanza Gallardo. Económicamente, vivía de los bienes heredados de sus padres, quienes habían amasado una suculenta fortuna proveniente de la venta de una poderosa empresa textil. Después de su trágica muerte, ocurrida en accidente de tráfico, ella como hija única había pasado a ser heredera universal de un opíparo patrimonio, repartido en acciones de sólidas compañías: desde jaboneras y papeleras hasta entidades bancadas. Esa opulencia material no había podido llenar su hambre espiritual. Mientras su nevera y armarios se iban atiborrando, su alma se iba quedando cada vez más vacía. Por eso un día, viendo la televisión acompañada por su soledad de divorciada, había decidido montar aquella ONG, de la cual se había ido nutriendo los últimos años, cuando su soledad supuraba tristeza en carne viva. Aprendió a distraer sus dolores internos con acciones externas, viajando a zonas diezmadas por guerras, injusticias y hambrunas; sintiéndose salvadora en tierras ajenas, mientras se convertía en víctima en su propia tierra. Víctima de todos sus teneres; convertida, para su desgracia, por arte de herencia, en «quien tenía»... sin haber buscado nunca dentro de sí, el «quién era».

Ahora que estaba enamorada todo había cambiado para ella. Sus bienes serían los instrumentos que le ayudarían a completar su dicha; ayudarían a que su relación triunfara.

El día que se enteró de la perversa jugada que el diario había hecho a Martín, corrió a ofrecerle dinero, influencias y abogados, todo lo que él necesitara para recuperar lo que había perdido, o para que por lo menos no le importara, pero Martín, en su dignidad de hombre, no había querido aceptar su eventual ayuda económica, salvo en lo referente al viaje, ya que odiaba mezclar estos delicados temas con el amor.

Fue Estrella quien se encargó de planificarlo todo mientras Martín cerraba sus temas profesionales. No escatimó ni un peso en encontrar los mejores hoteles, reservando las suites más románticas en ciudades y pueblecitos elegidos por los dos con una ilusión desmesurada, propia de recién casados a punto de realizar su luna de miel. Por primera vez, Estrella haría uso de su dinero en beneficio propio. Necesitaba que Martín recordara ese viaje como el más bello que hubiese realizado nunca.

Les despertó la voz de la azafata y el olor humeante del desayuno aéreo, que por el cambio de horario no les apetecía tomar. Estaban a punto de llegar. Habían dormido toda la noche de un tirón. Se restregaron las caras con las toallitas calientes que les habían entregado y lanzaron sus soñolientos ojos al paisaje exterior. Era una mañana soleada y risueña. Sin hablarse, sus miradas se regocijaron de promesas.

Tenían el alma rebosada de expectativas. Aterrizaron en Fiumicino, en el Leonardo da Vinci, donde les esperaba un coche que les llevó, sorteando un caótico tráfico, hasta el hotel.

Las siete colinas se silueteaban perfectas desde la ventana de la habitación. Se habían alojado en un hotel de la Piazza Trinitá dei Monti que se vanagloriaba de tener las más bellas vistas de Roma.

Después de tomarse una ducha y festejar su llegada haciéndose el amor con desaforada hambre libertina, salieron a beberse la Ciudad Eterna, que se les entregaba a sus pies. Estrella enloqueció de gozo al descubrir, desde lo alto de la gran escalinata de piedra, decenas de azoteas que, como su terraza, estaban invadidas de madreselvas y ángeles. Las gradas por las que descendían abrazados rebozaban de músicos callejeros, flores y estudiantes tomando el sol. Para Martín, volver a respirar esa Roma caótica en plena primavera era renacer. La primera vez que había bajado por esas escaleras iba vestido de sotana, y sus ilusiones distaban mucho de ser las que ahora le acompañaban; su caribeña juventud se había deslumbrado con tanta exuberancia barroca, historia y mitos plasmados. En aquel entonces había pensado que la Roma que estaba viendo era una ciudad distinta a la que había imaginado. Era como si un coleccionista endiablado hubiera decidido, en su locura, enmarañarlo todo; fundir pasión, memoria, olvido y cinismo con obeliscos, estatuas, recovecos, catacumbas, piedras, fuentes y muros, arrojándolos luego, sin ningún pudor, a las verdes colinas; creando el desbarajuste más elegante y bello jamás visto. Todo seguía igual, pensó. Los italianos se seguían gritando entre ellos y los cafés seguían albergando los cientos de turistas de todos los colores que confundían sus idiomas en babeles con sabor a capuchino y expresso. Roma les recibía con su más íntima y loca magnificencia.

Al llegar abajo se sentaron en la Fontana della Barcaccia a presenciar, durante largo rato, una ceremonia esplendorosa: las famosas escalinatas de la Trinitá dei Monti, por donde acababan de descender, empezaban a vestirse de azaleas florecidas, tapizándose de colores hasta teñir la piedra con vaporosos pétalos. La ciudad se preparaba para celebrar la fiesta de la primavera. Hasta en ello se sentían gratificados. Roma les acogía con flores, pensaron los dos sin decírselo.

Ahora tenían todo el tiempo del mundo y podían caminar libres, sin tener que esquivar ninguna mirada ni comentario lenguaraz. Martín empezó a experimentar por fin lo que era la libertad sin desazones. De tanto que se había escondido todavía le quedaba algún despistado miedo, que rápidamente se sacaba de encima cuando constataba que ya no tenía nada que temer, pues todos los obstáculos habían sido superados; llegó a alegrarse hasta de su despido, reflexionando contento el «no hay mal que por bien no venga». Estaba convencido que todo lo que le estaba pasando hacía parte de su futuro por construir. Nunca, en sus veinticinco años que llevaba trabajando, había hecho un parón como éste. Durante cada año no había dejado de viajar, aprovechado sus vacaciones que hacía coincidir con las que se tomaba Fiamma; pero vivir así, pendiendo en la incertidumbre, teniendo claro que nada le aguardaba, era una sensación nueva que dotaba de un gusto diferente el placer de viajar.

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