De los amores negados (13 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

BOOK: De los amores negados
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A la mañana siguiente les despertaron unos estruendos energúmenos que amenazaban con partir en dos el bungalow. Una tempestad feroz con vientos huracanados acababa de levantar el pánico en la pequeña isla de Bura. A Fiamma se le alborotaron todos los miedos infantiles, con el agravante de no poder acercarse a Martín por la pelea del día anterior. Temblando, se enroscó como un ovillo y se puso la almohada en la cabeza para no escuchar ni ver lo que se aproximaba; Martín se apiadó de ella y terminó abrazándola y tranquilizándola. Se vistieron y arreglaron como pudieron. La luz se había ido en toda la isla. Habían quedado incomunicados. A pesar de las procesiones y rezos, era posible que el famoso huracán Chiquita finalmente hubiera decidido pasar por allí. No podían hacer nada salvo esperar. Decidieron quedarse dentro; si salían, corrían el riesgo de ser arrastrados por los aires para después terminar ahogados en cualquiera de las gigantescas olas que amenazaba con llevarse la isla entera. Desde la ventana observaban incrédulos la loca danza de las palmeras que se contorsionaban doblándose por la cintura hasta terminar algunas partidas y otras arrancadas de raíz. Volando por los aires se veían bailar enardecidos, manglares, tumbonas, sillas sin patas, parasoles, hamacas, mesas, manteles, papagayos gritando enloquecidos, caimanes, diablos con cola y tridente, esqueletos y momias, todos isleños disfrazados que habían continuado en carnaval después de la noche anterior. La escena era apocalíptica, espeluznante. Fiamma y Martín presenciaban mudos el espectáculo. Durante los años que llevaban juntos nunca habían vivido la furia del viento de Garmendia, pues coincidía que desde su boda, salvo algunos episodios aislados, el tiempo en toda la región se había tranquilizado. Ahora parecía que los desasosiegos ventiscos habían vuelto para acompañar los desasosiegos que empezaban a soplar en sus almas.

Durante horas estuvieron esperando. La pintura del bungalow empezó a desprenderse de las paredes exteriores y hasta que no quedaron completamente desnudas no cesaron de ver trozos amarillos que parecían mariposas revoloteando sobre ellos. Pero así como había venido, el ventarrón se fue. Una calma chicha quedó flotando en el ambiente. Fuera no se veía nada, pues la arena revuelta todavía giraba en el aire desorientada. Cuando se cercioraron que todo había pasado salieron de la habitación. El paisaje era tristísimo. Las playas habían quedado desnudas, la arena había desaparecido, mientras las olas alcanzaban hasta diez metros de altura. Una nube rojiza cubría como un gran sombrero la totalidad de la isla; fuera de ella el sol resplandecía. Empezó a llover un barro rojo del que caían millares de diminutos sapos que se pegaban al cuerpo como si fueran de goma. Martín sintió un asco terrible; para Fiamma era maravilloso. Hacía tiempo que no vivía una tormenta de sapos. Empezó a recogerlos y guardarlos en su bolsillo. Recordaba la cantidad de sapos que había recogido en las tardes de su niñez cada vez más remota. Adoraba esos pequeños bichos. De pequeña había inventado para ellos concursos en la mesa del comedor de su casa mientras su madre a gritos le rogaba que los sacara de allí pues les tenía pánico. Nunca había vuelto a verlos; se había quedado con las ganas de quedarse con alguno. Ahora volvían a aparecer. Sintió ganas de jugar de nuevo con ellos, de guardárselos todos, pero Martín no paraba de decirle lo asquientos que le parecían, obligándola a tirarlos al suelo. En otro momento de sus vidas los dos hubieran terminado riendo y jugando con los pequeños batracios, pero ya se sabía que el «estado niño» de Martín, ese que le hubiera hecho disfrutar con Fiamma la experiencia de vivir cosas sencillas y nuevas, ahora pertenecía a Estrella.

Continuaron llenos de barro y sapos, paseándose por entre la que quedaba en pie de la isla. No veían ni un alma. ¿Se habrían quedado aislados de verdad?, se preguntaba Martín. A Fiamma no le importaba tanto, aún les quedaban cuatro de los cinco días que habían reservado Para el viaje. Pero Martín se sentía atrapado y angustiado; la noche anterior había dado por finalizada su intentona de creer que lo de él y Fiamma tenía arreglo. Había viajado para comprobar que, en el fondo, su matrimonio era un completo fracaso velado. Había ido a Bura buscando inconscientemente una anuencia que le permitiera continuar con Estrella, a quien echaba de menos con un dolor casi físico, pero el destino había querido que esos días él y su mujer se entendieran a la fuerza. Los días que siguieron tuvieron que aparcar sus desacuerdos para sobrevivir; valerse de lo más primitivo, como pescar entre las rocas de los acantilados los escasos moluscos que se habían salvado del arrebato del mar; recoger cocos caídos para beber agua fresca; encender en la playa fogatas para cocinar lo poco que habían encontrado para comer, y calentarse entre las llamas el desamor que les había calado hasta los huesos. Después de ocho días de oscuridad el sol volvió a alumbrar y la isla se llenó de una belleza voluptuosa. La tormenta había pasado por Garmendia del Viento sin sentirse. Sólo Bura había recibido sus azotes. Finalmente una embarcación había ido a rescatarlos, pues los empleados que la noche de la llegada los habían recibido y dejado sabían que ellos estaban allí pero no habían podido hacer nada, ya que el mar embravecido les había obligado a abandonarlos durante toda una semana, un tiempo que a Fiamma y Martín se les había hecho bochornosamente eterno, y les había enseñado a estar cada uno con su propia tristeza e indefensión. Allí se dieron cuenta que el uno no hacía parte del otro y que las incomodidades les habían acabado por separar. El paisaje sereno y maravilloso que ahora contemplaban sus ojos les estaba confirmando un preludio de adiós, pues sus almas no pudieron sobrecogerse y rendirse ante tanta belleza. Ese paisaje, enmarcado por el arco iris más brillante y colorista que jamás habían visto, no había podido hacer el milagro de devolverles lo que ya se les había ido: las ganas de querer.

Aunque Fiamma regresó sin tener claro por qué habían ido, un pequeño agujero empezó a abrirse en su pecho. La certeza de que su relación con Martín no iba. La desilusión de su eventual fracaso como esposa fue planeando por su cabeza, preocupándola como nunca. ¿Quería a Martín?... o lo que ella creía que era amor ¿en realidad era una cómoda costumbre? ¿Quién le podría aclarar un sentimiento que incluso ella empezaba a no tener claro?

Volvió a la consulta que se había visto afectada por su obligada ausencia. Muchas de sus pacientes se habían alborotado con el viento, pues cuando soplaba con fuerza las menos estables acababan por desestabilizarse del todo. Así que llegó a poner orden y a escuchar y escuchar historias increíbles como la de celópata Sherlay Holmes, una ama de casa de unos 45 años que vivía enferma de celos, convencida de que su marido tenía amantes hasta en el tanque del váter. Se la pasaba ideando visitas intempestivas a la oficina de éste, abriendo puertas de golpe, revisando armarios, mirando debajo de las camas y en cuanto rincón había. Inspeccionando la cartera y agenda de su marido hasta diez veces al día, tratando de descifrar en los nombres de hombres claves imaginarias, alguna pista que le llevara a una mujer. Una tarde mientras él hacía la siesta, había sacado copias de todas sus llaves, aun desconociendo a qué correspondían y se había dedicado a ir probándolas en cuanta cerradura encontraba. El vecindario no paraba de recibir sus inspecciones. Cada noche, cuando su marido llegaba del trabajo, le recibía con zalamerías de perro, olisqueándole desde el lóbulo de la oreja hasta la punta del peroné, tratando de desmantelar la infidelidad con la nariz en un protocolo detectivesco. Después del odorífero saludo pasaba a examinar el vestuario, claro que esto último lo hacía sin que él se diera cuenta. Primero le insistía mucho en que se cambiara de ropa exterior e interior y se pusiera cómodo, y después, con el botín bajo el brazo, corría al baño a pasear su puntiaguda nariz por todos los rincones del traje, recreándose con alevosía en los calzoncillos; no quedaba un centímetro sin revisar, ni un hilo sin ser respirado. Una vez efectuado este análisis, la pesquisa pasaba a una segunda fase: la auscultación sañosa con lupa, en la cual se empeñaba en buscar algún pelo, ya fuera de cabeza o púbico, que le confirmara por fin su sospecha. Nunca le había encontrado nada porque en realidad él era más fiel que un santo, pero esos días el viento la había trastornado más de la cuenta. Ahora estaba convencida de que su sospecha era cierta. Había pasado de la inspección a la improvisación de disfraces. Cargaba en su coche con un maletón lleno de pelucas, sombreros, faldas, pantalones, bigotes, barbas y cuanto pudo encontrar para cambiar rápidamente de identidad y poder estar en todos los sitios en los que su marido estuviera sin ser reconocida por él. Le puso trampas de índole diversa, llegó a contratar una
femme fatale
y, como él no «picó», concluyó que le engañaba ya no con una mujer sino con un hombre.

Fiamma, que ya no pudo tranquilizarla más, decidió que este caso había entrado en un
delirium celis
que requería ya no sólo de sicología sino de siquiatría profunda, así que terminó remitiéndola a otro colega.

Con el viento, también le habían llegado muchos casos nuevos. La inestabilidad era el plato fuerte de la temporada. Fiamma estuvo tan entretenida con todas sus pacientes que su tema con Martín, otra vez, se había licuado entre sus días.

Para Estrella el viaje a Somalia había sido un respiro en su tristeza. Había estado compartiendo durante doce días pensamientos y actitudes que le habían enriquecido y distraído mucho su soledad y anhelo de volver a verse con
Ángel
. Había conocido a Nairu Hatak, el último premio Nobel de la paz, un hombre interesantísimo que había pasado quince años en prisión por una injusticia blanca. Había nacido en Kenia y pertenecía a los kikuyu. Se había hecho a sí mismo a base de mucho esfuerzo, y hoy era reconocido mundialmente por su pacifismo, su gran capacidad de perdón y las acciones humanitarias que estaba desarrollando en toda África. Estrella regresó con un entusiasmo que le duró lo que un bizcocho en la puerta de un colegio: ¡nada!

Empezó a visitar cada tarde la capilla de Los Ángeles Custodios. Necesitaba recordar para vivir. No volvió donde Fiamma, pues todavía se sentía sin ánimo para enfrentar su gran fracaso. Las pocas fuerzas que le quedaban las empleaba en su trabajo, donde hacía equilibrios para que no le notaran su agonía.

De sus baños de hielo para bajar calenturas en las noches había pasado a aprenderse de memoria el poema que le había escrito
Ángel
en la caracola. Lo había leído cuando él había salido disparado por la puerta el último día que le había visto, así que nunca pudo decirle lo bello que le pareció. Ahora, su gran ritual de la noche consistía en recitar las apasionadas palabras que aparecían en la
Conus litteratus
hasta quedarse dormida con la caracola encerrada en su mano.

Se sentaba en el Parque de los Suspiros a suspirar mientras sus ojos buscaban desesperadamente, entre los anónimos personajes de los bancos, el milagro de encontrarse a
Ángel
dando de comer a alguna gaviota perdida; pero nunca se lo encontraba. Era como si se lo hubiera tragado la tierra, como si nunca hubiese existido. Una vez había corrido detrás de un hombre convencida de que era él. Se había cansado de llamarlo por el nombre de
Ángel
, pero él no se había girado. Convencida de que no se giraba porque en realidad ese no era su verdadero nombre, le había tomado por el brazo obligándole a mirarla; la vergüenza que sintió al ver su equívoco la dejó paralizada. El hombre la había tranquilizado y delicadamente se había liberado de su apretada mano que se había quedado como ella: tiesa. Creía verlo en todas partes. En los taxis, el metro, la estación, los restaurantes, el supermercado. Era una imagen obsesiva que no podía sacarse de la cabeza por más que lo intentaba.

Por su parte, Martín había llegado convencido de que su experiencia en Bura le había confirmado su presentimiento: no había nada que hacer respecto a su relación con Fiamma. Llevaba en el cuerpo una mezcla de desilusión e ilusión que se le iban alternando. Estaba seguro que había intentado tener un acercamiento real con ella cargado de los mejores propósitos, pero había fracasado. Incluso había descifrado en los fenómenos bestiales de la naturaleza, vividos esos días en la isla, la confirmación de que no le convenía tratar de arreglarse con Fiamma; que le había llegado la hora de emprender un nuevo camino en su vida. Pero el qué no le coincidía con el cómo. No sabía cómo hacerlo. Cómo enfrentar su inseguridad de dar el paso. Tampoco sabía en realidad cómo iba a ser Estrella; necesitaba un tiempo para conocerla más profundamente y saber de verdad si lo estaba dejando todo por una realidad o por un sueño. En el fondo tenía miedo de quedarse solo. No sabía hasta qué punto dependía de su mujer; involuntariamente estaba tratando de cambiar lo que recibía de Fiamma por lo que podría darle Estrella. No había tomado conciencia de que, para poder dar amor, primero necesitaba sentirse completo, él con él; que si su relación con Fiamma no había funcionado, no podía pretender reproducir la misma relación con otra persona. No había tenido tiempo de examinar la razón por la cual no había marchado su matrimonio porque, hasta que apareció Estrella, él siempre había creído lo contrario. Pero como ese día los deseos del amor le habían amanecido calientes y frenéticos, al llegar a su despacho no se detuvo en más reflexiones y abrió con apremio el cajón donde descansaba la carta que hacía algunas semanas había escrito a Estrella. Le haría algunas modificaciones y se la haría llegar. No podía dar la cara después de tantos días de ausencia. Esta vez serían sus palabras quienes tocarían el alma de Estrella, así que se puso manos a la obra. Rasgó el sobre y empezó a leerla, tachando y rescribiendo por encima algunas frases; al final terminó rompiéndola y haciéndola de nuevo. Gastó todas las horas tratando de explicar su sentir más íntimo, eligiendo las palabras justas, redondeando sus pensamientos. Mientras lo hacía, descubrió que un nuevo Martín emergía de esas letras.

Se sorprendió confrontando cara a cara sus más arraigados pensamientos con los nuevos que germinaban en su alma, verdes y frescos. Eran pequeños brotes que apuntaban alzarse como árboles fuertes si se sembraban en la tierra adecuada. Nunca había sido tan profundo en toda su vida; incluso muchas veces había jugado al frívolo y hasta le había gustado. No sabía si lo que ahora escribía era real o producido por las ganas de llegarle a Estrella. Como se desconocía esa faceta, terminó atribuyéndolo a un recurso literario. Ignoraba que acababa de iniciarse en él un profundo cambio que habría de renovarlo y cambiar la piel de su espíritu.

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