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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (9 page)

BOOK: De los amores negados
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Le gustaba la suavidad de su piel, el deslizamiento aceitoso de caricias acuáticas, cuánta sensualidad sumergida, cuánto erotismo mojado. Estuvo observando todas y cada una de las reacciones de su cuerpo. Estaba viviendo una curiosa exploración que debía haber realizado en su juventud. Experimentaba la gloriosa alegría de sentirse piano, violín y voz, todo al mismo tiempo y por obra y gracia de sus sentidos. Había comprobado que, cuando a cada uno de ellos, vista, olfato, tacto y gusto, se le gratificaba con algo placentero, el goce se ensanchaba. Todo era importante. «La sincronización de los sentidos en busca de un objetivo: el placer» sería un buen título para una charla. Siguió soñando. Sacó las manos del agua y ayudada por la luz de las velas empezó a hacer sombras chinas que se proyectaron sobre la desteñida pared azul. Creó pájaros de alas enormes, águilas que se posaron sobre la boca de la copa y bebieron de su margarita; perritos chihuahuas y bóxer besándose; conejos de largas orejas comiendo zanahorias; jirafas buscando atrapar hojas del follaje más alto. Estuvo jugando un largo rato en su zoológico espectral, disfrutando como nunca siendo niña. Se olvidó de todo. Ni siquiera notó que Martín estaba en casa.

Había llegado antes que ella y directamente había subido a la buhardilla en busca del baúl de los recuerdos. Allí, mientras Fiamma se exploraba, él exploraba sus pasados que nadaban entre cuadernos apolillados, trompos, zumbambicos, caucheras con las que tantas veces había cazado pájaros, cristos hechos en plastilina, juguetes de cuerda rotos y el tren eléctrico que se había ganado en una rifa de barrio y que nunca se atrevió a desempacar por miedo a perder alguna pieza. Todo yacía sobre una capa ceniza de polvo. Siguió buscando, sin saber lo que buscaba, convencido que cuando lo encontrara sabría reconocerlo. De repente, un rayo de sol filtrado por la ventana iluminó la vieja caja de madera que contenía su colección de caracolas. Al abrirla las reconoció; allí estaban todas, intactas. Empezó a tocarlas, retirándoles el polvo con el dedo mientras las nombraba mentalmente. Todavía se acordaba de sus nombres:
Amoria undulata
,
Puperita pupa
,
Rissoina bruguierei, Lyncina Aarhus, Mitra papalis, Conus gloriamaris.
Se quedó con una de ellas y se le ocurrió algo insólito: escribir todo un poema en su superficie exterior. Ese era el regalo que le daría a Estrella. Eligió una de finas rayas sobre fondo blanco, la
Conus litteratus
. Haría que las letras descansaran sobre las líneas negras; las utilizaría como renglones de página. Calculó si le cabría todo, cerró la caja y se la metió en el bolsillo. Antes de salir tropezó con viejas evocaciones y de pronto se vio invadido de nostalgias. Se le vinieron de golpe sus cuarenta y siete años. Cómo llegan a pesar los recuerdos, pensó. ¿Cómo podía estar tan triste de la dicha? Volvió a sentarse, pero esta vez pensó en Fiamma. No podía hacerle esto. Entonces deseó tener el don de la ubicuidad. Ser dos. Uno para acompañar a Fiamma en su trayecto de vida y cumplir la promesa que le había hecho hacía dieciocho años, y otro para ser feliz con Estrella, ahora cuando su madurez le pedía otro tipo de vida. Así no le haría daño a su mujer y tampoco se lo haría a él. No renunciaría a ninguna de las dos. ¡Qué fácil sería! Bajó de su utopía y aterrizó en su realidad, donde por más que trataba de no pensar, las reflexiones peleaban por salir. Volvió a tener esas ganas apremiantes de sentir, sólo sentir, dejarse ir en el vivir sintiendo, sin consecuencias futuras. Por un momento se le vino un pensamiento que consideró oriental: «El pasado ya pasó. El futuro no ha llegado. Sólo el presente existe.» Vivir en el ahora, esa sería la felicidad. Ningún compromiso. ¡
Ja
! otra utopía, continuó cavilando, preguntándose lo que nunca se había preguntado. ¿En qué momento una relación empieza a tener matices de rutinaria? ¿No somos nosotros mismos los que nos empujamos a la rutina, cansados de derramar tanta adrenalina en los comienzos del amor? ¿Resistiríamos esa vehemencia, mezcla de pasión e incertidumbre de los inicios, por los años de los años? ¿O nuestro corazón terminaría explotando de tanto gozo perenne? ¿Cuántos infartos se habrán producido por amor? ¿Por amores negados o por amores excedidos?

Por primera vez sintió una punzada en el pecho. Jamás se había tomado el tiempo para pensar en sus sentimientos. Parecía que éstos le hubieran quedado mutilados desde su niñez. Cuando era niño y lloraba, su padre siempre se lo impedía con un grito de rabia y el sarcástico comentario de «para de llorar de una vez, mariquita, nena. ¿No ves que los hombres no lloran?» Ahora se le venía a la memoria ese pequeño Martín temeroso, haciendo aquel esfuerzo sobrehumano para mantener en la garganta todos sus sollozos. Se había llegado a beber todas las lágrimas hasta quedarse castrado en su sensibilidad. Por eso le costaba tanto dar muestras de afecto, por eso tenía tan contenida su parte femenina. Había demostrado siempre lo que le habían impuesto. Dureza y parquedad. Pero como el sentimiento tenía que salir de alguna forma, su inconsciente había creado su válvula de escape: la escritura. Todo lo manifestaba a través del papel y, en algunos casos, a través de los pájaros; cuando se sentaba en el parque con su bolsa de migas de pan escondida bajo el brazo, mientras los alimentaba, terminaba hablándoles con una ternura imposible de ofrecer a nadie más. Por eso cuando nacieron palomos en su sala, no tuvo ningún reparo en que se quedaran allí; hasta les terminó enseñando dónde debían hacer sus necesidades, los había domesticado y convertido en mansos perros. Su sensibilidad seguía viva pero equivocada de camino, de destinatario. Ahora volvía a tener las lágrimas, tantos años contenidas, a flor de piel. Reapareció ese sentir, aquel nudo en la garganta, pero volvió a dominarse, aun sabiendo que su padre ya había muerto hacía mucho tiempo y que nadie le reprendería por dejar escapar sus sentimientos a través de esas gotas saladas; que podía llorar a sus anchas y a lo mejor humedecer tantos recuerdos deshidratados que estaban a punto de morir de sed en ese cuarto. Se encontró recriminándose por esa debilidad. Ahora estaba haciendo de padre y de hijo al mismo tiempo. Habían calado tan hondo las doctrinas de su padre que, aun estando bajo tierra, su antecesor seguía ejerciendo con la misma fuerza de antaño. Un perfume a sándalo fue filtrándose por la ranura de la ventana. Martín lo aspiró con fuerza apartando esa mezcla de niñez y adultez que le había ocupado la mente durante tanto rato. El sonido de un concierto tocado a cientos de violines y violonchelos le recordó La naranja mecánica, aquella película tan violenta de Kubrick; no podía ser otra que la
Novena sinfonía
de Beethoven. ¡Cómo habría podido escribir esa sinfonía tan maravillosa estando completamente sordo! Debía llevar la música en su alma, pensó. Entonces atribuyó el sonido a la señora del quinto piso, fan del compositor alemán. No se le pasó por la mente que todo venía de su mismo apartamento. Que Fiamma estaba allí.

Bajó llevando consigo la caracola rayada, dispuesto a tratar de grabar el poema con un cincel muy fino que guardaba en el escritorio. Necesitaría trabajar con una lupa. Abrió la habitación y se encontró con una Fiamma radiante, de senos al aire y toalla blanca anudada a la cintura. Su pelo negro empapado contrastaba con su piel blanquísima. Sus ojos verdes desprendían un brillo muy singular. Llevaba la cara relajada. Se veía muy joven, con sus mejillas sonrosadas y sin gota de maquillaje. Le recordó a la primera Fiamma que había encontrado en la playa aquella noche de lluvia. Tuvo un momento de deseo que se evaporó, como el agua en los rizos de ella al contacto con el secador.

Se puso lívido. Un miedo se apoderó repentinamente de él; era un sentimiento nuevo, muy molesto. Recordó por qué estaba allí. Había ido a buscarle un regalo a Estrella. Se iba a poner a grabar la caracola. Menos mal que antes había entrado en la habitación. Empezó a hablar con Fiamma, quien le explicó banalidades, que si el mercadillo estaba lleno para la hora a la que había ido, que si valdría la pena llamar al fontanero para arreglar el desagüe atascado de la cocina, que si la junta de propietarios se haría esta vez en su piso o en el del segundo, que si pasarían a recoger el cuadro en la tienda de marcos... Todo cosas sin importancia.

Esa noche cenaron juntos y se amaron con amor automático; cada uno con la cabeza en otra parte. Fiamma pensaba en su maravillosa tarde mojada de bañera y aceites, y Martín en el cuerpo de Estrella, a quien no podía dejar de pensar. Terminó haciendo el amor a su amante en el cuerpo de su mujer. Se quedaron profundos, cada uno soñando sus propios sueños, unas fantasías tan iguales como ninguno de los dos se lo hubieran imaginado. En el sueño de Martín, él corría de la mano de Fiamma por un campo verde de extensiones infinitas; reían felices tratando de alcanzar con sus manos una luna roja que emergía majestuosa de entre la hierba. Al tocarla, Martín había sentido un dolor intenso, se había quemado. El astro era fuego ardiente. En su sueño, pegó un grito y se giró para mirar a Fiamma, entonces se encontró con la cara de Estrella riendo. Fiamma se le había convertido en Estrella.

En el sueño de Fiamma, ella corría sola por el mismo campo verde, intentando llegar a Martín que se le había adelantado y estaba cerca de la luna roja. Cuando llegó a él, no era Martín quien le esperaba, era otro hombre; no reconoció esa cara. Se despertó angustiada. Martín también, pero ninguno de los dos se atrevió a contarle al otro su pesadilla.

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, apareció como bajado del cielo el loro del vecino y les amenizó el rato con un
Strangers in the night
cantado en perfecto inglés; llenando providencialmente el hueco de mutismo que reinaba entre papayas, pinas, diarios, cruasanes y cafés con leche.

Ese día los garmendios habían amanecido alborotados. Los noticieros hablaban que, para finales de mes, se avecinaba la llegada de un ciclón y era muy posible que los cientos de cocoteros que bordeaban las murallas, todos con más de 500 años, llegaran a arrancarse y caer sobre casas, parques, restaurantes y conventos, alcanzando incluso a despertar el lejano volcán que llevaba durmiendo entre nieves perpetuas casi los mismos años que las palmeras. Con ello, se esperaba una lluvia de cocos a la cual habría que temer más que al ciclón, pues el año anterior había dejado descalabrados a un ciento de la población que había terminado en una convalecencia alimentada a punta de coco. Comiendo arroz con coco, pollo con coco, pescado con coco, plátanos con coco y cocadas, para variar mezcladas con guayaba, pina, níspero, frutas que terminaron sabiendo, por más buena mezcla que se hizo, a coco. Hasta el café se había acabado mezclando con leche de coco. Gracias a esa lluvia, en Garmendia del Viento habían vuelto a resucitar por las calles las negras de delantal blanco y bandeja en la cabeza anunciando con sus voces, a grito pelado su producto recién hecho: cocaaa, cocaaa.

Aun cuando la gente estaba acostumbrada a esos fenómenos, los comercios se preparaban para lo peor. Para tal eventualidad ya se habían fabricado gorros metálicos, como los de los ingenieros de obra. Claro que muchas veces los ciclones pasaban sin pena ni gloria, pues terminaban eligiendo otro escenario para sus destrozos. Así era Garmendia del Viento, sobre todo cuando el tiempo cambiaba con la brutalidad con que a veces lo hacía.

Fiamma nunca había temido al viento. Le gustaba escucharlo zumbar entre sus orejas. Hasta sentía un raro placer cuando le levantaba la falda; la hacía sentir más libre. Le ventilaba el alma. Ese día de ventarrón muchas mujeres quedaron con las bragas al aire, tratando de poner en su sitio lo imponible. Fiamma también. Llegó despeinada a la consulta pero oxigenada de viento preciclóneo. Abriría la tarde con Estrella. Sonrió al pensar en su historia. La alegría con la que llegaba invadía siempre la consulta de ganas y deseos ardientes. Le excitaba el tipo de relación que se estaba desarrollando entre ella y
Ángel
Como mujer, a Fiamma le fascinaba vivir la pasión a través de Estrella. Como profesional, se recriminaba de sentir ese placer, pero no podía separar lo uno de lo otro. No supo en qué momento la ilusión de Estrella había pasado a ser su propia ilusión. La historia de su paciente había ido cogiendo un aire shakesperiano. Un amor sin acabarse de desarrollar pero muy avanzado en los sentimientos. Un amor con tintes platónicos con el que cualquier mujer en algún momento de su vida habría soñado. Con impedimentos de momento, pareciera que impuestos por ellos, y en un escenario increíble, el interior de una capilla.

Era curioso que Estrella, una mujer de treinta y seis años, directora de una importante ONG, fogueada en fiestas, conocedora de destacados presidentes de grandes multinacionales, hábil conseguidora de donaciones para su causa, viajera infatigable, tan activa profesionalmente hablando, se comportara de modo tan pasivo en esta relación. Fuera tan indefensa a la hora de amar.

Había acordado con Fiamma ir a su consulta ya no una vez por semana, sino dos. Esto se debía en gran parte a que la excitación provocada por sus encuentros con
Ángel
la tenían fuera de sí y, como Fiamma se le había convertido en su confidente, aunque tuviera que pagar más, ella necesitaba gastar horas hablando de su relación, a sabiendas de que no llegaba nunca a ninguna conclusión clara. Conocía tan poco de
Ángel
, no porque él no se lo hubiera querido decir; simplemente nunca se lo había preguntado y como ella no lo hacía, él evitaba hablar sobre su vida. Seguramente Estrella no quería llevar a la realidad esa relación por temor a volver a fracasar; tal vez ese placer incierto liberaba las alas de su imaginación y la dejaba, como libélula ligera, pellizcar a sorbos esa agua de amor vivo. En ese estado de inexactitud su sueño adquiría unas dimensiones gigantescas; se había otorgado la potestad de filtrar sus sentires, dejando colar sólo aquellos sentimientos que le aupaban su alegría. Era como una fantasía infantil, un escudo protector que le evitaba sufrimientos. Esa relación había sido buscada por su inconsciente como si se tratase de una medicina, le ayudaba a sobrevivir en su soledad. Necesitaba una dosis de
Ángel
semanal, pero su efecto era prolongado; liberaba cada día pequeños gramos de recuerdo que la energizaban y llenaban de alegría. Como su anterior relación había pecado de terrenal y grotesca, ahora instintivamente se refugiaba en lo celestial y delicado. Estaba viviendo un amor ideal, el que debía haber vivido en su juventud. Soñaba despierta con la felicidad total obtenida sin esfuerzo. Este tipo de amor casi siempre estaba rodeado de los más selectos ingredientes: misterio, negación e incertidumbre.

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