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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

De los amores negados (5 page)

BOOK: De los amores negados
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Durante dos ininterrumpidas horas Estrella no paró de hablar y sollozar. Nunca en toda su vida había removido tantas penas. Se había propuesto olvidar su pasado a fuerza de no recordarlo, llegando a creerse que lo tenía superado sólo porque no hablaba de él. Pero sus penas estaban frescas y florecidas, como recién regadas. Aún no lograba liberarse de su ex marido que, a pesar de haber desaparecido de su vida —se había enamorado locamente de una jovencita veinte años menor que él—, le había dejado marcas imborrables; bajo su impecable apariencia, Estrella escondía miedos que acrecentaban constantemente sus inseguridades. El mundo le era hostil, salvo cuando se trataba de gente marginada, necesitada o carente de afecto, personas que consideraba inferiores. Entonces, delante de ellos adquiría la seguridad que necesitaba. Se sentía omnipotente y salvadora. Importante y dueña de sí. Por eso, inconscientemente había creado aquella institución benéfica; allí se protegía de sus miserias, rodeándose de miserias ajenas.

Fiamma miró el reloj; se había pasado el tiempo escuchándola. Poco a poco iba haciéndose una idea de su paciente. En las primeras visitas siempre pasaba igual. Escuchando encontraba pistas. Hasta podía llegar a calcular con exactitud el momento en el cual se había producido el trauma, sólo con la manera en que sus pacientes narraban sus episodios vividos; la mayoría de las causas se hallaban en sus historias más íntimas. Pocas veces se había encontrado con lesiones congénitas. En este caso concreto, Estrella era la única que podría llevarla a encontrar la salida haciéndola partícipe del trayecto de su vida ya recorrido. En ella misma estaban las claves de su curación.

Antes de dar por finalizada la entrevista, Fiamma le preguntó qué pensaba del amor y sintió pena por lo que le respondió. Estrella creía que el amor era un asco. A continuación le preguntó qué opinaba de la vida, y después de un largo silencio en el que sopesó la respuesta como si se tratara de un test de aptitudes, había murmurado a regañadientes que valía la pena vivirla; mientras contestaba, sintió que repetía como loro lo que decían la mayoría de las personas. ¿Sería la respuesta que la sicóloga quería oír? Quería quedar bien hasta con ella. No sabía si lo decía por convicción propia o por un acto reflejo. El resultado fue que Fiamma se alegró. Pensó que su problema tendría solución. Su paciente amaba la vida y eso era lo más importante a la hora de empezar un tratamiento. Lo demás tendría arreglo. Era cuestión de ir desenredando la madeja hasta encontrar el nudo y deshacerlo con cuidado. Faltaba que le contara muchas cosas, pero no quería presionarla. Ya iría ventilando su pasado. Al principio iría descargando los dolores más pesados y después se quedaría en las anécdotas, donde muchas veces se encontraban los meollos de las lesiones. Ahora quería que le dijera qué pensaba de los hombres. Le hizo la pregunta y dubitativamente Estrella concluyó que todos eran iguales... aunque al final, corrigió con un «casi» todos.

Se despidieron y quedaron para verse todos los viernes a última hora de la tarde. Fiamma le entregó la camisa limpia y Estrella se fue con los ojos que parecían un par de pelotas de pingpong hinchados de tanto llanto lavado, pero con el alma ligerita. Como si se hubiera sacado un poco aquel peso que llevaba cargando encima desde hacía años.

Ya era de noche cuando Fiamma salió de la consulta. Las calles habían sido inundadas por millones de chicharras que despedían, en los últimos estertores de su muerte, unas pequeñas lucecitas amarillas, que alumbraban con su última luz su camino a casa. El espectáculo era tristemente bello. En el suelo yacían las cantoras del día silenciadas por la sobriedad de la muerte, envueltas en el ácido olor a meaos. Un cementerio luminoso de alas rotas, de voces sin canto. Todo estaba mudo y Fiamma no sabía por dónde pisar, pues no quería aplastar con sus sandalias lo que quedaba de las cigarras, pero no tenía más remedio a no ser que fuera volando. Empezó a escuchar los cra-cracs de todo lo que sin querer aplastaba. Aligeró el paso y se metió instintivamente en la catedral movida por una vieja añoranza. Se sentía triste y vacío. Acababa de finalizar un oficio religioso y todavía olía a misa. Este olor le recordaba su niñez, sus hermanas... su madre; sus manos ásperas siempre oliendo a cebolla y ajos, acariciándola mientras la convertía en su confidente de tristezas. Fiamma nunca había querido escucharle sus penas, quería que todo fuera alegría, no estaba preparada para entender la infelicidad, pero su madre la había elegido; según sus hermanas, había sido una «privilegiada». Nunca entendieron cuánto le había costado ser «su escuchante favorita». Aquello, que parecía tan inocuo, le había dejado profundas secuelas. De tanto oír, su oído había terminado ensanchado a la escucha. Siempre atenta a atender y entender. De tanto oír, había aprendido sólo a dar, nunca a pedir. Esas charlas habían terminado modelando su futuro como sicóloga. La prepararon para ayudar a los demás antes que a ella. La hicieron apta para desarrollar un continuo sacrificio de entrega, que ella consideró como su más valiosa virtud. La maduraron antes de tiempo. La convirtieron en la mejor sicóloga de la ciudad. La mejor sicóloga de mujeres de Garmendia del Viento.

Todavía le costaba pensar en su madre. En días de trabajos pesados, la culpaba de su carga. Salió de allí sin encontrar lo que buscaba. No sabía por qué se sentía tan sola y abatida.

Esa noche Martín y ella habían decidido romper el círculo vicioso de actividades que había ido monotonizando su vida de pareja. Se habían dicho que tenían que hacer más cosas juntos. Cenando, empezaron a pensar... Necesitaban encontrar alguna actividad que les hiciera conocer otra gente y les llevara a compartir más los momentos de soledad de pareja. Unos amigos les habían recomendado tomar clases de baile de salón; volver a bailar
cheek-to-cheek,
algún bolero o tango, pero lo desestimaron por poco afín a sus gustos. Otros les propusieron aprender a jugar golf, que además tenía la ventaja de iniciarlos en un turismo nuevo; la búsqueda de los campos más exclusivos en parajes verdes y relajantes, Escocia para el verano o Bali para el próximo noviembre, pero la idea no les llegó a convencer; había mucho buenavida y cantamañanas en los campos que no habían dado bola en su vida, salvo a la bola de golf.

Pensaron tomar juntos clases de ajedrez... demasiado estático; de tenis... demasiado movido. Construirse una casa en la isla de Bura, entre manglares y cocoteros. Afiliarse al club de numismáticos. Hacer un curso de paracaidismo y de vuelo sin motor, pero lo descartaron. Fiamma temía a las alturas. Pensaron tomar clases de submarinismo, y aunque fue lo que más les entusiasmó, al final lo dejaron estar, llegando a la conclusión de que Martín temía a las profundidades. Pensaron meterse a un curso de ornitología, pues con la cantidad de pájaros que llegaban a invadirles cada día la sala tendrían cómo practicar, pero aunque a Fiamma le encantó la idea, a Martín le pareció muy poco útil. Él siempre buscaba la utilidad de las cosas. Así, entre quesí-quenós se les fueron las horas; tratando de ponerse de acuerdo en encontrar alegrías distraídas. Las propuestas de Fiamma eran rebatidas ampliamente por Martín; las de Martín le parecían aburridísimas a ella.

Después del rotundo fracaso en la búsqueda de entretenimientos matrimoniales, tuvieron una noche larga y tendida. Larga, porque les llegó la mañana tratando de conciliar un sueño que nunca llegó, imaginando felicidades futuras difíciles de obtener, ni siquiera en el mejor de los cursos. Y tendida, porque aunque estuvieron toda la noche acostados, no se les ocurrió que podrían haberla consumido vaciándose el uno en el otro; haciendo de vasos comunicantes. Logrando ese dormir a pierna suelta tan fácil, la maravillosa fatiga de los amantes exprimidos que se han regado y desintegrado en alma y cuerpo. El abandono satisfecho de sexo pleno.

Todo lo que buscaban rellenar con nuevos y exóticos cursos era el pálido hueco que había ido dejando con los años aquella pasión que a Fiamma en tantas ocasiones la había quemado, subiéndole en fogonazos desde el pecho hasta el cuello. Se les había muerto la pasión.

Habían ido pasando de hacer el amor a todas horas, todos los días de la semana, a hacerlo tres veces por semana, luego dos, después a la noche de los sábados y finalmente a la de los domingos, y como esa noche no era domingo, no tocaba tocarse.

A la mañana siguiente, Fiamma se topó con la imagen de Martín reflejada en el espejo. Se miraba con una pose que ella desconocía. Hinchaba los cachetes, como queriendo sacarse en un soplo contenido veinte años de encima. Coqueteaba con el espejo; sonreía y hacía miradas de intelectual interesante. Al entrar le había preguntado si le encontraba atractivo. Fiamma había reído, abrazándole. Siempre le había atraído. Aunque no era lo que se dice un Adonis, le parecía guapísimo. Detestaba los hombres con cara de niños perfectos, de musculatura gomosa y ancha que parecían inflados a punta de aire. Prefería la inteligencia adivinada en unos ojos; unas manos suaves, que acariciaran o prometieran caricias; una conversación brillante y profunda. Y él tenía todo eso, o al menos lo había tenido cuando ella se había enamorado. Estaba delgado. No hacía ejercicio, pero a sus 47 años se mantenía en plena forma. Desnudo siempre le había sorprendido, aunque lo prefería vestido de negro. Tenía el punto intrigante de los seminaristas guapos. Blanco de piel y de ojos y cabellos muy negros. No era demasiado alto; unos pocos centímetros más que ella. Alguna vez alguien les había confundido como hermanos, pues aunque no se parecían en nada sus negros mechones de pelo ensortijado eran idénticos.

Se dieron un beso y ella se quedó sola frente al espejo. Lo que vio no le gustó. Tendría que adelgazar un poco y comprarse lencería nueva. Algo más llamativo que sus monótonas braguitas blancas de algodón y sus sujetadores a juego, comprados siempre a docenas. Se recogió su largo pelo y pensó que tal vez Martín tenía razón cuando le había dicho que debía cortárselo. La última vez que lo había hecho había sido por una depresión, y de eso hacía mucho, entonces tenía 18 años. Había pasado de llevarlo hasta la cintura a cortárselo a lo
garçon
. No sabía por qué los cortes de pelo coincidían con los estados de ánimo. Lo había comprobado con sus pacientes. Las más inestables llegaban cada semana transformadas. Había una que en sólo un mes había llegado a ser pelirroja, rubia ceniza, morena, rizada y lacia; era una paciente que un día alababa a su marido y lo dejaba por las nubes y dos días después decía que era un maldito desgraciado. Había querido cambiar de profesión como de color de pelo, decenas de veces. De ser arquitecta había pasado a querer ser ingeniera de caminos, veterinaria, abogada, odontóloga y fisioterapeuta. Un día le dio porque ya lo tenía claro. Lo que quería era ser teóloga. A sus 52 años llegó a inscribirse en la universidad, después de haber pasado por unos exámenes dificilísimos para los cuales llegó a aprenderse la Biblia y el Corán enteritos —tenía un coeficiente intelectual superior alto—, pero una vez pasadas las pruebas de ingreso no sólo no asistió sino que lo dejó porque quería ser bailarina de danza de vientre. Así era esa mujer. Todos sus estados de ánimo quedaban pintados en su pelo. Fiamma se dijo que tendría que estudiar más a fondo la relación pelo-estado de ánimo.

Volviendo a lo suyo, pensó en cuidarse más. Regresaría al gimnasio, lo que no sabía era a qué horas, pues prácticamente no tenía un segundo libre al día. Mientras cavilaba y se iba arreglando se le ocurrió que un viaje con Martín no les vendría mal... Hacer viajes originales había sido la debilidad de ambos. Concluyó que era una buena idea.

Durante los casi 18 años que llevaban juntos habían recorrido medio mundo, los últimos ocho tratando de evadir los silencios muertos.

Se habían ido llenando de curiosidades varias. Árboles de la vida mexicanos, escarabajos egipcios tallados en piedra, collares tribales, figuritas en lapislázuli, alfombras persas, lámparas modernistas, retablos de estilo renacentista y antigüedades austríacas y francesas. Mil y un objetos que fueron llenando su piso hasta darle ese aire desordenadamente ecléctico que sólo les describía a ellos. ,

El color de sus paredes hablaba de sus pasiones viejas. Las habían pintado entre los dos hacía mucho y nunca las habían retocado. Tenían el descolorimiento propio del tiempo, el desgaste de los años, y eso las hacía más bellas. Estaban pintadas al estuco, de un rojo que bañaba de calidez todos los rincones. Habían resuelto coronar los techos de azul cielo. Romper el colorado, pintando las columnas que remataban los arcos de su casa en un azul marino. Esos colores habían nacido una tarde de amor sublime. Aquel día Fiamma le había dicho a Martín que lo veía azul, color de mar; le dijo que desde que lo había visto la primera noche había notado a su alrededor un halo índigo. Lo había sentido tono cielo. Tono luna. Él en cambio dejó escapar entre besos que siempre la había visto en color rojo, con matices naranjas. Como sol exprimido. Como fuego ardiente. Pasión al rojo vivo. Aquella tarde de juegos coloristas había sido la más bella de sus vidas. Habían estado haciéndose el amor, mirándose a los ojos; llorando de placer. La boca de Fiamma había sido una abeja hambrienta sobrevolando el cuerpo de Martín; libándole entre los pliegues todas sus mieles. Las manos de Martín habían sido cuerdas tensas de un arpa que desprendía música a su paso. Ella se había sentido ingrávida; aquellas manos levantaban sus caderas como plumas. La elevaban y bajaban con una suavidad y cadencia que contrastaba con la violencia que le embestía por dentro; había entrado a su cuerpo para arrancarle el alma. Se habían relamido y chupado su fatiga de amor hasta saciarse. Ese día ella había definido a Martín como una fuerza suave. Él había confirmado en Fiamma su color, al sentirle las borrascas de su cuerpo. Definitivamente era roja. Aquella tarde habían decidido pintar las paredes de su casa del color del amor, del corazón, de las rosas, del fuego, de sus sexos, de sus bocas, de sus lenguas. Habían decidido pintarlas de rojo.

Ahora, mientras las observaba y repasaba con su mano el desgaste, Fiamma pensaba para sí cuánto empezaban a parecerse esas paredes al amor de ellos. Seguían de pie. Habían aguantado terremotos, inundaciones, salitres y vapores rancios que a veces venían del mar, tenían algunas que otras grietas y desconches, pero mirándolas de lejos todavía se las veía enteras. Igual que ellos. Mientras no detallaban en sus días, mientras no hacían acercamientos a primer plano, el plano general era de lo más resultón.

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