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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Delicioso suicidio en grupo (3 page)

BOOK: Delicioso suicidio en grupo
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El coronel se declaró dispuesto a pensárselo. De ahí en adelante su vida sería en cierto modo gratis, un regalo, una prórroga. Algo que podían gastar como les viniese en gana.

¡Qué gran idea! Los dos camaradas se pusieron a filosofar. En realidad, las personas siempre estaban viviendo el primer día del resto de sus vidas, aunque no se les ocurriese nunca pensarlo en medio de tanto trajín. Sólo aquellos que habían estado a las puertas de la muerte se daban cuenta de lo que en la práctica significaba comenzar de nuevo.

—Ante nosotros se abre un horizonte de infinitas posibilidades —declaró el coronel.

3

El coronel Hermanni Kemppainen se quedó a veranear en el chalé del director gerente Onni Rellonen. Ambos tenían mucho de que hablar. Pasaron revista a los acontecimientos de sus vidas, analizándolos en profundidad. Fue una terapia que originó una amistad como nunca antes habían experimentado. De vez en cuando iban a la sauna y a pescar. El coronel remaba y el director gerente se encargaba del cebo. Consiguieron tres lucios que hicieron al horno.

Después de la comida practicaban el tiro al blanco con el revólver de Rellonen, ejercicio en el cual el coronel era particularmente diestro. Se tomaban algún botellín que otro de cerveza. Un día, a Onni se le ocurrió buscar un viejo despertador en su casa. Se lo colocó sobre la cabeza y le dijo a Kemppainen que tratara de hacerlo añicos de un tiro. El coronel vaciló, la bala podía atinarle entre los ojos.

—No importa, Hermanni. Vamos, dispara.

El destartalado reloj se rompió y Onni no murió. El juego divirtió a los dos hombres de una manera extraña y morbosa.

Un día, mientras estaban sentados frente al fuego de la chimenea, a Onni se le ocurrió que tal vez estaría bien llamar a filas a otros compañeros de fatigas. Según creía recordar, en Finlandia se cometían cada año mil quinientos suicidios, y la cantidad de personas que planeaban acabar con sus días, hombres en su mayoría, era diez veces superior. Dijo que había leído las estadísticas en algún periódico. Entre asesinatos y homicidios apenas se llegaba al centenar de muertos.

—Dos batallones de hombres se matan cada año y toda una brigada lo está planeando —calculó el coronel—. ¿De verdad somos tantos? Un buen ejército. Rellonen siguió adelante con sus pensamientos:

—Me pregunto qué pasaría si se juntara a todo ese grupo, me refiero a todos los que pensamos en suicidarnos.

Podríamos hablar de nuestros intereses y cambiar impresiones. Estoy convencido de que muchos aplazarían su suicidio si pudiesen compartir libremente sus penas con algún otro interesado en el tema. Como nosotros hemos hecho estos días. Hemos hablado de la mañana a la noche, y vaya si nos hemos desahogado.

El coronel dudaba de que ese tipo de conversaciones fuesen placenteras para nadie. Si se juntara un grupo de suicidas en potencia, acabarían surgiendo temas bastante escabrosos.

No iba a tratarse de una reunión alegre ni liberadora. Y en qué ayudaría. La gente tal vez se deprimiría aún más.

Pero el director no se rindió. En su opinión, el hecho de reunirse tendría con seguridad un efecto terapéutico. El hombre se siente impelido a vivir cuando se entera de que también a los demás les van mal las cosas, de que no es el único pobre diablo que existe en el mundo.

—Eso es justamente lo que nos ha pasado a nosotros. Si no nos hubiésemos encontrado, a estas horas seríamos dos fiambres. ¿No te parece, Hermanni?

El coronel tuvo que admitir que en su caso la casualidad del destino había resultado de ayuda, al menos por un tiempo. A pesar de todo, pensaba que acabaría por ahorcarse. Sus problemas no habían desaparecido durante aquellos días, simplemente se habían visto aplazados. Además, la amistad de Rellonen no podía sustituir al cariño de su esposa, ni disipar sus demás problemas.

—Hay que ver… tienes un carácter de lo más fúnebre, Hermanni.

El coronel admitió que los soldados eran tristes, en general, además de tener una marcada tendencia a pensar en el suicidio. Calculó que en una semana él mismo estaría colgando de una viga, en cuanto sus caminos se separasen.

Rellonen opinaba que valía la pena que se lo pensase. Podían convocar a un grupo de gente con tendencias autodestructivas, y tal vez éste resultase más numeroso de lo que pensaban. Juntos intentarían buscar las soluciones a sus problemas, y, en caso de no encontrarlas, nadie saldría perdiendo. Se le ocurrió que en grupo se podrían desarrollar métodos mejores que los ya existentes para suicidarse y perfeccionar diferentes estilos. Sería más fácil buscar juntos maneras más airosas de acabar con uno mismo; ¿Acaso la muerte no puede ser indolora, elegante y respetuosa con la dignidad humana y —por que no— incluso gloriosa y bella? ¿Está el ser humano obligado a conformarse con los métodos tradicionales? Al fin y al cabo, colgarse de una soga es de lo más primitivo. La rotura de las vértebras del cuello causa un estiramiento forzado de la tráquea de hasta medio metro, la cara se vuelve azul, la lengua se sale de la boca… un cadáver así no deberían verlo ni los más allegados.

El coronel se acarició el cuello. El surco producido por la cuerda de nailon se le había puesto llamativamente oscuro en un par de días, dando la sensación de que se trataba de una excrecencia inoportuna.

—Tal vez estés en lo cierto —admitió subiéndose el cuello de la guerrera.

Rellonen se animó:

—¡Imagínate, Hermanni! Con un grupo numeroso podríamos tener nuestro propio terapeuta y pasar nuestros últimos días disfrutando de la vida. Siempre es más agradable pasar el tiempo en compañía que solo. Podríamos fotocopiar las cartas de despedida para los allegados, contratar a un abogado entre todos para que se ocupase de las últimas voluntades y testamentos: eso significaría un ahorro… tal vez hasta conseguiríamos descuento en las tarifas de las esquelas, si fuésemos los suficientes. Tendríamos la posibilidad de vivir sin estrecheces, porque seguramente vendría a parar al grupo alguna persona de recursos, actualmente los ricos se suicidan más de lo que se cree… Y sería fácil atraer a las mujeres, sé que en Finlandia hay muchas aspirantes a suicida, y no todas tienen mal aspecto. Al contrario, la tristeza les da a las mujeres deprimidas un atractivo particular…

El coronel Kemppainen empezó a madurar el asunto en su cabeza. Veía las ventajas de la racionalización que un grupo numeroso de suicidas haría posible. Se podrían evitar los diletantismos, que convertían en chapuza un hecho tan importante. Si lo meditaba desde el punto de vista de un oficial del ejército, le venían a la mente las ventajas que una gran tropa traería consigo. Ni siquiera el mejor soldado era capaz de ganar solo una batalla, pero cuando se reunía una tropa compacta con un objetivo único, se obtenían resultados altamente satisfactorios. La historia bélica rebosaba de ejemplos sobre la eficacia de las acciones en grupo.

Rellonen estaba entusiasmado:

—Y tú, como coronel, sabrías organizar un suicidio colectivo de finlandeses de manera profesional, llevándolo a la mejor conclusión posible. Por tu profesión debes tener madera de líder. Pongamos que tomas bajo tu mando a mil suicidas finlandeses. Primero intentaríamos hacer entrar en razón a los pobres diablos, pero si eso no ayudase, entonces tú organizarías a la tropa para llevarla dignamente a la muerte.

El director gerente empezó a imaginarse al coronel Kemppainen con su ejército, rumbo a la muerte. Utilizando un ejemplo bíblico, lo comparó con Moisés, que supo llevar a su pueblo hasta la Tierra Prometida. ¡Sería una peregrinación espectacular! ¡En lugar de la Tierra Prometida, la meta sería la muerte, el suicidio en masa, un punto final que dejaría pasmado a todo bicho viviente! Rellonen se imaginaba al coronel conduciendo a su tropa para cruzar el mar Rojo, como hiciera Moisés con el pueblo de Israel, y añadió que por su parte, él se conformaba con el papel de Aarón.

El coronel empezó a hacer planes:

—Un suicidio en masa se puede hacer pasar incluso por una catástrofe a mediana escala…, un tren se sale de la vía y… ¡cien muertos!

En opinión del director gerente un accidente de tan tremendas dimensiones sería un ejemplo estupendo de cooperación que demostraría que los finlandeses no sólo eran capaces de ahorcarse chapuceramente en algún pajar putrefacto, sino que cuando se ponían a ello, también sabían provocar la destrucción sin medida, la sublime y trágica desgracia. Al fin y al cabo, la muerte no era un hecho cotidiano, sino el angustioso punto final de la vida, y por eso era mejor que estuviese dotada de una tenebrosa majestuosidad.

El coronel se acordó de un suicidio en masa acaecido en Latinoamérica hacía una decena de años. Rellonen también recordaba el caso, que había despertado la compasión y la repulsa del mundo entero. Cierto predicador norteamericano, un charlatán, había agrupado a su alrededor a cientos de fieles chalados que, encima, le habían hecho donación de todas sus posesiones. Con sus seguidores y el dinero de éstos, el predicador había fundado una especie de colonia religiosa en Latinoamérica. Cuando a las autoridades les llegó el rumor de la existencia de aquel movimiento de enfermos, el jefe de la secta decidió suicidarse, pero no solo, sino arrastrando también a la muerte a todos sus seguidores. En aquel suicidio colectivo participaron cientos de iluminados. El resultado fue nauseabundo: los cadáveres en estado de putrefacción se hincharon por efecto del calor tropical y toda la zona hervía de moscas carroñeras… repugnante.

Kemppainen y Rellonen no se sentían atraídos por semejantes masacres. El logro había sido notable en términos cuantitativos, pero cualitativamente hablando, la forma de morir había sido indigna y el resultado absolutamente asqueroso.

Ambos coincidían en que a nadie se le podía aconsejar la muerte, pero que si alguien quería suicidarse motu proprio, el acto debía llevarse a cabo con elegancia.

Fue en ese momento de la conversación cuando el director gerente llamó a Helsinki, al Teléfono de la Esperanza de la Iglesia luterana. Una agradable voz de mujer le animó con dulzura a que le contase todas sus cuitas, de modo confidencial, naturalmente. Rellonen le preguntó si aquella noche andaba el teléfono calentito.

—Me refiero a que si han tenido ustedes muchas llamadas de gente con intenciones de suicidarse.

La devota terapeuta contestó que no estaba autorizada a dar ninguna información sobre conversaciones confidenciales. La pregunta le pareció fuera de lugar y amenazó con colgar.

El coronel Kemppainen se puso al teléfono. Se presentó y le refirió brevemente a la funcionaria el casual encuentro en el pajar de Häme sucedido dos días antes, sin esconderle sus intenciones, así como las de su amigo, de suicidarse en aquel momento. Luego le explicó la idea que habían tenido sobre la constitución de un grupo terapéutico al que serían llamados todos aquellos finlandeses que se encontrasen en sus mismas circunstancias. Por eso necesitaban saber dónde se podían conseguir las direcciones, o los números de teléfono, de los aspirantes a suicida.

La terapeuta del Teléfono de la Esperanza se mostró suspicaz. Opinaba que no era el momento indicado para ponerse a hacer debates en grupo sobre el suicidio. Bastante trabajo tenía ya ella con cada caso individual. Esa noche ya habían llamado seis para darle la misma murga. Si los señores estaban interesados en el tema, podían llamar a cualquier hospital para pacientes mentales donde tal vez les supiesen orientar mejor.

—El Teléfono de la Esperanza no proporciona listas con los datos de los suicidas que llaman; es indispensable que nuestra actividad sea absolutamente confidencial.

—Pues sí que nos ha ayudado la tía —gruñó el coronel, y acto seguido llamó al hospital para enfermos mentales de Nikkilä. Expuso su caso, pero el personal se mostró igualmente cerril. El médico de guardia reconoció que la institución también se ocupaba de pacientes con tendencias autodestructivas, pero se negó a revelar sus nombres. Además, los enfermos se encontraban ya bajo tratamiento, recibían su medicación y tanta terapia como fuese necesario… en opinión de muchos de ellos hasta demasiada. El hospital de Nikkilä no estaba necesitado de la ayuda de legos en lo que se refería a los problemas de salud mental. El médico no confiaba demasiado en la capacidad de un coronel al servicio de las fuerzas armadas para evitar los suicidios. En su opinión, la formación militar, así como las maniobras, apuntaban más bien en otra dirección.

Kemppainen se irritó e informó al médico de guardia de que, en su opinión, estaba igual de chalado que sus pacientes y le colgó de golpe.

—Vamos a tener que poner un anuncio en el periódico —fue la respuesta de Onni.

4

Rellonen y el coronel redactaron un anuncio con objeto de publicarlo en un diario nacional. En resumen, decía así:

¿ESTÁS PENSANDO EN SUICIDARTE?

No te precipites: no estás solo.

Somos muchos los que pensamos igual que tú, e incluso lo hemos intentado. Escríbenos exponiendo brevemente tu situación, tal vez podamos ayudarte.

Incluye en la carta tu nombre y dirección y nos pondremos en contacto contigo. Los datos serán confidenciales y no serán facilitados a personas ajenas bajo ningún concepto. Abstenerse aventureros y cachondos.

Enviar respuestas a la Lista de Correos de la Oficina Central de Helsinki, con la indicación «Intentémoslo juntos».

El coronel dijo que la alusión a los aventureros no era necesaria, pero a Rellonen le pareció indispensable incluirla. En su juventud había tenido malas experiencias a raíz de algunos anuncios que había puesto en la sección de contactos, a los que habían contestado muchas mujeres de espíritu aventurero, aunque él entonces sólo andaba en busca de amistad sincera y equilibrada.

Al coronel le parecía que no había por qué poner aquel mensaje en la sección de contactos del periódico. Los anuncios que allí aparecían le parecían auténticas chorradas, un vertedero para gente hambrienta de erotismo y sensiblería. Suicidarse era una cosa seria. Sugirió que publicasen el anuncio en la sección de necrológicas. Consideraba que los que pensaban en su propia muerte debían de leer por gusto las esquelas, y por tanto era más probable que el mensaje alcanzara su objetivo. Rellonen prometió hacer llegar el anuncio a la oficina del periódico.

El coronel se quedó en el chalé mientras él iba a Helsinki en su coche para ocuparse de la gestión. Acordaron que aprovecharía el viaje para cargar más víveres y demás cosas necesarias. Kemppainen dijo que entretanto notificaría al estado mayor su intención de tomarse unas vacaciones de verano. ¿Le parecía bien si pasaba al menos el principio de éstas en su chalé? Su apartamento de Jyväskylä estaba vacío, así que no tenía nada que hacer en él.

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