De repente, una luz roja se encendió en la parte superior del tablero de mandos y se empezaron a oír unos pitidos penetrantes. La señal de alarma empezó a parpadear con insistencia: muchas eran las manos de los deseosos de vivir que se habían alzado para apretar el botón de parada.
Korpela pisó el freno hasta el fondo: el autocar dio varios coletazos con brusquedad, los viajeros salieron disparados de sus asientos y las ruedas humearon por la fuerza de la frenada. El océano Ártico se aproximaba y las figuras boquiabiertas de Lismanki y Sorjonen quedaron atrás. Frente a ellos se levantaba la valla protectora de acero. Al borde del abismo, Korpela echó mano de todas sus fuerzas para girar el volante y consiguió en el último segundo evitar la barrera, desviando el vehículo para devolverlo de nuevo al camino. El autocar se escoró peligrosamente, como un buque luchando entre las olas, y por un breve instante todos vislumbraron por las ventanillas el plomizo mar que, monstruoso, les esperaba. Continuaron aún cien metros por el borde del barranco, dando sacudidas a la misma velocidad, hasta que finalmente el autocar se detuvo. Su sistema hidráulico silbaba y bramaba y del recalentado motor empezó a salir vapor, ya que se había consumido totalmente el agua de su sistema de refrigeración.
Korpela se volvió hacia la cabina de pasajeros, desde donde treinta seres aterrorizados le miraban, pálidos como la muerte.
Los aspirantes a suicida salieron en tropel del autocar de La Veloz, enjugándose del rostro el sudor de la muerte.
Korpela apagó el motor y bajó el último. Uula Lismanki y Seppo Sorjonen se acercaron corriendo. El primero parecía ligeramente decepcionado por la interrupción de un suicidio colectivo preparado con tanto ardor desde el inicio. El aguatragedias Sorjonen, en cambio, dijo estar felizmente emocionado por el giro positivo que habían dado los acontecimientos y se abalanzó a felicitar a los supervivientes, los abrazó a todos uno tras otro, les dio palmadas en la espalda y lloró con sentimiento.
Uula Lismanki preguntó qué había fallado.
Lo mismo preguntó Korpela. ¿Quiénes eran los desgraciados que habían apretado el botón de parada? ¿Les parecía una broma lo que acababan de hacer? Había tenido que dar un frenazo de emergencia en el último segundo y ya era demasiado viejo para entender o tolerar esa clase de jueguecitos. Cuando uno ha decidido morir, se muere. O una cosa o la otra. Si alguno tenía dudas, podía apearse.
—Sin contar que este tira y afloja estropea el motor —gruñó Korpela, arreándole furioso una patada a la rueda más próxima.
Todos callaban. Desde el mar abierto soplaba un viento gélido. El incansable sol de la noche sin noche, rojo, descansaba sobre el horizonte tiñendo de sangre con su resplandor la superficie del mar, mientras el enorme y estremecedor oleaje rompía con estruendo contra la vertical de roca. Unos frailecillos de pico colorado buscaban pelea con las descaradas gaviotas marinas. Aquí y allá llovía guano sobre las cabezas de la tropa suicida.
Korpela les dijo que el no pensaba quedarse toda la noche de pie, al borde de aquel acantilado. Subió a su autocar y ordenó a los demás que le imitaran. ¿Que tal si lo intentaban de nuevo?
Subieron en silencio. Uula Lismanki preguntó si aquella vez iba en serio. ¿Valía la pena que volviese a su puesto de observación para presenciar la caída?
El coronel tomó entonces la palabra. Con tono serio y reflexivo declaró haber visto cómo al menos diez o quince de los viajeros habían apretado el botón de parada en el momento culminante de la mortal carrera. Confesó que él también lo había hecho y que en su caso se trataba de algo que tenía decidido desde un principio.
Korpela preguntó por que demonios se había metido en el autocar, si no tenía intención de morir. El coronel le contestó que al menos el había tomado el riesgo con fines terapéuticos. Ver la muerte cara a cara aumentaba las ganas de vivir, ésa era una verdad muy antigua.
—¿Y qué hubieses dicho si no llego a parar el coche, so listo? Ahora estaríamos sirviendo de cebo a los bacalaos en el fondo del mar —rugió Korpela.
—De vez en cuando hay que arriesgarse en la vida —repitió el coronel, y les propuso que por ese día se dejasen de lanzamientos suicidas. La reciente experiencia había resultado horripilante y todos necesitaban tiempo y descanso para devolver algo de equilibrio a sus mentes. Ordenó a la tropa que volviese junto a Uula y que organizase de nuevo el campamento. Podrían abrir alguna de las botellas de aguardiente que habían comprado en Alta y quedarse allí a pasar la noche. Por la mañana intentarían su segundo y definitivo salto.
La propuesta fue aprobada por unanimidad. Volvieron al punto de salida de la carrera de la muerte y encendieron allí una hoguera con la leña de Uula mientras las mujeres preparaban unos bocadillos. Decidieron pasar la noche en vela. Recuperaron las botellas que les habían regalado a Lismanki y Sorjonen y se las repartieron. El alivio era palpable en el campamento. La gente se sentía feliz y en cierto modo como si hubiese vuelto a nacer. El aguatragedias los entretuvo contándoles historias maravillosas, aderezadas con sus habituales y optimistas consideraciones sobre la vida.
Lismanki mencionó que había visto al borde del acantilado un pequeño grupo formado por dos alemanes y un finlandés que estaban observando los pájaros justo cuando el autobús de Korpela hubiera debido precipitarse al mar.
Abortada la tentativa, el trío se había acercado a escuchar lo que hablaban los suicidas. El finlandés les había traducido las conversaciones a los alemanes, los cuales menearon la cabeza con desaprobación.
En medio de la alegría reinante nadie hizo caso del asunto. De todos modos, a los alemanes siempre les extrañaban las costumbres de los finlandeses, así que no había motivo de preocupación alguna.
A la mañana siguiente, Korpela se levantó temprano y fue a calentar el motor de su vehículo. Había llegado el momento de intentarlo de nuevo.
El autobús de La Muerte Veloz ronroneaba en la carretera, justo al lado de la tienda. El transportista gritó a todo pulmón por la ventanilla abierta que ya era hora de levantarse y subir al autocar. Esta vez no pensaba parar aunque todos apretasen el botón al mismo tiempo.
De la tienda no llegó respuesta alguna, ni nadie salió de ella. Pues sí que dormían profundamente. Korpela apagó el motor y fue a despertar a los aspirantes a suicida para su último viaje. Todos roncaban con una intensidad fuera de lo normal. Parecía como si la gente hubiese estado en vela durante semanas, tan profundo era su sueño. Intentó despertar a uno de los roncadores sacudiéndolo con el pie, pero este se limitó a gemir y a darse la vuelta buscando una postura más cómoda para seguir durmiendo.
Hasta la jefa de estudios Puusaari y la señora Grandstedt roncaban tan fuerte que hacían temblar la lona de la tienda.
El transportista lanzó un rugido: en caso de necesidad, le salía voz de guerrero. Los aspirantes a suicida se incorporaron fingiendo sobresalto, pero se les notaba que sólo estaban en duermevela. No parecían tener muchas ganas de subir al autocar de La Muerte de Korpela. Sus ansias de matarse se habían aplacado el día anterior, y en la tienda se respiraba claramente las ganas de vivir.
Los desgraciados salieron a gatas de la tienda con evidente desgana, pero ni uno solo subió al autobús que los esperaba en la carretera. En lugar de eso se pusieron a preparar el desayuno. El capitán en dique Seco Mikko Heikkinen sacó con un chirrido el corcho de su botella de aguardiente y tomó un trago de su medicina matinal. Se quejaba de resaca. Los demás también padecían del mismo mal, pero se contentaron con un te.
Tras un par de tragos más, Heikkinen se sintió de nuevo en forma y sacó el tema del suicidio. Por su parte y por el momento, el se plantaba. Todavía le quedaban unas cuantas botellas de aguardiente por beber antes de morir.
Comentó que durante la expedición había olvidado por completo las congojas que La Golondrina le había causado, así que ya tendría tiempo de estirar la pata en otro momento.
Otros miembros del grupo estaban en ese mismo estado de ánimo. El ingeniero de caminos Jarl Hautala dijo haber sido un ferviente partidario del suicidio colectivo desde el momento de la clausura del seminario en Los Cantores. Declaró que había estado encantado de hacer aquel largo viaje con sus compañeros de infortunio. Había disfrutado muchísimo del periplo por el país, del verano y del sentimiento de pertenencia al grupo. Los entierros a los que habían asistido habían sido muy hermosos y el viaje al norte particularmente enriquecedor.
—Pero ahora que ya estamos en nuestra meta común, y sobre todo tras el fracaso de ayer, he llegado a la conclusión de que hay razones de peso para aplazar el suicidio colectivo para más adelante. En mi corazón se ha encendido una leve llama de esperanza y ganas de vivir. Ayer, durante nuestra carrera hacia la muerte, la llama se avivó hasta hacerse una hoguera y esta mañana, al despertar, sentí una gran aprensión al pensar en mi inminente muerte. Cuando el amigo Korpela nos ha invitado a subir al autocar, me he puesto a roncar con gran escándalo y he constatado que los demás también se hacían los dormidos. He llegado a la conclusión de que aún no estamos preparados para la muerte. Comprendo muy bien la postura del capitán Heikkinen, aun cuando personalmente no este a favor del consumo desmedido de alcohol.
El transportista escuchó el discurso de Hautala con cara avinagrada. Había conducido su costoso autocar por pura buena voluntad hasta la última punta de Europa y ahora resultaba que la expedición había sido en vano. Le habían tomado el pelo. En el tacómetro se habían acumulado miles de kilómetros a fuerza de recoger suicidas por todo el país, y ahí estaban. Un hombre de acción como él se cabrearía por menos de eso.
—Pues vaya… así que ésas tenemos… muy bonito. Un servidor dejándose la piel en la carretera y ahora a nadie le apetece matarse. Pues que sepáis que no pienso llevaros de vuelta a Finlandia, así que os las apañáis como podáis, pero se acabó lo de viajar de gorra.
Todos intentaron tranquilizar a Korpela. No se trataba de vivir indefinidamente. Sólo querían aplazar el suicidio… tenía que comprender el cambio de opinión de sus amigos. El glacial océano Ártico ya no les parecía tan atractivo como al partir de Finlandia, pero todos seguían amando y defendiendo el ideal del suicidio colectivo.
La señora Grandstedt formuló en ese momento una propuesta, para someterla a la consideración del grupo.
—¿Y si nos fuéramos a Suiza? Estudié allí en mi juventud y, ¡es un país tan hermoso! Querido Korpela, ¿y si nos llevase usted hasta allí?
La señora Grandstedt les describió la belleza de los Alpes suizos y la escalofriante profundidad de sus barrancos.
Un suicidio colectivo no supondría allí trabajo alguno, podían tirarse con el autobús por donde les diese la gana, y ya estaba.
Al coronel Kemppainen la propuesta le pareció interesante. Había visitado Suiza en una ocasión, con una delegación de oficiales del ejército, y recordaba los espectaculares barrancos que había en los Alpes. En su opinión, la Confederación Helvética era el país más indicado de Europa desde ese punto de vista. Las carreteras alpinas estaban llenas de lugares ideales para precipitarse al vacío. Por su parte, apoyaba calurosamente la idea de la señora Grandstedt de viajar a Suiza.
La propuesta fue aprobada. Aparte de Uula Lismanki, todos disponían de un pasaporte en regla. El criador de renos se puso triste: se hubiese ido encantado con los demás, pero a falta de documentación, mejor sería quedarse allí, en el Cabo Norte.
Intentaron arreglar el asunto inmediatamente. El coronel llamó por radio a la policía de Utsjoki. El oficial de guardia le informó de que allí no se hacían pasaportes y que había que dirigirse al comisario rural del distrito de Inari, en Ivalo. Según él, el documento estaría listo en una semana. Para acelerar los trámites, solicitaron por radio el certificado del registro civil, y Kemppainen se comprometió a llevar a Uula en su coche a Ivalo para recogerlo.
Consiguieron convencer a Korpela de que fueran a Suiza. Todos prometieron ser considerados con él durante el viaje y el furriel en la reserva Korvanen se ofreció para relevarlo al volante siempre que hiciese falta, para que Korpela no se fatigara demasiado. Korvanen tenía un permiso para vehículos pesados, y no le importaría conducir de vez en cuando el autocar.
El transportista sopesó la propuesta. Recordaba los Alpes suizos, un bello paisaje, sin duda alguna. Tal vez pudieran realmente ir hasta allí. Si cortaban por Suecia, Dinamarca y Alemania, pronto estarían en Suiza. Había hecho varios viajes organizados por Europa y conocía al dedillo las autopistas. Por su parte, accedía a la propuesta.
La decisión de modificar la fecha y el lugar del suicidio colectivo fue, pues, aprobada por unanimidad. El coronel Kemppainen y el criador de renos Lismanki partieron hacía Ivalo en cuanto desayunaron para ocuparse del pasaporte de este último. Acordaron encontrarse en Suecia al cabo de una semana, ya fuese en el Parador de Haparanda o, a lo más tardar, en Malmö.
Con la muerte se puede jugar,
pero con la vida no. ¡Viva!
Arto Paasilinna
Cuando el coronel Kemppainen y el criador de renos Lismanki partieron hacia Ivalo, el resto de la tropa decidió hacer un poco de turismo por el Finnmark de Noruega.
Desde que en el último segundo habían decidido por unanimidad renunciar al suicidio colectivo, el ambiente se había vuelto alegre y distendido. Disponían de una semana para disfrutar del verano en los magníficos paisajes de montaña del Ártico. Mas o menos lo que tardarían los trámites del pasaporte de Uula.
Convencieron a Korpela para que les llevase a ver los lugares más hermosos de la región. La primera noche la pasaron en el Cabo Norte, pero cuando se les terminaron los víveres decidieron volver al continente. En el estrecho de Porsangerhalvøya compraron unos cuantos salmones a los pescadores del lugar y luego desvalijaron la tienda del pueblo de Svartvik. Instalaron su campamento a la orilla de un lago de montaña, en Øvre Molviktvatn, visitaron Seljenes y pescaron en el río Cinajohka una enorme cantidad de truchas. También pasaron una noche en un hotel de Lakselv, donde aprovecharon para asearse en condiciones y dormir en una cama decente, para variar. Sin embargo, el ruido de la vecina base aérea de Banak les obligó a ponerse de nuevo en movimiento. Pasaron los dos días siguientes en pleno páramo, a orillas del río Gakkajohka, adonde llegaron por un estrecho camino secundario de diez kilómetros que se desviaba de la carretera general de Porsanger.