Durante todo aquel tiempo habían ido desapareciendo personas en diferentes lugares del país. El último informe hablaba de un guardia fronterizo de Kemijärvi, un tal Rääseikköinen. Rankkala estaba perplejo: ¿estarían también involucradas personas al servicio de la seguridad fronteriza en aquel caso en que ya se mezclaban cuestiones de la política internacional y de la defensa nacional?
A Ermei Rankkala empezó a asquearle aquel asunto.
Se arrepentía de no haber tirado a la papelera en su momento el anuncio que había desencadenado la investigación. Ya era demasiado viejo para meterse en semejante berenjenal. La policía secreta no disponía de hombres suficientes, los investigadores más jóvenes actuaban a menudo con negligencia, el presupuesto era escaso, las herramientas de trabajo obsoletas e inadecuadas. Lo había constatado por enésima vez. Rankkala empezaba a temer que aquella extraña cadena de sucesos le estallara en la cara. Todo indicaba que aquello era una auténtica bomba.
Uno de los casos más intrincados de la historia de la policía secreta había sido el de los depósitos secretos de armas en 1945. Lo que en un principio parecía un incidente sin importancia, fue creciendo poco a poco hasta adquirir dimensiones gigantescas, y sus consecuencias políticas y legales, que se prolongaron durante años, pusieron en peligro la estabilidad del país. El inspector jefe Ermei Rankkala sospechaba desde hacía unos días que el expediente que tenía entre manos contuviese otro caso de las mismas magnitudes que aquel, pero aún más confuso.
Le echó un vistazo a su reloj. Ya era la hora del almuerzo. Tenía acidez de estómago, sin duda había tomado demasiado café por culpa de aquel enredo. Apartó el expediente de un manotazo y se marchó. El sol brillaba, no por nada era verano. El inspector jefe caminó a lo largo de la calle Ratakatu, rumbo a la plaza del Mercado. Allí se compró un tomate, lo restregó contra la manga de la chaqueta para eliminar cualquier resto de pesticida y le pegó un buen bocado. El zumo y las pepitas le salpicaron la corbata. Como de costumbre, nada le salía bien por mucho que se esforzase. Rankkala le dio un pisotón al tomate, espachurrándolo contra los adoquines de la plaza y se paró a la orilla de uno de los andenes del puerto. Por un instante le pasó por la cabeza la idea de tirarse al mar y ahogarse en aquella agua aceitosa.
Por la mañana los suicidas llegaron a Alta. El capitán en dique seco Mikko Heikkinen estaba firmemente convencido de que una decisión tan importante e irrevocable como el suicidio no debía tomarse con la cabeza clara, sin el consuelo de un par de tragos. El coronel no tuvo nada que objetar; ¡el alcohol no mata en un día! Y tal como estaban las cosas, eso era lo que le quedaba de vida al grupo.
Heikkinen encontró una licorería a la vuelta de la esquina y se metió en ella. Pidió treinta y tres botellas de aguardiente. Los vendedores se retiraron a la trastienda para discutir el pedido. Naturalmente, estaban familiarizados con la debilidad de los turistas finlandeses por las bebidas espiritosas, pero es que el tipo pretendía llevarse media tienda. Consultaron con el director si podían venderle treinta y tres botellas de aguardiente a un mismo borracho y este se asomó para verlo. En cuanto le echó el ojo, supo que el finlandés era un profesional del ramo; autorizó la venta e incluso recomendó a su cliente algunos aquavits noruegos. Heikkinen se dejó convencer y se llevó en total cuarenta y cinco botellas. El coronel Kemppainen pagó y le ayudó a llevarlas al autobús. En su opinión, unas cuantas menos hubiesen bastado, pero Heikkinen se justificó diciendo que el ser humano sólo se moría una vez.
También fueron a por comida, pero sólo para una vez. No les parecía que fuese necesaria más, ya que se acercaban al final de su viaje.
Uula Lismanki quiso comprar medio estéreo de leña
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Al ver que los demás se extrañaban, Uula les dijo que no tenía intención de seguirles hasta el fin. Se quedaría con el aguatragedias contemplando cómo el autobús se precipitaba al océano Ártico desde el acantilado del Cabo Norte.
Necesitaba la leña para hacer una hoguera y no congelarse en aquellas rocas azotadas por los vientos. No era para menos, porque lugar era tan frío, que ni siquiera los abedules enanos crecían en él.
El criador de renos preguntó a unos lugareños dónde se podía conseguir madera para quemar, preferentemente ya cortada. Le dieron las señas de un granjero que vivía en las afueras de la ciudad y que solía vender leña seca. Uula la cargó en la bodega del autocar y de paso vaciaron el depósito de aguas residuales del autobús —que con tanto viaje estaba a rebosar— en el pozo ciego de la granja.
En Alta tomaron rumbo noreste, hacia las montañas que rodeaban el mar. Delante de ellos circulaba a trompicones un destartalado autobús local, pero el buque insignia de La Veloz lo adelantó sin ningún problema. Korpela vio por el retrovisor que el autobús en cuestión era el que hacía la línea Alta-Hammerfest. Se le pasó por la cabeza que su flamante Delta Jumbo Star fuese tal vez demasiado caro como para arrojarlo a las olas del océano Ártico y que para ese menester podía servir también un autocar de peor calidad, como el que acababan de adelantar. ¿Qué tal si hacía su última buena obra, y canjeaba su autobús de lujo por el destartalado coche de línea, donando la diferencia a la economía noruega? El transportista lo consultó a través del micrófono con los pasajeros. Ellos también se mostraron de acuerdo en que era un derroche innecesario cometer un suicidio colectivo en un autocar tan sofisticado y aceptaron de buena gana morir menos suntuosamente.
Con una rápida maniobra, Korpela le cortó el paso al traqueteante coche de línea, y lo obligó a pararse en el arcén. Preguntó a sus compañeros si alguno hablaba noruego. Una mujer de cincuenta y cinco años de la clase alta de Helsinki, la señora Aulikki Granstedt, que había permanecido durante todo el viaje sumida en sus propios pensamientos, se sobresaltó al oír que sus conocimientos lingüísticos eran requeridos y se ofreció como intérprete.
Korpela y la señora Granstedt se fueron a presentar su propuesta mercantil al conductor del coche de línea de Hammerfest.
El conductor noruego estaba cabreado con Korpela por su brusca maniobra, pero dejó de quejarse en cuanto oyó lo que le proponía. ¿Cambiar de autocar en pleno trayecto? ¿Acaso aquel finlandés estaba mal de la cabeza? El noruego declaró que no tenía tiempo de hacer el payaso en medio de la nada y que tenía que ceñirse a su horario para poder estar por la noche en Hammerfest. En el autobús había unos veinte pasajeros de los que al menos una parte tenía que llegar a tiempo al transbordador de Hurtigruten.
Korpela intentó convencerle de que tenía ante él el negocio de su vida: se sentaría al volante de un autocar de lujo sin hacer desembolso alguno. Los papeles estaban en regla y el vehículo estaba completamente pagado. ¿No se daba cuenta de que allí, al borde de aquel camino, se le estaba presentando la oportunidad de hacerse de oro?
Pero la idea de un enriquecimiento repentino dejaba frío a aquel hombre. Korpela invitó a los noruegos a que visitasen su autobús. Entusiasmados, los viajeros fueron a conocer por dentro el lujoso vehículo de La Veloz de Korpela, S. A. El intercambio les pareció una idea estupenda y reprocharon al conductor su inútil pusilanimidad. Había que coger al vuelo las oportunidades que se le presentaban a uno. Los habituales de la línea conocían muy bien a aquel hombre, al que tachaban de indeciso y quisquilloso.
El noruego se enfadó al oír aquello y se cerró en banda. Declaró que el canje de autobuses no podía llevarse a cabo en medio del páramo, que el vehículo no le pertenecía, que era propiedad del estado y el no estaba autorizado a cedérselo a nadie. Vamos, que de ningún modo, aunque en el cambio se llevase el mejor autobús del mundo.
A raíz de aquello se originó una fuerte riña entre conductor y pasajeros. Los noruegos insistían en quedarse con el nuevo autocar para la línea Alta-Hammerfest, pero no había forma de doblegar al idiota del conductor, que no hacía sino repetir como un loro lo de los horarios estrictos y lo de la propiedad del vehículo. Un auténtico cretino, fue la conclusión unánime. Al final hasta Korpela se hartó y retiró su generosa oferta, subió con la intérprete a su autocar y salió pitando. El tozudo conductor de línea continuó en silencio rumbo a Hammerfest, según el horario establecido, y los viajeros no pararon de lanzarle improperios hasta el final del trayecto.
Al cabo de más o menos una hora de conducción brusca, desde la carretera empezó a verse de nuevo el mar. Llegaron al fiordo de Porsanger. Las ganas de conversar de los viajeros empezaron a agotarse conforme el viaje avanzaba, hasta que la visión de la gris superficie del Ártico y su oleaje los dejó por fin sin habla. No era de extrañar, ya que aquellas enormes y espumosas olas que se sucedían sin tregua iban a convertirse en su tumba; sólo tenían que llegar a la boca del fiordo y desde allí, tras una travesía de diez millas marinas, a la isla de Mageroya, en cuyo extremo septentrional el funesto Cabo Norte se hundía en el gélido mar polar.
El final del viaje discurría a gran velocidad, como si el Cabo Norte corriera a su encuentro. Hicieron en el transbordador un cortísimo trayecto y continuaron de nuevo la marcha por tierra firme. Korpela no se entretuvo, sino que fue derecho de Honningsvåg al cabo. Era ya de noche cuando llegaron al acantilado más septentrional del mundo.
El transportista detuvo su autobús a un kilómetro de la punta y ordenó a Uula Lismanki y a Seppo Sorjonen que recogieran sus pertenencias y la leña y se despidiesen.
Aquel era un lugar adecuado para acampar, y desde allí podrían acercarse al acantilado a pie y contemplar cómo el autobús, a toda velocidad y atravesando las vallas protectoras, caía al mar.
—¡Vaya película… para haber tenido una cámara de vídeo! —dijo el criador de renos con pesar, mientras el y Sorjonen amontonaban la leña sobre el suelo de la tundra. Les habían dejado víveres suficientes para ambos—. ¡Eh!, ¿qué pasa con el aguardiente? ¡No irán a tirarlo al mar! —preguntó Uula. Y era cierto, porque la mayoría de las botellas que el capitán en dique seco Heikkinen había comprado, estaban aún intactas. Él mismo ya había vaciado una y empezado otra, pero el resto de la tropa casi no había bebido nada durante el viaje. El coronel admitió que no había ninguna necesidad de destruir la carga de aguardiente y llevó las botellas al brezal; quedaron bajo la custodia de Uula, cuyos ojillos brillaron de felicidad.
El director Rellonen y Jaakko Lämsä llegaron en el coche del coronel, y este le pidió que le entregase las llaves a Sorjonen. Le parecía inútil destrozar dos vehículos, cuando los que iban a morir cabían en uno. Luego añadió que había llegado el momento de subir al autobús, cosa que Rellonen y Lämsä hicieron con bastante lentitud.
Korpela giró la llave en el contacto. El potente motor comenzó a rugir de manera siniestra y fatal. Frente a ellos se abría el estrecho camino que discurría por la planicie rocosa hasta el mar. Algo más lejos se levantaba una pequeña construcción. Estaban a trescientos metros sobre el nivel del mar. Por el momento.
Los suicidas permanecían en sus asientos, tensos y en silencio. Había llegado el instante fatal. Algunos habían cerrado los ojos y otros se cubrían la cabeza con las manos. Heikkinen era el único que bebía aguardiente.
Uula Lismanki y Seppo Sorjonen echaron a correr hacia el borde del acantilado, adelantando al trote al autobús.
Se apresuraron para no perderse el último vuelo de sus amigos. Aquello no se veía todos los días, dijo un Uula jadeante mientras corrían.
Todavía había tiempo. Lismanki y Sorjonen tardarían un poco hasta llegar al borde del acantilado. El coronel se acercó a Korpela para preguntarle si quería explicarle sus motivos para suicidarse, ya que había llegado el momento de morir. El transportista miró al coronel fijamente a los ojos y dijo:
—Los de Pori nunca hemos sentido la necesidad de irle contando a la gente nuestras cosas… así que vamos a dejarlo.
Los dos corredores estaban ya a suficiente distancia de ellos. El transportista se volvió hacia sus compañeros y anunció por el micrófono que había llegado el momento de partir.
—Así que adiós y gracias por todo. Voy a poner este trasto a su máxima potencia. Agarraos como podáis a los asientos, porque esto se meneara al despegar. Luego, a volar unos segundos y el resto ya os lo imagináis.
El coronel tomó entonces el micrófono y agradeció a los suicidas su contribución al éxito de expedición. A punto estuvo de citar la famosa orden del día del general Mannerheim y decir que había combatido en numerosos frentes, pero que nunca había visto soldados luchando por la vida con tanto valor como aquellos aspirantes a suicida.
Pero, finalmente, se abstuvo: no era cuestión de hacer bromas a la hora de la muerte.
—Y para terminar, quisiera subrayar de nuevo que nadie tiene la obligación de seguir a los demás hasta el final.
Queridos amigos, os ruego que meditéis una vez más sobre vuestro destino. La puerta del autocar esta abierta, podéis salir con total libertad. La vida sigue ahí afuera.
Un silencio embarazoso siguió al llamamiento del coronel. Desconcertados, los suicidas en potencia se miraban unos a otros, algunos dando la impresión de que, tal vez, hubiesen querido salir del autobús y seguir con vida. Sin embargo, nadie se levantó.
El coronel fue a sentarse junto a la señora Puusaari. La jefa de estudios le tomó de la mano y se la apretó. Miró a lo lejos por la ventanilla, hacia el mar abierto. A un kilómetro de distancia se veían las figuras de Uula Lismanki y Seppo Sorjonen, que estaban de pie al borde del ventoso acantilado. Uula agitaba los brazos en un gesto de aliento.
Korpela pisó a fondo el acelerador y comprobó el freno de mano. Metió una marcha. El motor se empezó a poner a cien y la aguja se inclinó del lado rojo del indicador.
Korpela soltó lentamente el embrague. El autocar se puso a temblar en su sitio como un bombardero cargado hasta los topes que calentase motores en la pista, listo para el despegue.
Korpela levantó el pie del embrague y soltó el freno de mano. Con la rabiosa fuerza de sus cuatrocientos caballos, el autobús de lujo salió disparado, las ruedas echando humo.
La aguja del indicador de velocidad se volvió loca, el asfalto pasaba bajo el vehículo suicida a un ritmo salvaje; el acantilado se acercaba a una velocidad de vértigo. Korpela tocó la bocina y todo el Cabo Norte se puso a temblar y resonar. El negro humo del tubo de escape salía a chorro. El autobús corría como nunca. La gélida tumba del océano Ártico les esperaba.