Delicioso suicidio en grupo (15 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

BOOK: Delicioso suicidio en grupo
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No era habitual que en un entierro se presentasen decenas de personas con un oficial de alto grado, seguramente un coronel, a la cabeza. En aquel momento el pastor se acordó también de ciertos rumores según los cuales el difunto había muerto en extrañas circunstancias en la embajada de algún país árabe, o algo así. No era en sitios como ése donde un don nadie solía acabar sus días. Tendría que improvisar con rapidez, el difunto merecía un sermón más largo y florido que el que traía preparado.

Pero rara es la ocasión en que un representante de la iglesia se queda sin palabras, y aquel curita no era la excepción. Se aclaró la garganta y, con voz potente, empezó a exponer los méritos del difunto. Hizo un panegírico de la vida de Jari Kosunen en el cual no faltaron abundantes alabanzas. Ya desde su más tierna infancia, Kosunen habría demostrado una nobleza de sentimientos de la cual sus prójimos hubieran tenido que tomar ejemplo. Su paso por la tierra había sido ejemplar, un hombre sin prejuicios que siempre aspiraba a lo más alto, su modestia, su espíritu de sacrificio y su imaginación dejarían una huella indeleble en sus coetáneos. La corta vida de Kosunen —corta desde el punto de vista humano— había estado llena de problemas y contratiempos, pero con su proverbial tenacidad, el difunto había superado —por qué no decirlo— obstáculos sobrehumanos, llegando a ocupar una posición destacada en los círculos aeronáuticos internacionales. Ni siquiera las estrecheces económicas habían podido con la voluntad de lucha de un espíritu ardiente como el de Kosunen, que se había enfrentado con determinación a todas las dificultades.

La oración fue larga y conmovedora. Al escuchar aquellas palabras, la madre de Jari Kosunen levantó hacia el cielo su rostro inundado de lágrimas. La frágil figura de la anciana se enderezó y su pecho se llenó de una noble tristeza.

Incluso la enfermera, que no había llorado en años, rompió a sollozar.

El cura pronunció las últimas bendiciones por el descanso eterno del distinguido difunto, y el féretro fue bajado a la fosa mientras todos entonaban un salmo. Después de que la madre dejase su pobre ramillete en la tumba, el coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari colocaron a los pies de ésta el enorme centro de flores de los aspirantes a suicida, hecho con decenas de rosas rojas y fresias de un amarillo brillante. El coronel se cuadró en señal de respeto y declaró con voz seria y marcial:

—En recuerdo del pionero que nos mostró el camino.

Acabada la ceremonia, la madre del difunto y sus acompañantes emprendieron la marcha hacia el coche del sanatorio que los esperaba tras la tapia del cementerio, pero la anciana quiso saludar al coronel antes de irse. Le tendió la mano y dijo con voz temblorosa:

—Señor oficial. Gracias en nombre de Jari y le ruego presente mis respetos a las fuerzas aéreas. Ha sido muy amable de su parte el que haya venido. A Jari le hubiese hecho mucha ilusión ser piloto de caza.

El oficiante del sepelio se acercó a la puerta del autocar para hablar con Kemppainen y agradecer al grupo su participación en la ceremonia. Las muertes accidentales, recalcó, eran siempre trágicas. Y más aún en aquel caso, en que el difunto era un hombre joven y con un prometedor futuro en los círculos aeronáuticos. El pastor hizo referencia al epitafio del coronel. Finlandia necesitaba precursores, pioneros valerosos, y la muerte de Kosunen representaba una gran pérdida para la aviación civil del país. Un estado tan pequeño no podía permitirse el lujo de perder a sus jóvenes talentos. Pero lo que el cura valoraba más era la dimensión internacional del difunto, algo que sus conciudadanos ignoraban. Por lo que él sabía, Jari Kosunen había tenido importantes relaciones con estados extranjeros, llegando incluso en sus últimos días a mantener contactos nada menos que con diplomáticos del Yemen del Sur. Por desgracia las proezas aéreas llevadas a cabo en medio de las turbulencias del caldeado clima de la península arábiga ya no estarían al alcance del difunto…

18

El transportista Rauno Korpela apremió a sus compañeros para que se subieran al autocar, diciéndoles con voz fúnebre:

—Es hora de irnos. La muerte nos espera.

El imponente autobús de La Veloz de Korpela, S. A. se llenó de nuevo, se animó, efectuó unas cuantas maniobras adelante y atrás en el aparcamiento del cementerio y, acto seguido, se incorporó al flujo del tráfico. El coronel lo siguió en su coche a través de la ciudad de Kotka y luego al cruzar el puente que enlazaba el brazo de mar con la carretera de Porvoo. Hicieron de un tirón el camino de Loviisa a Helsinki, ciudad que dejaron atrás ya que nadie tenía nada especial que hacer allí. Siguieron, pues, la carretera de Pori y continuaron sin parar hasta Huittinen, donde Korpela paró para repostar y tomar café y bocadillos en la cafetería de la gasolinera.

Por la noche, a eso de las diez, llegaron a Poti. Korpela condujo el autobús hasta el patio de su empresa, en la zona industrial de la ciudad, y haciendo un par de maniobras, lo aparcó en el hangar junto a otros seis autocares de su propiedad. No había nadie.

—Aquí la tenéis… Con esta flota me he ganado el pan, recorriendo las carreteras de toda Finlandia —dijo el transportista por el micrófono.

La visita no duró mucho más. Korpela ni siquiera bajó: se quedó contemplando los vehículos un instante, sonrió sin alegría y dio marcha atrás para retormar la carretera.

El coronel se separó momentáneamente del grupo para ir a su casa de Jyväskylä. Acordaron encontrarse en Kuusamo al cabo de dos días. Helena Puusaari se ofreció a acompañarlo.

Saliendo de Pori, Seppo Sorjonen encontró rebuscando en los archivadores una interesante postal, en la que se veían dos visones jugueteando. El remitente era un tal Sakari Piippo, de Narpiö. Con afilada caligrafía, había escrito un mensaje un tanto seco:

«Qué mala suerte la mía; por mucho que me esfuerce, todo me sale mal, coño. Llamenme si les parece. Sakari Piippo. Närpiö».

En Närpiö todos conocían a Sakari Piippo, director de circo fracasado. Vivía en las afueras de la aldea en una granja bastante nueva. En uno de los extremos de la parcela se extendía un gran criadero de pieles, pero en las jaulas no se veía visón ni zorro alguno. Un poco más lejos había un establo y, detrás, un gran granero. Nada indicaba que allí hubiese un circo.

Aunque ya era tarde, Sorjonen y Rellonen entraron en la casa y allí encontraron al dueño, un tipo hosco de mediana edad que iba vestido con un jersey de lana y unos pantalones de montar. Estaba sentado en una mecedora, leyendo La Nación de Ostrobotnia. Su expresión era grave, como es habitual en los deprimidos, pero su aspecto no era para nada el de un director de circo.

Tras las presentaciones, Piippo ofreció care a sus visitantes. Lavó unas tazas y se disculpó por no haber tenido fuerzas para limpiar desde que se había quedado solo.

Sorjonen no pudo evitar preguntarle por qué la gente de Narpiö le llamaba «el director de circo Piippo». ¿Acaso había trabajado en uno?

Sakari Piippo les habló con mucha serenidad sobre su vida y sus dificultades. Se dedicaba a las pieles, criaba visones y zorros. Bueno, ya no. Un par de años atrás, cuando su actividad comercial empezó a ser objeto de crítica de las asociaciones protectoras de animales, Piippo se puso a pensar en nuevas alternativas. Reconoció que las condiciones del criadero no eran precisamente dignas de elogio. Los visones malvivían en jaulas con muy poco espacio, que además estaban expuestas al viento. Eran unos animales deliciosos, a pesar de su naturaleza salvaje. Desollarlos después de haberlos criado era lo peor.

Por aquella época, Sakari Piippo estuvo con su mujer en Amsterdam, en un viaje organizado por la Unión de Productores Agrícolas. En el programa se incluía la visita a un zoo holandés. Allí había unos monitos, loris, o algo parecido, apenas más grandes que un visón. A Piippo los visones le parecían criaturas más bellas que aquellos monos que andaban todo el día buscándose las pulgas. Los visones se comportaban con la gracia de los depredadores y su piel era suave y brillante. Entonces se le ocurrió una idea excelente.

Si la gente acudía en tropel para ver a unos monos, ¿acaso los visones, que eran mucho más graciosos, no atraerían a más público?

No contento con eso, fue aún más lejos en el desarrollo de su idea. Visitó el zoo de Ahtäri con el propósito de estudiar el comportamiento de los animales salvajes. Llegó a la conclusión de que los visones por sí solos, en estado natural no iban a atraer a mucha gente. Hacía falta algo más. ¿Y si les enseñaba a hacer un par de trucos? Se dio cuenta de que acababa de inventar algo fabuloso: un circo de visones. Su criadero estaba lleno hasta los topes, así que lo único que necesitaba era trabajar con tenacidad.

Piippo eligió cincuenta visones de los más vivaces y los trasladó al granero, donde había habilitado una zona para ellos, con su comedero y todo. Además tapió todas las entradas y salidas para que no escaparan. Los bichos podían correr libres por aquel espacio enorme y pronto comenzaron a disfrutar de la situación. Se veía que les gustaba mucho jugar y corretear por las paredes y las vigas del techo.

En comparación, eran mucho más animados y graciosos que los monos del zoo holandés.

Sakari Piippo empezó a amaestrarlos para convertirlos en artistas circenses. Según sus planes, los visones tenían que aprender todo tipo de trucos cómicos, tal y como se hacía en el circo: pasar por el aro en fila india, bailar al compás de la música, agruparse haciendo diferentes figuras y otras cosas por el estilo. A lo largo de su vida, Piippo había adiestrado algunos perros para la caza y sabía que enseñar a un animal era difícil y exigía una paciencia sin límites. Pero al menos los perros eran capaces de aprender.

Se dedicó a leer mucho sobre el tema circense y terminó convencido de que su espectáculo ambulante de visones tenía futuro, sobre todo habiendo como había un gran hueco en el mercado. En Finlandia había exhibiciones itinerantes de reptiles que, con toda seguridad, daban grandes ganancias a sus dueños. Piippo había visto aquellos repugnantes animalejos. Desde luego los visones eran mil veces más graciosos que esas perezosas serpientes, que se pasaban la vida enroscadas e inertes en sus cestas, sin aprender ningún truco divertido. Al criador le complacía soñar con su éxito como director del circo de visones.

Píippo pensaba llevar su circo de una localidad a otra en una simple furgoneta. El gasto sería mínimo. Los grandes circos de animales, por ejemplo, se veían obligados a invertir mucho dinero en el material necesario para transportar a los elefantes. Además, el pienso que comían los visones era barato. Comían la centésima parte que un elefante y no había que lavarlos, porque ellos mismos se aseaban a lenguetazos. Pero ante todo se trataba de una empresa humanitaria: los bichos ya no vivirían encerrados en jaulas exiguas, sino que recibirían continuos estímulos y verían el mundo. Las asociaciones protectoras de animales no tendrían nada que decir sobre aquella nueva forma de sacar provecho de tan graciosos animalillos.

Piippo convenció a su mujer para que hiciese de domadora: su físico se prestaba bien a tal menester. En un taller de peletería le encargó un traje de escena, naturalmente todo de piel de visón. El conjunto consistía en unas botas blancas de caña alta, un bikini de visón blanco y una capa del mismo material. Y como remate, un sombrero stetson decorado obviamente con pieles. Cuando su esposa vio aquellas prendas se sintió algo cohibida al principio.

La vestimenta era, sin duda, extremadamente sexy, y la granjera se transformaba con ella en una auténtica belleza.

Sorjonen y Rellonen le rogaron a Piippo que le mostrase al grupo los resultados de su trabajo, pero el director no parecía muy convencido. Se quejó de que los visones eran mucho más difíciles de entrenar que los perros: se trataba de unos bichos testarudos, que no atendían las órdenes del entrenador y olvidaban con suma facilidad todo lo aprendido.

Para ser sinceros, por culpa de su desvergüenza todo su brillante proyecto se había venido abajo en unas pocas semanas.

Les llevó a regañadientes a visitar el granero, donde había amaestrado a los visones durante casi un año y medio. Los suicidas en potencia le siguieron. Había que colarse a toda prisa por la puerta para evitar que las bestias escaparan; aun así, eran tan rápidas que siempre se producía alguna fuga.

El director de circo encendió las luces del vasto edificio. A primera vista parecía desierto. En el suelo, junto a una de las paredes, había una fila de jaulas con cómodos lechos para los animales, y los comederos estaban al fondo.

El lugar apestaba a la orina de las bestezuelas.

Piippo se puso a dar órdenes para que saliesen de sus escondites.

—¡Aaaaa formaaaar! ¡Ar!

Detrás de las jaulas, en lo alto de las vigas y en otros rincones, empezaron a asomar hocicos desconfiados. Piippo siguió gritando, y los visones empezaron a salir, reticentes. Se situaron en el centro del granero, en una vaga formación, y empezaron a dar volteretas con evidente desgana. Los más ágiles trepaban por la escalera del granero y volvían a bajar dando pasos de baile. Piippo cogió una llanta vieja de bicicleta y ordenó a sus pupilos que saltaran a través de ella. Los visones mostraron sus afilados dientecillos y se negaron a obedecer. Alternando amenazas y súplicas, Piippo consiguió que los animalillos se acercaran de mala gana al aro. Finalmente, cinco o seis de ellos cedieron a las pretensiones de su amo y con un trotecillo desganado pasaron por el aro, como quien no quiere la cosa. Pero, hete aquí, que algunos de ellos se pusieron a saltar desde el otro lado, lo cual acarreó una discusión entre congéneres que acabó en pelea. Sólo se calmaron cuando su entrenador les repartió unos cuantos arenques. La comida sí que les venía bien, así que, rápidos como el rayo, se acercaron todos, incluidos los que no se habían dignado a hacer pirueta alguna.

Piippo se quejó del fracaso del adiestramiento. Además, desde que su mujer le había dejado, los visones se habían vuelto aún más descarados. Su esposa había actuado con dos o tres de los más dóciles en Pori y otras localidades de las cercanías en diferentes ocasiones, como pequeñas ferias de beneficencia o inauguraciones de tiendas y almacenes. Había cosechado un gran éxito, más por su seductor traje que por el número en sí. Los hombres de la región acudían en tropel a ver a la señora Piippo y sus visones. Al final ella encontró a otro hombre y el divorcio ya estaba en tramite. La esposa de Piippo había abandonado la carrera artística y se había ido a vivir a Laitila con el dueño de una granja de gallinas ponedoras. Por lo visto ya solo se ponía el bikini de piel en las actuaciones que hacía en privado para aquel tipo. O al menos eso era lo que decían las malas lenguas.

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