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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Delicioso suicidio en grupo (11 page)

BOOK: Delicioso suicidio en grupo
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Korpela prometió acudir con su vehículo desde Pori en cuanto el jefe del grupo volviese de solucionar sus asuntos en Helsinki. Quedaba a la espera de la orden para ponerse en marcha. No tenía nada que perder y estaba dispuesto a todo.

Al Coronel no le quedó más remedio que llamar a Korpela. El transportista estalló en carcajadas y dijo que estaría en Häme en menos que canta un gallo.

—¡Allá voy! Dejen bien abierto el portón. ¡Vamos a ir a muerte, se lo digo yo, mi coronel!

12

De madrugada, a eso de las cinco, el campamento del lago Humalajärvi despertó con la aparición bamboleante de un gigantesco autobús de lujo en el jardín. Korpela había llegado. Dando marcha atrás, aparcó las veinte toneladas entre el cobertizo de ramas y el cenador, y, acto seguido, hizo sonar la potente bocina.

El transportista sesentón bajó ágilmente del vehículo. Llevaba un uniforme azul, como el de un piloto de aviación, y una gorra de visera reluciente. En el lomo del flamante autobús estaba pintado en colores metalizados el logotipo de la empresa: La Veloz de Korpela, S. A. El propietario gritó a los que dormían bajo el cobertizo:

—¡Fin del trayecto! ¿Es éste el refugio de los suicidas?

Los desesperados se agruparon alrededor del nuevo recluta para saludarlo y admirar su hermoso autocar.

Korpela estrechó en primer lugar la mano del coronel, y después las del resto del grupo. Los miró a todos con aprobación y acto seguido, los invitó a visitar el vehículo, dejando subir primero a las mujeres.

—Este es el autobús más caro que se puede conseguir en el norte de Europa. Dos millones de marcos me ha costado, se dice pronto… —Se jactó Korpela. Les contó que estaba nuevecito y que sólo había hecho el camino de la fábrica de carrocerías de Lieto a Pori y de allí, aquella misma noche, hasta el lago Humalajärvi. Tenía cuarenta plazas y un triple chasis a prueba de bomba. En la parte trasera rugía un motor de cuatrocientos caballos con refrigeración intermedia. El interior estaba dividido en dos pisos: la cabina del conductor quedaba abajo, y la parte de los viajeros, arriba. En el piso inferior había también una cocina con horno microondas y frigorífico, un retrete químico y un armario ropero. En la parte trasera del piso superior había una salita de reunión con capacidad para diez personas. El autobús estaba equipado con vídeo, radio y aire acondicionado, y sus asientos eran más espaciosos que los de primera clase de los aviones. Un vehículo espectacular, realmente.

Encendieron una fogata en el jardín y colgaron de las trébedes la enorme cafetera. Las mujeres sirvieron el desayuno en el porche de la casa, poniendo sobre la mesa lo mejor que había en el campamento: fiambres, huevos duros, panecillos hechos en el horno de tierra, zumo y café. La jefa de estudios Puusaari acompañó a Korpela hasta el porche para que desayunase con los demás.

El transportista era un hombre vivaz y lleno de energía, y no daba la impresión de estar cansado, a pesar de haber conducido toda la noche desde Pori. Elogió su autobús diciendo que estaba tan bien equipado que podía conducir una semana sin parar y sin echar siquiera de menos tomarse un café, por no hablar de dormir.

El coronel entró en la casa para buscar la carpeta que contenía, entre otras, su respuesta al anuncio del periódico.

Se trataba de una tarjeta comercial de La Veloz de Korpela, S. A. en cuyo reverso el transportista había escrito: «Muy interesado en el suicidio, pero sin tiempo para escribir en este momento. Pónganse en contacto y ya hablaremos.»

El coronel cerró la carpeta y pasó a exponerle los proyectos de su grupo. Le contó que tenía en su poder los datos de más de seiscientos finlandeses y que los había utilizado para organizar el seminario de Helsinki. Tras referirle a Korpela lo acaecido en el transcurso de la reunión, así como los sucesos posteriores, Kemppainen le preguntó si había entendido bien cuál era el objetivo de la tropa. No estaban hablando de turismo de lujo, sino que más bien se trataba de aliviar a personas desesperadas que se enfrentaban a cuestiones fundamentales y, juntas, intentaban hallar consuelo a su sufrimiento. El coronel quiso conocer los problemas de Korpela, si es que quería hablar de ellos.

El transportista le contestó que había sido informado por teléfono en profundidad sobre las intenciones del escuadrón suicida, con lo que no le quedaba ni la más mínima duda sobre su objetivo, que consistía en una muerte colectiva y feliz.

—Tienen ustedes mi apoyo incondicional.

Korpela le contó que era viudo, pero que ése no era el problema, al contrario. Tenía sus propios motivos de peso para matarse, por supuesto. Sin embargo, por el momento no le apetecía hablar de ellos ni analizarlos en público. Su único deseo era ponerse a sí mismo y a su autobús a disposición del grupo, sin esperar nada a cambio. Podían irse hasta el fin del mundo, si así lo deseaban. Por teléfono le habían hablado en principio sobre una posible expedición suicida al Cabo Norte, y la idea le parecía fantástica. Dijo que él era hombre de viajes largos y que jamás se le ocurriría suicidarse cerca de su casa. Se sabía capaz de matarse solo, pero, de alguna manera, le gustaba la idea de colaborar en este campo.

Declaró que podía dejar los asuntos de su compañía de autobuses cuando quisiera. No tenía herederos, sólo unos cuantos parientes lejanos con los cuales nunca se había llevado bien. El trabajo en sí, los viajes contratados por toda Finlandia, se habían vuelto repulsivos en los últimos años. Estaba hasta las narices de los vociferantes equipos de hockey sobre hielo, que se ponían hasta las trancas de cerveza y se dedicaban a ensuciar los autobuses y a mortificar a los conductores. Los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que viajaban a Leningrado no eran precisamente mejores, con aquella costumbre que tenían de vomitar en la tapicería de los asientos. Tampoco eran motivo de alegría los viajes de las asociaciones Cristianas: los muy beatos se quejaban constantemente por todo. O había demasiada corriente, o hacía demasiado calor y cada poco a algún tipo le entraban ganas de mear. En las paradas para el café siempre había que esperar a alguna matrona rezagada, para luego ayudarla a subir al autobús haciendo palanca y acabar con la espalda rota y sudando a chorros. Y, como pago a tanto esfuerzo, luego había que soportar horas y horas de salmos desafinados que terminaban por ponerle a uno la cabeza como un bombo.

Korpela había decidido que de ningún modo permitiría que a su nuevo autocar, un Delta Jumbo Star, lo abollaran a patadas, lo convirtieran en una cochiquera llena de vómitos o le bloquearan las salidas del aire acondicionado con algún misal abandonado.

—Y además, mientras viva no pienso volver a seguir ningún tipo de horario. ¿Qué opina la tropa? ¿Aceptan a un tipo así en sus filas?

El coronel Kemppainen estrechó la mano del transportista y le dio la bienvenida. El estrépito de los vítores de sus nuevos compañeros fue tal, que unos colimbos que se deslizaban sobre la tranquila superficie del lago se sumergieron espantados en el lodo del fondo y tardaron varios minutos en atreverse a salir de nuevo.

Tras el desayuno, dieron una vuelta de prueba. Eran más o menos las siete. Recorrieron la provincia a una velocidad de vértigo: Turenki, Hattula, Hauho, Pälkäne, Lupioinen y Lammi, donde pararon a comer. Cuando abrió la licorería, compraron veinte botellas de champán y dieron media vuelta en dirección al lago Humalajärvi para festejar el primer y exitoso viaje del buque insignia de la compañía La Veloz de Korpela, S. A.

En lo mejor de la fiesta se detuvo ante el jardín de la casa un coche negro del que se bajaron con torpeza dos hombres de aspecto muy formal, que parecían sentirse molestos. Se quedaron boquiabiertos al ver el alegre gentío que iba y venía por el jardín y el porche. Tras carraspear con aire oficial, preguntaron por el dueño de la casa.

Los serios recién llegados se presentaron a Rellonen: uno era el comisario rural del distrito y el otro un abogado de Helsinki. Este último dijo que representaba al oficial del juzgado encargado de la liquidación de los bienes de su empresa en quiebra. El director gerente ofreció champán a sus visitantes, pero éstos no parecían estar para muchas fiestas. Estaban allí por otro asunto, algo mucho más grave.

El abogado sacó un fajo de papeles y declaró que, en virtud de la sentencia emitida con fecha 21 de marzo del año en curso por el Tribunal de Primera Instancia de Helsinki sobre la citada quiebra, quedaba prohibida toda enajenación o destrucción del inmueble situado a la orilla del lago Humalajärvi, y asimismo, teniendo en cuenta los agravantes del caso, se declaraba la citada propiedad bajo embargo inmediato; por consiguiente, el director Rellonen tenía que hacerle entrega de las llaves y retirarse del citado lugar, él y todos los allí presentes, esa misma noche antes de las doce.

El comisario del distrito añadió que en caso de desobediencia, él mismo se presentaría en calidad de autoridad competente para facilitarle la mudanza y que, de ser necesario, también los oficiales de policía bajo su mando se ocuparían de acelerar dicho trámite.

Rellonen se opuso, diciendo que por lo menos seguía siendo amo de su casa y señor en sus propias tierras. Amenazó con presentar una queja ante el defensor del pueblo por la conducta del oficial del juzgado y el comisario de distrito, y dijo que si hacía falta llegaría hasta el mismo presidente de la República. Pero sus protestas no surtieron ningún efecto.

Les dieron permiso para vaciar el frigorífico, sacar del pozo la caja de cerveza puesta a refrescar y llevarse las ollas y demás menaje de cocina comprado en Urjala, que reconocieron como propiedad de los invitados de Rellonen. Vamos, que al director gerente le dejaron con lo puesto y sólo le dieron permiso para coger sus enseres de aseo personal, además de una pastilla de jabón y una toalla. El resto de los bienes muebles quedaron confiscados en el interior de la casa y Rellonen tuvo que entregar sus llaves a los invasores, tras lo cual aún le fue exigido que firmase el acta de embargo.

La formalidad fue llevada a cabo con la mayor brevedad y frialdad. Cuando terminaron, el comisario de distrito y el oficial del juzgado subieron al coche y se fueron por donde habían venido.

El oficial del juzgado le dijo al comisario con indignación:

—Pues menuda fiestecita tenían organizada. Claro, no me extraña que el tío haya acabado en la ruina. Con una marcha como ésa, hasta el Banco de Finlandia se hundiría, así que… ni te cuento una lavandería…

El comisario no se quedó atrás. El mundo de los negocios estaba podrido de cabo a rabo. El tipo se había declarado insolvente, pero para champán sí que había dinero.

Había contado al menos veinte invitados en la casa, y todos estaban borrachos como cubas. Estaría en bancarrota, pero desde luego, eso no le impedía pasárselo en grande.

—¡Joder…! Y luego, ¡que pague el contribuyente!

—¡Y cómo me hervía la sangre al ver a esos parásitos… tirando al lago las botellas de champán a medio beber! Les ponían el corcho y hala, al agua. ¡Qué vergüenza! Por suerte, ya ha terminado todo.

El comisario añadió:

—¿Y que me dice del coronel ese, que se pavoneaba más que nadie? Una conducta inadmisible para un representante de las fuerzas armadas. Los cuervos graznan donde apesta a carroña, eso ya se sabe.

El oficial admitió que de vez en cuando él también bebía champán, y con gusto, pero a sus expensas normalmente. Sin embargo, celebrar semejante sarao y, como quien dice, sobre las ruinas de una empresa sumida en la bancarrota… eso era inaudito. Daba náuseas contemplar semejante desenfreno, cuando en Finlandia quedaba aún tanta miseria material y espiritual. Cientos de personas se suicidaban en el país, gente que se veía superada por sus problemas… Y pensar que mientras tanto semejantes sinvergüenzas se arrogaban el derecho de vivir a lo loco sin preocuparse por el mañana…

13

Cuando el comisario del distrito y el oficial del juzgado se fueron, el director Rellonen se subió a la mesa del porche para pronunciar un discurso. Cubrió de vituperios a los dos funcionarios que se acababan de ir y se quejó de haber tenido que luchar toda su vida contra esa clase de burócratas saqueadores. No era de extrañar que una y otra vez se hubiese visto a las puertas del suicidio. La audiencia se mostró totalmente de acuerdo.

—Pero no permitamos que este deplorable incidente estropee un día que había empezado tan bien —exclamó Rellonen levantando su vaso de cartón lleno de burbujeante champán—. ¡Brindemos por nuestro delicioso suicidio en grupo!

Bebieron champán todo el día y cuando se les terminó, Korpela y Lismanki fueron en el autobús a comprar más provisiones.

—Para habernos matado… Casi nos metemos en una zanja al volver —contó luego Uula, satisfecho.

El coronel Kemppainen les advirtió sobre los peligros de beber con desmesura. Era malísimo para la salud, ya que los riñones y el hígado no podían soportar demasiado alcohol. Alguien llamó la atención de Kemppainen sobre el hecho de que poco importaba una posible cirrosis, dado que, de todas formas, todos tenían un pie en la tumba. El coronel no tuvo nada que objetar a eso.

Más avanzada la tarde, cargaron en la bodega del autobús la tienda de campaña del ejército y todo lo demás y subieron todos en él. El ambiente estaba tan caldeado y los ánimos tan exacerbados que, como despedida, le prendieron fuego al cenador y al cobertizo que habían construido en el jardín. Fue Uula Lismanki quien tuvo la idea y todos estuvieron de acuerdo en que ambas construcciones no formaban parte de las propiedades del director Rellonen en el momento de la quiebra, aunque la casa sí lo fuera. Cenador y cobertizo ardieron artísticamente, creando sobre las apacibles aguas del lago Humalajärvi un espejismo de llamas, justo en el momento en que también el sol se ponía.

El transportista Rauno Korpela, bastante achispado, se sentó al volante de su lujoso vehículo y arrancó. Acordaron ir hacia el este todo lo lejos que pudieran, al menos mientras el conductor se mantuviese despierto. El coronel Kemppainen se metió con la jefa de estudios Puusaari en su coche y siguió al autobús, que en ese momento circulaba por el camino de la casa zígzagueando con una despreocupación alarmante. Sin embargo, al llegar a la carretera nacional aceleró y los kilómetros empezaron a desfilar rápidamente.

De vez en cuando se desviaban por caminos secundarios y Korpela les dijo que prefería circular por las rutas poco frecuentadas, sobre todo después de haber estado bebiendo champán todo el día. Los campos y los pequeños caminos rurales resultaban de lo más agradable aquella noche de verano.

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