Los dueños agradecieron al coronel y a los demás su lucha triunfal y valerosa, por la que esperaban haberse librado definitivamente de aquellos gamberros que no hacían sino estorbar la paz del establecimiento y expresaron vivos deseos de que los finlandeses volviesen al utilizar sus servicios.
Regaron la cena con un vino tinto ligero, que el anfitrión alabó, explicándoles que era uno de los mejores de la región. Su familia lo elaboraba desde hacía cientos de años.
Durante la comida, empezó a preguntarles que clase de gente eran los finlandeses. Le había sorprendido el ardor guerrero de sus huéspedes y se preguntaba que lo motivaba.
El coronel levantó su copa y dijo que dirigía una asociación de personas que van a morir, pero no quiso revelarle nada más acerca de su tropa.
—Por supuesto… todos vamos a morir —asintió el anfitrión.
Los Suicidas Anónimos no se reunieron para desayunar hasta cerca del mediodía. Los rostros de los hombres estaban en carne viva y cubiertos de cardenales. El coronel tenía un arañazo en la comisura de un parpado, el capitán en dique seco cojeaba, Uula Lismanki se quejaba de dolor en las ingles y Jarl Hautala de la espalda. A este último le avergonzaba, además, el entusiasmo con el que había participado en la pelea. Toda su vida había sido un ferviente defensor de los ideales pacifistas y de repente había perdido los papeles poniéndose a repartir leña con gente más joven que el. Se daba cuenta de que las guerras estallaban de la misma manera que la pelea de la víspera: de la provocación surgía el odio colectivo y de este la lucha armada.
Las mujeres aplicaron agua boricada en los chichones y tiritas en los arañazos. Luego desayunaron entre todos el cerdo que había sobrado de la cena, tomaron unas cuantas copas del vino de la casa y volvieron a la carretera. Korpela les recordó que la muerte les esperaba.
Fueron rumbo al sur atravesando los paisajes más hermosos de Alemania. En Würtsburg se desviaron por las pequeñas carreteras secundarias que formaban la famosa Romantische Strasse, la Ruta Romántica, a cuyos lados se levantaban numerosos castillos, para deleite de la vista. Los aspirantes a suicida suspiraban encantados al contemplar los limpios pueblecitos y sus bellas casas. Se dijeron que si en la zona se instalaran aunque sólo fuese mil finlandeses de los que vivían en los suburbios, los lugares turísticos de la Ruta Romántica aparecerían en apenas un día llenos de pintadas y todos los bellos edificios —los pabellones ornamentados, las vallas de las iglesias, las prensas del vino acabarían destrozados a patadas, y lo mismo sucedería con las abuelas que hubiesen sobrevivido a la guerra.
A la caída de la tarde llegaron a los montañosos bosques de abetos de la Selva Negra. Empezaba a oscurecer, y la frondosa vegetación de las laderas cubiertas de coníferas, con su negrura, tenía algo de tranquilizador. En efecto, cuanto más oscuro es el bosque en el que se interna, más seguro se siente un finlandés. Allí, los bosques vírgenes de abetos centenarios invitaban a acogerse en su seno a aquellos seres, ciudadanos de un país que se dedicaba a la industria forestal. Las estrechas carreteras zigzagueaban siguiendo la línea del bosque o de los prados, y aquí y allá surgían pueblecitos como salidos de un cuento. Un poco más adelante encontraron algunos albergues, pero eran demasiado pequeños para hospedar a todo el grupo. Encontraron un lugar agradable para levantar la tienda junto a un pastizal de ovejas a las afueras de un pueblecito, y las mujeres se alojaron en el pequeño albergue de la localidad. Los hombres se metieron a gatas en la fresca tienda a descansar.
Por la mañana se despertaron con el kikirikí de los gallos del valle. Luego fueron a lavarse a un manantial de la montaña y desayunaron los corégonos del lago Inari que Uula Lismanki había puesto en salmuera. Los flancos de los pescaditos eran tan negros como la corteza de los abetos cercanos.
Los moretones de los rostros de los hombres se habían oscurecido aún mas y en esas condiciones no se atrevían a dejarse ver, así que esperaron a que las mujeres volviesen del albergue después del desayuno. Cuando éstas llegaron, tuvieron que reconocer que parecían una banda de peligrosos salteadores de caminos.
Las huellas de la pelea en grupo se notaban en toda su magnitud. No había uno solo de los guerreros que no tuviese alguna parte de la cara hinchada en mayor o menor grado. En unos los hematomas eran azules o de un verde amarillento, mientras que en otros eran de un amenazador púrpura ennegrecido. Les dolían los miembros y muchos de ellos cojeaban al andar.
Korpela, que tenía el labio partido y el ojo izquierdo a la funerala y avanzaba con paso vacilante, se miro en el espejo y declaro que no pensaba presentarse en público por lo menos en una semana y que prefería permanecer echado en la penumbra de la tienda lamiéndose sus heridas. El capitán en dique seco, que además de los chichones sufría de una resaca monumental, exigió que viajasen de un tirón hasta los Alpes y, sin pensárselo dos veces, se lanzasen a un abismo. El mundo era demasiado cruel, y la vida no valía la pena.
Reflexionaron sobre el asunto desde diferentes puntos de vista. Algunos de los que lucían chichones compartían la opinión de Heikkinen. ¿Qué les obligaba a prolongar aquel triste vagar sobre la tierra? Y ya que se dirigían hacia la muerte, ¿acaso no había llegado ya el momento de cometer el suicidio colectivo?
Las mujeres, que habían pasado la noche en un acogedor albergue y se habían librado de los golpes, estaban frescas y perfumadas. Su actitud ante la vida era claramente más optimista. Reconocían que los combatientes no ofrecían una estampa demasiado apetecible, pero, por otra parte, un finlandés no se derrumbaba por unos cuantos hematomas ocasionales. Aunque no estuviesen en su mejor momento —todo había que decirlo— el tiempo les devolvería su aspecto habitual. Además —se les ocurrió a las mujeres—, si se suicidaban en ese momento iban a ser unos cadáveres aún más feos de lo normal. Francamente escalofriantes, si se los contemplaba de más cerca.
De manera que decidieron quedarse una semana en los oscuros bosques de la Selva Negra, afectados por las lluvias ácidas, y vivir en el campamento, lejos de los ojos de la humanidad, hasta que sus heridas mejorasen.
La mujeres sugirieron que, pasada la cuarentena, fuesen a Francia, como mínimo hasta Alsacia, que les quedaba bastante cerca. Una finlandesa no podía acercarse a la frontera de Francia sin soñar en pasar al otro lado. Desde Alsacia tendrían tiempo de dirigirse a los Alpes y acabar su viaje en algún barranco, según lo previsto.
Los hombres prometieron meditar la propuesta en nombre de la armonía del grupo.
La expedición suicida se preparó, pues, para vivir en el campamento de la Selva Negra, en cuyos oscuros árboles el viento producía un rumor como de muerte; los que iban a morir dormirían al pie de los abetos agonizantes y se alimentarían de corégonos negros muertos.
En una de las granjas del lugar compraron varios troncos de árboles secos para hacer fuego. Y los pagaron bien caros: un finlandés no puede talar árboles gratis en un país extranjero. Además del pescado en salmuera, las mujeres les habían traído del pueblo a sus maltrechos guerreros unas salchichas bien grasientas, que asaron al calor de la hoguera. También se vendía en aquella zona col agria, así como kassler, que era como llamaban allí a la carne entreverada del pescuezo del cerdo. A ojos vista, los hombres del grupo iban fortaleciéndose poco a poco y se les notaba que lo pasaban bien, haciéndose con rapidez a la vida silvestre: los más jóvenes se aficionaron a practicar cierto tipo de lucha primitiva; los mayores, por su parte, se dedicaban a cantar viejas marchas militares de la época de la guerra de los Treinta Años sentados alrededor de la hoguera.
Por las noches, el aguatragedias Seppo Sorjonen les contaba al amor del fuego dulces historias que hacían que sus corazones de suicidas latiesen anhelando la vida.
A través de una de aquellas historias, Sorjonen llevó a sus oyentes de regreso a la patria, al gélido invierno, la noche y los hielos de un lago. Un hombre esquiaba sobre la vasta extensión, sólo por el placer de hacerlo, en medio de la noche y sin destino preciso. La luna brillaba e iluminaba el paisaje helado haciéndolo refulgir como un inmenso mantel de seda blanca. Helaba —veinte grados bajo cero tal vez— y la nieve chirriaba bajo sus esquíes, los aros de los palos producían al hincarlos en el hielo un sonido tranquilizador. La bóveda celeste, llena de miles de estrellas, se curvaba conteniendo al esquiador, que miró hacia arriba contemplando su vertiginosa altura. Allí mismo brillaba la Estrella Polar y él estaba debajo. Se veían las Pléyades, la constelación de Orión, la de Leo y la Osa Menor. Del espacio surgió con un destello repentino una estrella fugaz y el esquiador pidió instintivamente, a la velocidad del rayo, todo lo mejor para los suyos y para el mundo entero. En ese mismo instante, otra estrella surcó el cielo: un tajo ardiente de amor y esperanza sobre el negro fondo del espacio. Como la respuesta a una plegaria silenciosa que parecía decirle que en la vida había esperanza, sueños, bondad.
Allá en el horizonte, al norte, unas débiles auroras boreales emprendían su revoltoso juego. La helada se recrudeció y en la gélida inmensidad surgió con un grito una grieta de más de un kilómetro. Pero la capa de hielo era espesa, no había por que temer a la grieta, la helada cicatrizaría pronto. De alguna orilla lejana le llegó el quejido salvaje de un zorro solitario: la pequeña bestia había olfateado al hombre y no podía callarlo. El esquiador cruzó sobre las huellas uniformes del zorro, que a la luz de la luna le mostraron el camino hacia el quejido que acababa de oír.
En sus pensamientos, el hombre abrazó al mundo entero, a la vida. Pensó embelesado que eso era algo que cualquiera podía sentir en Finlandia, tanto el rico como el pobre. Hasta un tullido atado a una silla de ruedas podía mirar a las estrellas en una noche de invierno y disfrutar de la vertiginosa belleza de la Creación, de la vida. El zorro aulló un poco más cerca, con un tono juguetón en su voz.
El hombre no lo veía, pero el sí que veía al hombre.
La luna se ocultó tras una nube, la oscuridad descendió sobre la superficie del lago. Las estrellas abandonaron al esquiador, que se quedó solo en medio de la helada y se vio asaltado por el miedo a perderse. La terrible dureza del mundo y de la naturaleza le aislaban de repente, el miedo dominaba su cuerpo y sus pensamientos, obligándole a avanzar. La vida valía mucho, allí uno podía morir, helarse sin piedad, solo y sin ayuda de nadie. El zorro vendría entonces a devorar sus miembros congelados. Luego llegarían las demás alimañas, apresurándose desde el bosque hasta el hielo o bajando desde el aire. Le picotearían los helados ojos hasta vaciarlos y un cuervo regresaría volando a su nido llevando su anillo en el pico.
Los aros de los palos de esquiar hacían crujir el hielo; el hombre, extraviado, se desplazaba al azar en la oscuridad, tan rápido como era capaz, el sudor del miedo corriéndole por la espalda. La helada se hizo aún más cruda y pareció que iba a levantarse viento. ¿Dónde estaría? El corazón le golpeaba sordamente en el pecho tan fuerte que hasta le dolía.
Ante él se levantaban unas rocas negras, tal vez de la costa, de alguna lengua de tierra o una isla. El hombre se quitó los esquíes, se los metió bajo el brazo y subió a trompicones la cuesta. Al principio no vio nada, luego sus ojos empezaron a distinguir el bosque lleno de murmullos, los abedules, los abetos y los pinos retorcidos. Se apoyó contra el tronco de uno y miró hacia atrás. Se oía el aullido lejano del zorro. El bosque susurraba suavemente de manera tranquilizadora. El esquiador partió unas cuantas ramas secas de algunos de los pinos de la orilla, hizo con ellas una brazada y encendió luego una pequeña hoguera en el hueco de una roca. Se calentó las manos al amor del fuego y se secó el sudor de la frente. De repente la luna volvió a salir por detrás de las nubes y la inmensidad plateada del hielo volvió a resplandecer ante el hombre extraviado. Las estrellas le hacían guiños y brillaban con más esplendor que antes, y el pánico desapareció. El hombre echó al fuego más ramas secas, las llamas vacilaron en la noche helada y las chispas saltaron como pequeñas estrellas fugaces. Sacó de su bolsa un bocadillo, le dio un generoso mordisco y pensó que, después de todo, la vida era magnífica, excitante, simple, digna de ser vivida. Se quedó contemplando la fogata, acariciando las llamas con sus ojos. Como han hecho los finlandeses durante miles de años. Y al igual que los aspirantes a suicida allí, ante la hoguera de aquel campamento en la Selva Negra, lejos de su casa. Gente que había sufrido mucho, y cuyos pensamientos sobre la belleza de la vida se perdieron demasiado pronto.
El coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari se hallaban en la torre más alta del castillo medieval de Königsburg, cogidos de la mano. Escuchaban a una guía francesa que explicaba en inglés las diferentes etapas históricas de la fortaleza. Desde principios de siglo hasta aquel momento. El grupo de aspirantes a suicida finlandeses rodeaba a la guía; el director Rellonen le traducía al finlandés por lo bajo las explicaciones al criador de renos Uula Lismanki, que no había tenido ocasión de aprender inglés pastoreando por las colinas de Utsjoki, el paisaje de su infancia.
Ante el castillo, construido en una vertiente de la montaña, se extendía el encantador paisaje de un valle alsaciano. Los cientos de hectáreas de extensos viñedos semejaban un mar verde y en calma en el cual flotaban pueblecitos y ciudades como seductoras islas. Las sombras de las nubes navegaban en el ligero viento matinal sobre la fértil llanura. El coronel calculó que sólo en aquel valle se producía al cabo del año el vino blanco suficiente para garantizar el suministro diario de todos los hogares finlandeses hasta final de siglo, sobrando aún millones de botellas para las borracheras de fin de semana.
Los finlandeses habían pasado la última semana en el valle, visitando pequeñas ciudades y pueblecitos. A bordo del autocar de La Muerte de Korpela S. A., habían recorrido casi toda Alsacia buscando a tres de los suyos que se habían escapado.
Para espanto de los habitantes del campo de convalecientes de la Selva Negra, tres de las mujeres más jóvenes de la expedición habían desaparecido tras uno de los viajes de avituallamiento diarios. Se trataba de la empleada de banca Hellevi Nikula, de Seinäjoki, de la operaria de cadena de montaje Leena Mäki-Vaula, de Haukipudas, y de la peluquera de caballeros Lisbeth Korhonen, de Espoo. Las ganas de vivir se habían apoderado de ellas. Habían soñado en voz alta y en presencia de todos con poder viajar por Francia, así que ése era el motivo de que las anduviesen buscando por Alsacia. Habían conseguido convencer al transportista Korpela apelando a sus sentimientos patrióticos: los finlandeses nunca abandonan a su suerte a un camarada. Para convencerle, el aguatragedias Sorjonen le pintó el escandaloso panorama de las tres jóvenes ahorcadas, quién sabía de que molino o de qué campanario francés, con el rostro ennegrecido y las medias hechas un gurruño.