El coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari llevaron a las tres fugitivas del valle de Alsacia a la Clínica de Dermatología y Enfermedades Venéreas, situada en el edificio de la Facultad de Medicina de la universidad. Había motivos de sobra para dejarlas allí y las exhortaron a que volviesen por la tarde junto al autobús, para que pudiesen hospedarse junto a los demás.
El pequeño grupo dirigido por el coronel fue a visitar el Museo de Bellas Artes, donde casualmente se podía admirar en aquel momento una retrospectiva de Salvador Dalí, con cientos de trabajos de gran tamaño. Estas obras causaron una fuerte impresión en los suicidas. La opinión general fue que Dalí era un genio pero estaba loco desde su primera juventud. Y su locura se había acentuado con la edad.
La jefa de estudios y el coronel pasaron el resto del día paseando por las calles de Zurich, sentándose en las terrazas de los cafés y admirando el flujo continuo de recolectores de patatas. Para librarse por un momento del gentío, fueron en taxi a Eluntern, a varios kilómetros de allí, donde se hallaba el cuidadísimo cementerio de la ciudad. Helena Puusaari dijo que había visto muchos cementerios durante su vida, como aficionada al tema que era, pero nunca uno tan impecable. El camposanto era la pura imagen de la meticulosidad suiza: los paseos estaban barridos hasta la exageración y no había en ellos ni una aguja de pino, los parterres de flores estaban cortados con más cuidado que la barba de un gigoló, las losas y monumentos fúnebres estaban alineados al milímetro, con escuadra y cartabón. Hasta las ardillas parecían endomingadas y se comportaban con una dignidad contenida.
En un rincón lleno de verdor vieron la estatua del famoso escritor James Joyce, que estaba enterrado allí. Helena Puusaari dijo que había leído una de sus obras, traducida al finlandés por Pentti Sarikoski.
—Ojalá en Finlandia tuviésemos escritores tan estupendos —suspiró la jefa de estudios.
—Tenemos a Alexis Kivi —intentó replicarle el coronel, pero entonces se acordó de la versión para televisión que Joukko Turkka había hecho de Los siete hermanos. El director, con la participación de siete de los peores exaltados de la Escuela Superior de Teatro, había destrozado aquel tesoro de la literatura nacional.
Por la tarde se tropezaron con el grupo a las órdenes del director Rellonen, que contemplaba asombrado la riqueza de la ciudad y la exuberancia de los paneles publicitarios. Se sentaron en una terraza a tomar unas cervezas. La conversación giraba en torno al dinero que movía el mundo de la publicidad. Taisto Laamanen, el herrero de Parikkala, se puso a recordar que antiguamente nadie hacía publicidad de nada, y sin embargo todos se las apañaban para salir adelante. A él nunca se le hubiese ocurrido poner un anuncio en el periódico diciendo que herraba caballos y afilaba guadañas. El funcionario de ferrocarriles de Iisalmi, Tenho Utriainen, observó que la pobreza era relativa. Los pobres de ahora tenían más dinero que los burgueses de clase media cien años antes. Sin embargo, sufrían de la pobreza, porque veían a su alrededor gente más rica que ellos y, aún peor, anuncios a cual más atractivo. Utriainen dijo haber llegado a la conclusión de que justamente la publicidad era la culpable de la tendencia a la autodestrucción de los finlandeses. ¿Para que vivir si de todos modos no podían comprar todas aquellas cosas maravillosas que les metían constantemente por los ojos? Calculaba que en Finlandia se suicidaban anualmente al menos quinientas personas, deprimidas por la publicidad desmesurada.
Utriainen era partidario de prohibir la publicidad en todo el mundo, ya que resultaba tan cara como la carrera armamentística, pero aún más destructiva. Finlandia podría ser la precursora en este asunto.
El coronel se fue con la jefa de estudios Puusaari a almorzar al Affelkammer, un pequeño restaurante tradicional situado en la ciudad antigua. Al enterarse el dueño de la taberna de que la pareja provenía de Finlandia, les contó que el mariscal Mannerheim solía parar allí a tomarse sus cervezas cada vez que viajaba a Zurich. Mannerheim era un tipo atlético al que, después de unas cuantas copas, le gustaba hacer demostraciones de su fuerza física. Saltando enérgicamente, se colgaba de la viga más alta del Affelkammer y, más aún, se metía por el hueco de menos de medio metro existente entre ésta y el techo, para aterrizar después con elegancia al otro lado. Una verdadera proeza que pocos suizos eran capaces de emular, ya que no tenían la fuerza suficiente y sus panzas quedaban arrancadas entre la viga y el techo.
Kemppainen se tomó varias jarras de
Feldschlosschen
, una excelente cerveza suiza. Animado por el alcohol, decidió probar sus habilidades en la viga de Mannerheim. Se trataba de una dura prueba. El coronel, que vestía su tieso uniforme, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para realizar con todos los honores la famosa voltereta del mariscal, pero como era un hombre tenaz, lo consiguió, y cuando regresó a su mesa acompañado por las muestras de admiración de la clientela del restaurante, sintió que lo invadía una oleada de viril satisfacción y orgullo guerrero. El patrón del Affelkammer lo invitó a otra jarra, a cuenta de la casa.
A las siete de la tarde los aspirantes a suicida ya estaban de nuevo agrupados, pensando dónde pasar la noche. Ya que todos los hoteles y albergues de las cercanías estaban invadidos de recolectores de patatas, se les ocurrió levantar su tienda en la confluencia de los ríos Limmat y Sihl, en el parque de la
Platzpromenade
, situado justamente en el centro de la ciudad, al norte de la estación de tren y el Museo Nacional. El coronel preguntó a un guardia municipal si era posible acampar en el parque. Este le contestó que no había ningún problema, siempre y cuando los finlandeses se atrevieran a ir allí de noche. En el parque se daban cita los drogadictos de la ciudad, que lo invadían por la tarde y lo ocupaban hasta el amanecer, así que el guardia le sugirió al coronel que buscasen otro lugar.
A falta de otra alternativa, cargaron todos la tienda, la ropa de cama y los leños que les habían quedado tras la batalla de Walsrode y fueron por un puente peatonal hasta el extremo norte del parque de
Platzpromenade
, donde los ríos confluían en un ancho remanso. Allí montaron el campamento y encendieron una pequeña fogata ante la entrada de la tienda.
Al menos cien hombres y mujeres jóvenes que se tambaleaban bajo el penoso efecto de las drogas se acercaron para observar el campamento extranjero y comunicarles que ningún mortal tenía derecho a invadir su terreno. Les amenazaron con robar y matar a todo el grupo. Ya se encargarían la policía y las brigadas de limpieza de llevarse sus cadáveres, como hacían cada mañana con los muertos por sobredosis.
Los finlandeses respondieron que habían cruzado toda Europa desde su extremo norte, y que no tenían intención de pasar la noche a la intemperie en las calles de Zurich, habiendo en el parque sitio libre y en condiciones para acampar. Prometieron permanecer en su rincón sin molestarles. Al comprobar que el lenguaje de la razón no servía para nada, el coronel y los demás hombres tomaron una actitud más agresiva y les comunicaron que eran finlandeses. Las filas de los drogadictos empezaron a dispersarse, y los que quedaban reconsideraron su situación, cuando escucharon el relato de la batalla campal de
Walsrode
y Uula Lismanki se puso a repartirle a la tropa del coronel los leños de abedul manchados de sangre.
Este pequeño gesto bastó para que los jefes del grupo de yonquis cambiasen las amenazas por disculpas y les prometiesen que podrían pernoctar allí todas las noches que lo deseasen. Los esclavos de la droga justificaron su hostilidad por el hecho de que estaban acostumbrados a usar la violencia para conseguir el dinero necesario para la compra de estupefacientes y, además, porque ya no les quedaba nada que perder en este mundo. Eran una nación de condenados a muerte, sin futuro y con un presente miserable.
Los finlandeses les confesaron que a ellos no les iban mejor las cosas. Carecían igualmente de futuro. Habían decidido suicidarse en grupo en los Alpes suizos, así que era inútil venirles con historietas conmovedoras sobre la muerte, porque, si había expertos en la materia, eran ellos.
Como resultado de las negociaciones, procedieron a la demarcación de territorios en la
Platzpromenade
trazando una línea, a un lado de la cual se quedaron los drogadictos y al otro los treinta y tres Suicidas Anónimos de Finlandia.
Los yonquis aseguraron que permanecerían en el sur de la demarcación, pero a pesar de ello el coronel decidió organizar turnos de guardia. Se presentaron como voluntarios el criador de renos Uula Lismanki y el capitán en dique seco Mikko Heikkinen, que se reservó para la noche un par de botellas de vino blanco. Uula sacó una baraja de naipes para pasar el tiempo y unos cuantos corégonos en salmuera, por si le entraba hambre.
Durante la noche, una niebla húmeda subió del Limmat, formando románticas aureolas alrededor de las farolas y la hoguera. Detrás de la línea de demarcación se oía el siniestro clamor de los drogadictos, pero ninguno se atrevió a infiltrarse en el campamento de los finlandeses.
Lismanki y Heikkinen iniciaron una partida de póquer descubierto. Empezaron jugando por dinero. Cuando al capitán en dique seco se le agotaron sus reservas de efectivo, propuso que aumentasen las apuestas. Estaba borracho, para variar, y como Uula tampoco andaba ya con la cabeza muy clara, continuaron ansiosos el juego. Heikkinen quería apostarse a todo el grupo, que en ese momento roncaba en la tienda, o al menos a sus miembros de menor importancia. Se habían acabado los juegos de niños.
—¡Vamos a jugarnos sus almas!
Acordaron que el capitán en dique seco dispusiese de los aspirantes a suicida provenientes del sur, hasta la altura de Iisalmi, y que los que venían del norte serían las fichas de Uula.
Heikkinen y el criador de renos se pasaron toda la noche sumidos en el resplandor brumoso de la lumbre y enfrascados en el juego. Estaban allí, a la orilla de aquella corriente negra, con los ojos centelleantes, como dos diablos.
De la tienda les llegaban los ronquidos confiados de sus fichas y más allá, provenientes de las cercanías del museo, resonaban los ecos de una pelea entre yonquis, los gritos de aquellos locos miserables y sus lamentos de muerte.
Y el juego continuó. Uula Lismanki perdió primero el alma de la operaría de cadena de montaje de Haukipudas, luego la del guardia fronterizo de Kemijärvi Räaseikkoinen y, finalmente, la del vendedor de coches Lämsä, así como las de otros cinco finlandeses del norte. Ya de madrugada, sin embargo, su suerte cambió y el capitán en dique seco se vio obligado a apostar un alma tras otra. Se le fueron el herrero Laamanen, de Parikkala, el furriel en reserva Korvanen, la profesora de economía domestica Taavitsainen, y hasta el ingeniero de caminos retirado Hautala. Consiguió recuperar a este último aumentando la apuesta con el operario de Joutseno Häkkinen, pero al cabo de algo más de una hora el taimado criador de renos le había ganado casi todas sus almas.
Sin embargo, Heikkinen juntó finalmente una buena mano, una escalera: un seis, un ocho, un nueve… aprovechando la buena racha, se apostó al director Rellonen, pero cuando Uula Lismanki aumentó la apuesta con Lämsä y Auliki Granstedt, la cual le había ganado a Heikkinen con anterioridad, este aumentó también la suya, mandando al fuego del infierno el alma del coronel Kemppainen.
Uula Lismanki tenía una mano que no parecía muy buena, un par de dieces y un as como carta más alta. Se repartieron las penúltimas cartas.
—¡A mí no me vacila ningún capador de renos! —rugió el capitán en dique seco mientras descubría la carta decisiva a la extraña luz de la noche. ¡La que le faltaba, el seis de picas! Heikkinen apostó entonces su alma de más valor, la de la jefa de estudios Puusaari, y miró con aspecto de vencedor a su contrincante.
Uula Lismanki respondió a la apuesta sin vacilar, poniendo sobre el tapete al director Rellonen, Tenho Utriainen, Taisto Rääseikköinen, así como un par de mujeres del sur de Finlandia cuyas almas había ganado poco después de la medianoche.
A Heikkinen se le habían acabado las almas, pero estaba seguro de su victoria. Le pidió a Uula que le dejase disponer de su propia alma para poder responder a sus apuestas. El criador de renos accedió a la oferta, ya que la propia alma era la más cara de todas y ningún juego lo valía.
Pusieron boca arriba las últimas cartas. Con grandísima angustia, el capitán en dique seco comprobó que Lismanki tenía un diez de diamantes. Y para terminar, el criador de renos levantó el diez de picas, la carta del destino, la última de las cuatro. Su juego era el mejor y todas las almas fueron a parar al infierno gracias a Uula. La última de ellas fue la del capitán en dique seco.
A falta de algo con que apostar, se acabó la partida. Así es la vida. Pero ya había amanecido: las brumas de la noche se esfumaron, el sol surgió tras las montañas y su luz mortecina se extendió por el parque.
La policía de Zurich, los hombres de las brigadas de limpieza y los funcionarios de sanidad se presentaron en sus vehículos. A los yonquis que aún se podían mantener en pie los echaron de la zona con bastantes malos modos, barrieron las jeringuillas ensangrentadas y las recogieron en unos sacos de plástico negro junto con el resto de la basura acumulada durante la noche, y a dos pobres diablos que habían fallecido por sobredosis los cargaron en sendas parihuelas y los metieron en un vehículo de la morgue.
El vencedor de la noche, Uula Lismanki, preparó café sobre los rescoldos de la fogata y despertó a las mujeres para que preparasen unos bocadillos. Al desayuno fueron también invitados los policías, los hombres de las brigadas de limpieza y los enfermeros, que ya habían terminado de limpiar el parque. Iba a hacer un bonito día, afirmaron los policías, y alabaron los bocadillos de corégono en salmuera diciendo que eran una verdadera delicia.
Los Suicidas Anónimos, desposeídos sin saberlo de sus almas, levantaron el campamento y lo cargaron todo en el buque insignia de La Muerte Veloz de Korpela S. A., para ponerse en marcha a primera hora de la mañana. Salieron rumbo a la última etapa de su viaje a los Alpes suizos.
En menos de una hora llegaron a Lucerna, una antigua y bella ciudad rodeada de bellas montañas que se alzaba a ambos lados del río Reuss. Sobre este cruzaban todavía los puentes de madera cubiertos, construidos en el siglo XIV, cuyos techos estaban decorados con frescos representando escenas de la vida de aquella época. Los Suicidas Anónimos se pasearon por ellos en silencio y contemplaron meditabundos las aguas azul turquesa que bullían en los rápidos. La jefa de estudios le dijo al coronel que tenía la impresión de que cuanto más se acercaban a los Alpes, más taciturno y silencioso se volvía el grupo. Todos estaban pensativos, concentrados en sus terribles problemas y la cercanía del suicidio colectivo confería a sus rostros una expresión grave.