A la puesta de sol se presentaron en el campamento cinco robustos suizos, que dijeron ser los representantes del cantón del Valais. Estaban muy serios y parecía que querían hablar de algo importante. El coronel los invitó a sentarse junto a la fogata y a acompañarles en su frugal cena a base de corégonos, pan y vino.
Los representantes del cantón habían tenido aquella misma noche una reunión de urgencia y les habían encargado la tarea de parlamentar con los finlandeses. La cuestión, bien simple, era que los habitantes del cantón del Valais no podían aceptar las intenciones del grupo de suicidarse en aquella zona. En opinión de los enviados, si el suicidio en sí ya era abominable, más aún lo era un suicidio colectivo. Dios no había creado al hombre para que este decidiese por sí mismo cuándo acabar con sus días. Al contrario, la intención divina era que los hombres crecieran y se multiplicasen, no que abandonaran este mundo por sus propios medios en cuanto les viniese en gana. Además, las leyes suizas prohibían los suicidios colectivos.
Kemppainen agradeció a los representantes del cantón su preocupación, pero les explicó que los finlandeses no solían aceptar consejos de desconocidos, sobre todo en cuestiones tan importantes. Les preguntó cómo se habían enterado del proyecto del grupo y ellos le dijeron que la información era de primera mano y provenía de uno de los miembros de la expedición, que también se había jactado de haber perdido el alma apostando con el diablo la noche anterior, en Zurich. Nunca en su vida habían oído nada tan terrible. Prohibieron terminantemente a los finlandeses que causasen más desórdenes en Münster y los invitaron a abandonar el cantón a la mañana siguiente como muy tarde.
Las peticiones de aquellos caciques empezaron a irritar seriamente al coronel. Parecía mentira que un finlandés de viaje por el extranjero no pudiera suicidarse sin que se entrometieran en sus asuntos. Kemppainen agradeció las advertencias a los enviados, pero no prometió nada. Dijo que los finlandeses eran un pueblo testarudo que terminaba siempre aquello que empezaba. Tenían la cabeza extremadamente dura y no se dejaban convencer por nada ni por nadie. Finlandia era un Estado soberano y sus ciudadanos tenían el derecho constitucional de decidir ellos mismos sobre sus propios asuntos, dondequiera que estuviesen.
Los representantes del cantón declararon que tenían derecho a prohibir el suicidio colectivo en su propio territorio, y el coronel tenía que entenderlo. Añadieron que, en su opinión, los finlandeses eran un pueblo de chalados.
Kemppainen les recordó entonces un episodio de la historia helvética. Unos dos mil años antes, todos los habitantes de Suiza quemaron sus casas y de mutuo acuerdo bajaron de las montañas para dirigirse al sur. Fueron 570.000 los peregrinos. Su propósito era encontrar tierras más hospitalarias donde asentarse. Los helvéticos llegaron a lo que hoy era Italia. Sin embargo, las legiones romanas obligaron brutalmente a aquella masa de gente a volver sobre sus pasos. El regreso debió de ser funesto, habida cuenta de que al partir todos los hogares habían sido destruidos. Con estos precedentes, al coronel no le parecía razonable que los representantes del cantón viniesen a darles lecciones a los finlandeses sobre lo que era razonable y lo que no…
A punto estuvo de liarse una bronca, pero no dio tiempo, ya que un terrible grito de agonía rompió de repente el silencio de la noche alpina. El eco hizo que el horroroso aullido resonase por las laderas de las montañas y los barrancos. Había motivos para que a uno se le helara la sangre, y los suizos se arrodillaron para rezar, pensando que se trataba de la última señal. Los finlandeses también se sobrecogieron.
Pronto un mensajero llegó corriendo al campamento para anunciarles que uno de los suyos se había caído por uno de los barrancos del Ródano, desde una altura de varios cientos de metros. Necesitaban hombres para bajar a buscar el cadáver.
En el Hotel del Correo consiguieron unas parihuelas. Les indicaron el sendero que bajaba hasta el fondo del barranco. Iniciaron el descenso alumbrándose con linternas eléctricas, mientras desde arriba, los testigos de la desgracia les guiaban a gritos hacia la víctima. Al cabo de un rato hallaron al desgraciado. Se trataba del capitán en dique seco Mikko Heikkinen, esta vez seco de verdad. Se había partido la columna vertebral, pero la botella de vino, que aún sujetaba en su mano seguía inexplicablemente entera. El tiempo de los milagros no había terminado.
Subieron el cuerpo en las parihuelas y lo llevaron a la terraza del Hotel del Correo. No había médico en el pueblo, pero ¿qué hubiese podido hacer con un cadáver? Un muerto es un muerto.
El ingeniero retirado Jarl Hautala bajó de la habitación para ver a su amigo difunto, le cruzó las manos sobre el pecho y cerró sus párpados. La jefa de estudios le había quitado de la mano la botella de vino. Estaba recién abierta, un Riesling del ochenta y siete, buena cosecha. Se notaba que Heikkinen le había dado al menos un trago…, el primero y el último.
El coronel informó a los representantes del cantón que, dadas las circunstancias, se sentía obligado a cambiar los planes del grupo. El suicidio colectivo no se llevaría a cabo en Münster, los señores podían dormir tranquilos.
Añadió que, en Finlandia, al menos en caso de defunción, siempre se suspendían las fiestas de cualquier género.
Jarl Hautala sugirió que los Suicidas Anónimos embarcaran en La Muerte Veloz para atravesar Francia y España hasta Portugal.
—¿Y por qué precisamente Portugal, si puede saberse? —ladró Korpela. La sugerencia implicaba sentarse de nuevo al volante durante días y días.
El ingeniero retirado dijo que se le había ocurrido, porque en la provincia portuguesa del Algarve, en su extremo sudoeste, había un cabo llamado de Sagres, más conocido como «el fin del mundo», debido a que en tiempos se creía que la tierra acababa allí. Hautala había visto algunas postales de aquel vertiginoso promontorio. Si el autocar se lanzaba al mar desde allí, la muerte sería segura, afirmó Hautala.
El ingeniero prometió ocuparse del cadáver del capitán en dique seco, si es que el resto del grupo decidía irse de aquel desgraciado lugar y poner rumbo a Portugal, donde se encontraban las playas más soleadas del Atlántico.
El coronel decidió que así lo harían.
—Mañana por la mañana a las seis, después de desayunar, levantamos el campamento y nos ponemos en marcha.
Los embajadores del cantón se arrodillaron alrededor del cuerpo sin vida de Heikkinen, juntaron las manos y levantaron sus lacrimosos ojos al cielo estrellado. Dieron gracias al Dios misericordioso por la decisión del grupo de finlandeses de abandonar el pueblo y el cantón. Tal era su fervor, que prometieron comprar con los fondos cantonales un féretro de zinc, para que el cuerpo del desgraciado finlandés pudiese ser enviado al país que le había visto nacer.
A la mañana siguiente La Muerte Veloz salió escopetada de las alturas de Münster para llegar a Ginebra antes de las nueve. Korpela aprovechó para repostar allí. El coronel y Helena Puusaari abandonaron el autobús, con el fin de coger un avión a Lisboa. Kemppainen tenía sus motivos para hacer ese viaje por su cuenta: deseaba quedarse a solas con la jefa de estudios.
Acordaron encontrarse todos a la semana siguiente en el cabo del fin del mundo. Korpela quiso saber el lugar exacto donde el coronel y la jefa de estudios esperarían a los Suicidas Anónimos. Kemppainen contestó que se alojarían en el hotel que estuviera en el extremo del continente europeo, porque seguro que alguno tenía que haber.
De manera que el coronel y la jefa de estudios volaron primero vía Londres hasta Lisboa, y desde allí, en un autobús turístico, fueron a Sagres, que quedaba a unos trescientos kilómetros al sur de la capital. La pareja se hospedó en el Riomar, exactamente lo que andaban buscando.
A la caída de la tarde, cuatro días después, La Muerte Veloz hizo su entrada en el aparcamiento del hotel. Fue un reencuentro lleno de júbilo. El coronel había organizado una comida de bienvenida en el patio, donde les sirvieron una selección de pescados y mariscos variados, todo ello regado con un delicioso vinho verde.
Los viajeros estaban en plena forma a pesar de los tres mil quinientos kilómetros que llevaban a sus espaldas. Korpela dijo que el furriel en la reserva Korvanen y él se habían turnado para conducir. Habían ido hasta Barcelona vía Lyon, luego hasta Madrid y de allí a Lisboa, de donde habían salido muy de mañana hacia Sagres. En Madrid habían conseguido algunos periódicos finlandeses en la embajada y en uno de ellos se hablaba de Uula Lismanki. Al parecer, estaba en busca y captura en Finlandia. La policía había descubierto que él era el culpable del robo de varios cientos de miles de dólares de un equipo de rodaje norteamericano. Después de leerlo, Uula había declarado que pensaba suicidarse con los demás.
Por el contrario, el resto del grupo había empezado a dudar sobre la utilidad de un suicidio colectivo. Más de uno se había dado cuenta de que el mundo era un lugar bastante agradable y que los problemas que en la madre patria les habían parecido insuperables, les parecían ahora realmente nimios vistos desde aquel rincón, el más alejado de Europa.
El largo peregrinar con sus compañeros de infortunio les había devuelto las ganas de vivir. La fraternidad había reforzado su autoestima y el hecho de distanciarse de sus pequeños y cerrados mundos les había proporcionado nuevos horizontes. La vida empezaba a mostrar un nuevo rostro: el futuro se anunciaba más luminoso de lo que hubiesen podido imaginar al comienzo de aquel verano.
El mérito de aquella recuperación emocional era de Seppo Sorjonen, el aguatragedias. Durante el viaje había entretenido, como de costumbre, a los Suicidas Anónimos con sus deliciosas historias. Mientras atravesaban las llanuras de olivares de España, se puso a evocar los platos de la gastronomía finlandesa de los cuales él había disfrutado en su trabajo de camarero por horas y durante su infancia en Carelia.
Sorjonen les contó la historia de un tal Suhonen, un granjero hacendado de la región de Nurmes, que sólo había tenido, para su disgusto, una hija a la que legar su finca. Para más inri, la heredera era canija y no demasiado agraciada, además de patizamba y malcarada, como era habitual en las hijas de los hacendados. Mandaba a paseo a los pretendientes uno tras otro, hasta que a finales de los años cincuenta, un jornalero atinó a dejarla embarazada.
Suhonen, a quien no le había apenado demasiado el contratiempo, organizó la boda del siglo para su hija y el seductor de esta. Los invitados llegaron de todos los rincones de Carelia del Norte, y se habló en todo el país de aquella fiesta que duró tres días con sus noches.
En las largas mesas del jardín de la mansión, a la sombra de los abedules, se sirvieron todos los manjares finlandeses habidos y por haber. Una gran variedad de pescados: tímalo a la cazuela, corégonos en su salsa, salmón marinado, arenques en salsa de mostaza o enrollados, tímalo ahumado, lucioperca asada al horno, budín de lucio y graten de salmón. En grandes fuentes había huevas de pescado y crema agria, pepinos encurtidos, miel, cebolletas dulces, gachas de harina de cebada, avena y guisantes, cardo, setas saladas, remolacha en vinagre, tomates, nabo rallado y ensaladilla de arenques.
Se calculó que durante los tres días que duró el banquete fueron trescientos los invitados que allí comieron. ¡Y hubo de sobra para todos!
Además de pescado, también se sirvió todo tipo de carne al estilo tradicional: paletillas asadas de cordero, cerdo y reno ahumados, carnero con patatas asado a fuego lento en el horno del pan en grandes artesas de madera. Jamones enteros de cerdo asados, estofados de liebre y de reno, perdices, faisanes y otras aves preparadas de diferentes maneras. Redondo de cerdo entreverado de tocino, sopa de cordero y col, queso al horno, gratén de colinabos, blinis… y, naturalmente, montones enormes de pasteles de arroz al estilo de Carelia, acompañados de mantequilla y huevos revueltos. Pastas de todo tipo, pasteles y galletas, gelatinas de frambuesa y otras frutas se sirvieron como acompañamiento con el café, así como coñac y demás licores. Detrás del establo de las vacas había un tonel de quinientos litros de cerveza a disposición de los invitados.
El pueblo comió, bebió y festejó a la joven pareja durante tres días enteros. Nunca se habían visto bodas tan imponentes. El anfitrión lo pagó todo con una sonrisa en los labios y dijo que tratándose de la llegada de un yerno a una hacienda como la suya, no había motivo para escatimar en gastos. Que el yerno se enterase de dónde estaba, porque cuanta más juerga se hacía, tanto más se trabajaba los otros días. El jornalero asentía con la cabeza escuchando el discurso del anfitrión, y no era para menos, porque este le estaba transfiriendo la administración de toda su hacienda ante los ojos de la provincia entera.
Gracias a aquella boda se apañaron, entre Nurmes y alrededores, más de treinta futuros matrimonios. Eso es lo que pasa cuando trescientas personas se dedican a comer, beber y bailar durante casi media semana. Sorjonen recordó que aquel año no hubo ni un suicidio en toda Carelia del Norte, y todo debido a aquella boda.
El aguatragedias repartió entre los Suicidas Anónimos las recetas de los manjares de la fiesta, por si aún llegaban a necesitarlas en vida y a todos les pareció bien, menos a Uula Lismanki, que dijo haberse zampado en los últimos tiempos tajadas demasiado grandes de cosas que no le correspondían.
El largo viaje desde Suiza a Portugal había dado ocasión a que surgiesen varios romances entre el grupo de suicidas. Se sabe quien es amigo en las situaciones desesperadas, y el hecho de compartir destino une a hombres y mujeres. Rellonen y Aulikki Granstedt empezaron a sentarse juntos. Dijeron que iban a casarse en cuánto el director gerente se divorciase de su mujer. También el mecánico Haikkinen y la operaria de cadena de montaje Leena Mäki-Vaula, el director de circo Sakari Piippo y la empleada de banco Hellevi Nikula se habían comprometido en Madrid. El guardia fronterizo Rääseikköinen, el vendedor de coches Lämsä, el furriel en la reserva Korvanen y el funcionario de ferrocarriles Utriainen también habían puesto en marcha proyectos similares, y todos los demás tenían planes de algún tipo.
Helena Puusaari tenía una noticia para todos: había decidido aceptar la proposición de matrimonio de Kemppainen. La noticia pilló por sorpresa al coronel; aún no había tenido tiempo de pedirle la mano a la jefa de estudios, ya que la única vez que lo había intentado la cosa se le quedó a medias por culpa de las campanadas del reloj de la iglesia de Münster. EI coronel se aturdió y se puso rojo como un tomate, cosa que no le pasaba desde hacía decenas de años. En su felicidad, empezó a hacer reverencias de un lado a otro, hasta que Helena Puusaari le cogió de la mano para que el pobre se tranquilizase.