Delicioso suicidio en grupo (16 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

BOOK: Delicioso suicidio en grupo
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El director de circo había llegado a la conclusión de que aquellas bestezuelas nunca llegarían a ser artistas de circo, por más que se empeñase. Durante el año y medio de esfuerzo y trabajo se había endeudado hasta las cejas, la granja estaba hipotecada y carecía de ingresos. La semana anterior había vendido sus testarudos aprendices a un criadero vecino y pronto vendrían a buscarlos. Estaba a dos velas, amargado por culpa de aquellos bichos peludos, y ni siquiera se atrevía a acercarse por el pueblo, ya que siempre había algún gracioso dispuesto a charlar sobre el mundo del circo y sus dificultades.

El camarero por horas Sorjonen y el director Rellonen le sugirieron que se uniese al grupo. El viaje hacia el norte le ayudaría a olvidar, al menos por un momento, a aquellas ingratas bolas de pelo. Dando muestras de gran alivio, Sakari Piippo recogió sus cosas y subió al autobús.

19

Kemppainen y Helena Puusaari llegaron de madrugada a Jyväskylä. El coronel la llevó a su casa, un hermoso piso en el centro de la ciudad. En el suelo del recibidor se había ido formando una montaña de periódicos y correo de todo tipo. Kemppainen apartó de una parada los diarios, recogió las cartas y las llevó al salón. Se quedó un instante pensando si debía abrirlas y leerlas. Eran correo oficial, facturas y publicidad, en su mayor parte. Como no sentía ninguna curiosidad por aquella correspondencia, la tiró a la basura sin abrir.

Los muebles, que eran heredados, le daban al salón un aire anticuado y solemne. En las paredes había cuadros de paisajes realistas; aquí y allá, pequeñas esculturas. La biblioteca estaba muy bien surtida: tratados de historia militar y sobre fortificaciones y, en menor cantidad, literatura de ficción. En una de las paredes colgaba una colección de viejas espadas. El coronel, un tanto avergonzado, explicó a la jefa de estudios que el no era ningún fanático de la guerra, ni le gustaban especialmente las armas blancas, pero, debido a su profesión, las había ido acumulando, hasta llenar con ellas aquella pared.

El dormitorio del coronel estaba a oscuras y cerrado, porque desde el fallecimiento de su esposa no se había vuelto a utilizar. Le preparó allí la cama a su huésped y él se instaló en el salón. Ambos estaban tan cansados que se durmieron de inmediato; no era para menos, porque en un solo día habían viajado desde Savonlinna, pasando por Carelia, hasta Kotka, y desde allí hasta Pori, para llegar finalmente a Jyväskylä, parando además en el camino para asistir a dos funerales.

Al día siguiente, el coronel llamó a la compañía de electricidad para que cortaran la corriente de la vivienda.

Asimismo, informó a su banco de que estaría fuera con motivo de un largo viaje y les pidió que abonaran todas las facturas habituales con cargo a su cuenta. Desenchufó el teléfono. Plantas no tenía. El coronel se llevó consigo, además de su pasaporte y sus cartillas de ahorro, unos prismáticos, el uniforme de gala y las botas de oficial, de brillante cuero negro.

Pasaron las cortinas. Así de fácil resulta marcharse de la casa donde uno ha vivido durante años. No se echan raíces en un edificio de pisos, al menos no un oficial del ejército. Para ser un hogar, un piso necesita la presencia de una mujer. Si ésta se marcha o muere, el lugar se convierte en un simple alojamiento, un lugar de paso, un agujero.

Eso fue lo que le explicó el coronel a Helena Puusaari.

—¿Aún echas de menos a tu esposa? —le preguntó la jefa de estudios, ya en el ascensor.

—Sí. Tyyne murió de un cáncer hace tres años. El primero fue el más duro de llevar. Hasta me compré un perro, pero, por mucho que sea de raza, un animal nunca podría sustituir a una esposa.

Estaba nublado cuando se marcharon de Jyväskylä. En Kuopio ya llovía, y en Iisalmi los recibió una tormenta. Allí recogieron a un aspirante a suicida del lugar, Tenho Utriainen, de cuarenta años de edad y antiguo funcionario de ferrocarriles. Había salido de la cárcel a principios de junio, después de ser condenado por agresión a un superior e incendio intencionado. Utriainen no tenía muchas ganas de entrar en detalles sobre lo sucedido y sólo se quejó de haber sido víctima de un terrible error judicial. Por culpa de un falso testimonio le habían acusado de un crimen que el no había cometido. Así era el mundo: los justos pagan por los pecadores.

Utriainen admitió que habían llegado a las manos con su jefe, e incluso que éste se había llevado la peor parte. Eso fue una imprudencia, porque el tipo era un retorcido que prendió fuego a su propia casa e hizo que el cargara con el muerto. El inexistente crimen fue ratificado por el tribunal.

Así, todas las propiedades de Utriainen fueron confiscadas como indemnización por daños y perjuicios, y encima le cayeron dieciocho meses de prisión incondicional. Por menos de eso a cualquiera se le quitarían las ganas de vivir.

Pasaron la noche en Kajaani, y al día siguiente llegaron a Kuusamo. Grande fue la emoción de la señora Puusaari y del coronel al ver el autobús de La Veloz de Korpela, S. A. en el aparcamiento del hotel. Era como regresar a casa.

El reencuentro fue muy caluroso. Rellonen les contó que habían recogido a cinco nuevos suicidas en las provincias de Ostrobotnia y Oulu. Fueron a buscarlos para presentárselos al coronel y a la jefa de estudios. Dos mujeres y tres hombres: Sakari Piippo, de Närpiö, y los demás de Vaasa, Seinäjoki, Oulu y Haukipudas. La vida de todos ellos se había ido a pique. El caso más triste era el de un operario industrial de Gulu llamado Vesa Heikura, que tenía treinta y cinco años y se había quedado totalmente inválido. Tenía los pulmones destrozados desde que el invierno anterior había inhalado gases tóxicos mientras reparaba una máquina defectuosa. El médico le había dicho que no llegaría al otoño. En el peor de los casos, duraría sólo unas semanas.

—Quién sabe…, pero pronto se verá…

Utriainen también fue presentado al grupo, que lo aceptó como miembro de pleno derecho. Acusado injustamente de pirómano y en la ruina más absoluta, ¿quién si no el tenía buenos motivos para querer acabar con sus días?

En Kuusamo se incorporó un miembro más a la tropa, un vendedor de coches de veintiocho años llamado Jaako Lämsä, que había sido expulsado de la poderosa secta pietista de Laestadius. Los otros adeptos consideraban que la forma de vida de Lämsä era demasiado mundana y se le había prohibido que mantuviese cualquier tipo de contacto, ya fuese con Dios o dentro de los círculos de la congregación. El vendedor había perdido de repente las ganas de vivir. Nadie le había comprado un solo coche después de lo sucedido. El motivo de la sentencia era que Lämsä mantenía una relación pecaminosa con la dependienta del departamento de ropa interior de una cooperativa de Kuusamo. Al parecer la señora en cuestión estaba divorciada y no pertenecía a la congregación.

El grupo no podía demorarse allí más de un día, ya que en Kemijärvi y en Kittilä les esperaban sendos desgraciados para ser llevados a la muerte.

En Kemijärvi se les unió el guarda fronterizo Taisto Raaseikköinen, de veinticinco años de edad, que padecía de alucinaciones y delirios paranoicos de un tiempo a esa parte. La situación se veía empeorada por el hecho de que se creía vigilado por potencias extranjeras, lo que convertía su trabajo en un suplicio infernal.

En Kittilä, La Veloz de Korpela, S. A. hizo parada en la aldea de Alakylä para salvar al último suicida, el agricultor Alvari Kurkkiovuopio, un solterón de cuarenta años que había vivido desde siempre con su tía Lempi. La señora había educado al chico de manera tiránica, a resultas de lo cual se había convertido de adulto en un ser completamente sometido. No le toleraba ningún tipo de rebelión o pensamiento autónomo, por no hablar de iniciativas personales. Era tal la dureza con que lo hacía trabajar, que la granja se había convertido en la más rica del pueblo. Sólo en dos ocasiones Alvari había conseguido escapar al yugo de su tía. La primera, cuando se fue a hacer la mili a Oulu, y de eso hacía ya veinte años. La segunda había sido aquel verano, cuando desafiando su destino, viajó por primera vez en su vida a Helsinki, al seminario de suicidiología.

Estaba claro que un hombre en aquellas circunstancias merecía la oportunidad de librarse definitivamente de su medio familiar.

Cuando Korpela preguntó a los aldeanos por dónde se iba a casa de Alvari, éstos le contaron que en la granja de los Kurkkiovuopio se había celebrado un gran funeral la semana anterior. Temiéndose lo peor, los aspirantes a suicida se dirigieron a casa de Alvari, que, para sorpresa de todos, estaba vivo y en buena forma. Después de todo, la difunta era su malvada tía Lempi.

Alvari no dio demasiadas muestras de tristeza, aunque sólo había pasado una semana desde el entierro. Su rostro resplandecía, parecía aliviado y tranquilo. Ahora era un hombre libre y tenía una gran fortuna. Su futuro estaba asegurado y todo le parecía apasionante. La idea de suicidarse se había desvanecido. Unos tienen que morir para que otros vivan…

Todos le desearon suerte a Alvari y lo dejaron allí, en su aldea de Alakylä de Kittilä, disfrutando de su luto.

El coronel Kemppainen le pidió al director gerente que condujese su coche, porque, para variar, le apetecía viajar en autobús con los demás. La jefa de estudios se fue con él y el vendedor de coches Jaakko Lämsä se ofreció para acompañar a Rellonen, con la esperanza de que, de camino a Noruega, podrían disfrutar de un rato agradable, discutiendo entre hombres de negocios sobre los reveses que habían sufrido en el mundo empresarial. Korpela calculaba que llegarían a la frontera de Noruega por la noche si salían enseguida, y así lo hicieron. El paisaje gris y neblinoso de Laponia desfilaba velozmente tras las ventanillas del autocar. Al borde del arcén vieron algunos renos que pacían con aire indiferente. La lluvia azoraba los almiares en los campos.

La jefa de estudios comentó que el ambiente de aquel viaje le recordaba el de una novela de Pentti Haanpää,
El turista invernal
, donde varias personas recogidas al azar viajan en coche hacia el norte.

—Un viaje angustioso, oscuro… a lo mejor a causa de las terribles heladas que se describen en el libro. Por lo demás, Haanpää siempre me ha parecido un escritor bastante sombrío —dijo Puusaari.

Desde la trasera del autocar alguien gritó que
El turista invernal
no era de Haanpää, sino de Ilmari Kianto.

Discutieron sobre ello un rato sin llegar a un consenso unánime. Pero sí estuvieron de acuerdo en que
El turista invernal
[3]
no era una historia creíble. Nadie sería tan loco de ir hacia el norte con semejantes heladas, por lo demás descritas de forma magistral.

En el albergue del monte Pallas, los viajeros comieron estofado de reno con puré de patatas y salsa de arándanos rojos. Aprovecharon la ocasión para efectuar el recuento final de la tropa: en total eran treinta y tres los aspirantes a suicida reunidos. Era un grupo grande, pero el autobús de Korpela también lo era, con sus cuarenta plazas para viajeros. Al pagar la cuenta, el coronel pensó algo abatido que acababan de comer el último estofado de sus vidas. Pronto nadie tendría que cocinarles nada, ni ir a buscarles arándanos para el acompañamiento.

Al abandonar Pallas, el cielo parecía haberse escondido tras un manto de pesadas nubes. Abajo, en el valle, les sorprendió una tormenta infernal. Llegaron al pueblo de Raattama en lo peor de la tempestad. Korpela tuvo que hacer una parada, porque la densidad del chaparrón era tal que los limpiaparabrisas no podían con tanta agua como caía por la luna delantera. Un reno macho empapado que trotaba cegado en dirección contraria estuvo a punto de chocar contra ellos. El animal soltó un bramido y desapareció en la tormenta sacudiendo la cola mojada.

La tempestad los persiguió hasta el fin de su viaje por tierras finlandesas. Con furia tenaz continuó rugiendo desde Pallas hasta Enontekiö, sin parar hasta la frontera de Noruega. El frente tormentoso seguía la misma ruta que los suicidas. El espectáculo era extraño y aterrador, como si las potencias de la muerte se hubieran unido para escoltar al autocar. Poco antes de llegar al puesto fronterizo, cayó un rayo tan cerca de ellos que por un instante se apagaron las luces y la radio se quedó muda.

Korpela cambió los fusibles del sistema eléctrico y continuó hasta la frontera. La carretera estaba llena de charcos y las zanjas a ambos lados estaban cubiertas por una blanca capa de granizo.

Uula Lismanki les dijo que conocía a uno de los guardas fronterizos, un tal Topi Ollikainen. Y justamente allí estaba, junto a la barrera y bajo una lluvia implacable, haciendo señas al autobús para que continuase. Uula le pidió a Korpela que le abriese la puerta delantera y se quedó en la escalerilla. Al pasar junto a Ollikainen, le saludó alegremente agitandø la mano y le dijo a voces:

—¡Topiiiii! ¡Que leas bien los diarios y escuches la radioooo! ¡La que se va a liaaar! ¡Diles a todos que te lo ha dicho servidoooor! ¡Los que van a morir te saludaaaaan!

20

Llegó la noche y la tormenta quedó atrás, en Finlandia. Korpela cruzó Kautokeino, rumbo al Ártico. En Noruega brillaba el sol, aunque faltaba poco para la medianoche. Sorjonen les explicó que el motivo de que el sol nunca se pusiera en Laponia era que los lapones no tenían tierra propia. En invierno el sol desaparecía tras el horizonte, pero era porque la tierra estaba cubierta de hielo y nieve.

Korpela les preguntó a los viajeros si alguno de ellos tenía tanta prisa por morir como para tener que ir de un tirón hasta el destino final. Estaba cansado, había conducido cientos de kilómetros desde Kuusamo, así que les propuso que pasasen aquella última noche sin noche en el desierto altiplano.

Ninguno de los aspirantes a suicida se opuso a la sugerencia del transportista. Para morir siempre había tiempo.

Aparcaron a la orilla de unas pequeñas lagunas. En esa meseta barrida por el viento, situada por encima del nivel del mar, apenas había bosques, pero sí extensos pantanos donde crecían camemoros
[4]
.

Uula encendió una hoguera, prepararon café y levantaron la tienda a la orilla de una de las lagunas. Una trucha salió del fondo para volver a zambullirse, produciendo en la superficie unas ondas que se fueron extendiendo calmosamente.

Bajo el brillo rojizo del sol de medianoche, surgió la conversación sobre la patria que habían dejado atrás. Nadie echaba mucho de menos Finlandia; había tratado mal a sus hijos.

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