Sólo los muertos

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Sólo los muertos
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Héctor Fuentes tomó un vuelo hacia Gran Canaria. Después se lo tragó la tierra. Para localizarlo, nadie mejor que Eladio Monroy, conocedor como nadie de las calles de Las Palmas. Este ex marinero violento, sarcástico y sentimental, vuelve a verse involucrado en un asunto que le viene grande. No es la primera vez que se mete en líos. Pero quizá sea la última.

Alexis Ravelo

Sólo los muertos

Eladio Monroy - 2

ePUB v1.0

fjpalacios
31.03.12

Título original:
Sólo los muertos
.

© Alexis Ravelo, 2008.

El autor de este libro es el mismo de
Tres funerales para Eladio Monroy
, así que, como el lector supondrá, sigue siendo un mal bicho esencialmente desagradecido. Pero también continúa habiendo personas a quienes debe dar las gracias por la lectura de las primeras versiones del texto y sin cuya colaboración este libro no hubiera sido posible o, al menos, hubiera sido bastante peor de lo que es. Ellas son Toñi Ramos, Gregorio González e Isabel González por prestarme sus conocimientos y su casa en Teror; Ivana Di Carlo, por soportar mis ignorancias y aguantar con maternal paciencia las interminables peroratas que le destripaban el argumento de
Sólo los muertos
; Eugenio Fuentes, que entre viaje y viaje siempre tiene un hueco para mí; Antonio Lozano, que me brindó su precisión atenta, Zoraida Rodríguez, que a veces confía en mi trabajo más que yo mismo; Jessy Suárez, a quien imaginé benévolamente sonriente mientras engullía mi manuscrito; una novena persona que no desea ser mencionada de ninguna manera, pero cuyos conocimientos sobre los procesos judiciales me resultaron sumamente útiles. Y, por supuesto, el equipo médico habitual: Carmen Sánchez María, madre putativa (con perdón) de Eladio Monroy y principal responsable de su existencia; Jorge Liria que está dispuesto a arruinarse para que las andanzas de mi pobre antihéroe lleguen a las manos del paciente lector; el mago Montecruz, responsable de que mis trabajos acaben pareciéndose a libros; Antonio Becerra y Carlos de la Fe, que siguen aguantando las borracheras y neuras del autor; la sala Cuasquías, el Hotel Madrid y la taberna Macabeo, que cuidaron el cuerpo.

Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón. Y la fe puede ser puesta y atizada en lo más desdeñable y subjetivo. En la turnante mujer amada, en un perro, en un equipo de fútbol, en un número de ruleta, en la vocación de toda una vida.

Juan Carlos Onetti:
Dejemos hablar al viento
.

—Héctor Fuentes tomó un avión en dirección a Gran Canaria y después se lo tragó la tierra —resumió Arana volviendo a colocar en su sitio la botella de Macallan.

Anciano pero vigoroso, regresó al sofá calentando con las manos su copa de Armagnac tras entregar sus bebidas a Fárez y a Bolaño. Se había decidido que la reunión se celebrara allí, en su casa de la Sierra y en fin de semana, lejos de secretarias curiosas e improbables, pero no imposibles vigilancias electrónicas. Así que Arana condescendía a ejercer de anfitrión solícito, sin que ninguno de los tres olvidara no obstante quién mandaba allí.

Bolaño estaba sentado en el sillón de orejas que había frente a él, con los codos apoyados en las rodillas abiertas, inhabitualmente enfundadas en unos jeans, descansando la interminable frente sobre la palma extendida mientras la diestra sujetaba su whisky de malta.

Fárez, alto y delgado, con su sempiterna cazadora de cuero, permanecía en pie, recostado contra la chimenea, consciente de su puesto de subordinado sin atribución para la toma de decisiones aunque experto en resolver ciertas complicaciones que sólo él era capaz de afrontar. Ambos, Bolaño y Fárez, esperaban las palabras de Arana, que había interrumpido su argumentación para ofrecerles las bebidas.

—Lo de Esther fue lamentable, pero hay que reconocer que el accidente solucionó la complicación. Si lo miramos con frialdad, hasta nos benefició —su mirada y la de Fárez se cruzaron un instante, aprovechando que la de Bolaño navegaba en el fondo de su vaso—. Y, en lugar de aprovechar ese golpe de suerte, dejamos que volviera a darse el mismo problema. Eso sí que fue un error de los gordos.

—Quién iba a pensar que —comenzó a decir Bolaño, pero se interrumpió cuando Arana dio una sonora palmada sobre la mesa.

—¡Pero, coño! ¿Cómo que quién? Yo no trabajo con ellos todos los días. Usted sí. Usted tenía que saber que este hombre y Esther eran íntimos, coño. Era precisamente usted quien tenía que pensarlo, joder.

Se hizo un silencio durante el cual Arana respiró hondo y recuperó su tono habitual. Un jefe no debe perder los estribos ante subordinados.

—Ahora ya da igual quién tenga o no la culpa. El caso es que ha volado y algo tendremos que hacer.

Bolaño se volvió un momento hacia Fárez.

—En esta jodida cadena de errores, no todo se ha perdido. Por lo menos, sabemos la dirección que tomó.

Casi pudo sentir el odio de Fárez clavándosele en el cogote, antes de oír la voz profunda de aquél:

—Eso da exactamente igual. Fue ayer. Desde allí, puede haber tomado un vuelo para cualquier otro sitio. O sea, que no todo está tan claro.

—Estos fallos no se pueden tener —sentenció Arana.

—No se nos ocurrió que él también estuviera en el ajo hasta anteayer —dijo Bolaño.

—Si me hubieran dejado solucionar el asunto a mi manera, ahora no tendríamos este problema. Pero usted aconsejó cautela. Mire cómo estamos ahora por sus remilgos.

Bolaño se levantó y se volvió nuevamente hacia él.

—¿Y si nos hubiéramos equivocado, qué? ¿Y si en realidad?

—Eso hubiera dado igual. Más valía asegurarse En cambio, ahora.

—Nosotros no somos simples matones.

—Yo, lo que no soy, es un aficionado.

Sus tonos habían ido subiendo en volumen y en mal yogur a medida que ambos se acercaban hasta quedar encarados.

—¡Señores! —cortó Arana—. Ya está bien, coño.

Fárez y Bolaño acataron la orden y volvieron a sus sitios.

—Me estoy cansando de tanta gilipollez —dijo Arana, algo más sosegado—. No podemos permitirnos más errores. A partir de ahora, trabajaremos en equipo. Porque está claro que tenemos que solucionar este asunto. Nos jugamos mucho.

Bolaño asintió, pensativo, con la mirada perdida en algún punto de la alfombra. Fárez, por su parte, escuchaba atentamente, los brazos cruzados y las piernas abiertas, con un rictus de seriedad en su pálido rostro de cera.

—Lo primero es localizarlo —propuso el viejo, crujiéndose los dedos.

—Si me da unos días —comenzó a decir Fárez.

—No —le apostrofó el otro—. Prefiero que se quede aquí por el momento. Para eso hay colaboradores habituales en los que se puede confiar. ¿No es así, Bolaño?

Bolaño sostenía entre los labios un cigarrillo que encendía, en ese instante, con fruición.

—Humm Otras veces hemos contratado a una agencia —dijo al exhalar la primera bocanada de humo.

—¿Con buenos resultados?

—Estupendos.

—Pues ya sabe. Simplemente, se encargarán de ubicar al individuo. Les daremos casi todos los datos, suavizándolos un poco para no despertar sospechas. No sé. Invéntese algo.

—Muy bien. Podemos hablar de vulneración de secretos o de infidelidad laboral. Algo así —aventuró Bolaño—. Pero, cuando lo tengamos ubicado, ¿qué hacemos?

Un denso silencio invadió el lujoso salón. Arana volvió a intentar sacarse las novias, pero sus falanges no emitieron ahora sonido alguno. Pasados unos segundos, dirigió una mirada de hielo a Fárez, quien se supo, como en otras ocasiones, último recurso para solucionar determinados problemas. Después apuntó con el dedo a Bolaño, como si el abogado no estuviera allí.

—Cuando lo tengamos ubicado, retiraremos a esa agencia del asunto. Pagaremos a nuestro amigo Fárez un billete de avión y le daremos, como pide, unos días libres. Y, cuando Fárez vuelva, usted, los de la agencia y yo mismo olvidaremos que ese hombre tuvo relación alguna con nosotros.

A Fárez se le escapó algo parecido a una sonrisa. Bolaño, en cambio, notó un escalofrío recorriéndole la espalda y una contracción irreprimible de su esfínter anal.

—Con el debido respeto, señor Arana, yo soy un hombre de leyes —se atrevió a decir.

—Mi querido amigo Bolaño, sabe que le aprecio. Pero le pago lo suficiente para que sea lo que a mí me convenga que sea. Y, sintiéndolo mucho, nos pondrá en contacto con la agencia y hará exactamente lo que le he ordenado. Nos jugamos mucho. Usted el primero. ¿No le parece, Fárez?

Fárez se relamió de gusto antes de decir:

—Señor Arana, para estas ocasiones, en mi barrio hay un dicho que le viene perfecto a Bolaño.

Bolaño lo miró, inquiriendo con los ojos.

—¿Y cuál es, si puede saberse?

—O follamos todos, o tiramos a la puta al río.

Arana soltó una carcajada irreprimible. Fárez, por su parte, permaneció mirando a Bolaño con sus ojos de hielo, desafiante y seguro de sí. Bolaño sabía que quien se enfrentaba a esa mirada no solía salir indemne.

Primera parte
Esto no es una novela policíaca
1

Cuando Casimiro elevó la puerta metálica del bar Casablanca, los yonquis no estaban sentados ante ella. Se habían metido bajo el alero del edificio de enfrente para protegerse de la lluvia y el viento.

Estaba resultando un invierno duro. Al menos, para Las Palmas, donde si llovía, la gente se asomaba a la ventana para ver el espectáculo y una temperatura de 17 grados era considerada suficiente motivo para sacar del ropero el pulóver, el abrigo, los guantes y el gorro de lana. Para colmo, no hacía demasiado tiempo que había pasado por el archipiélago una tormenta tropical, amputando el Dedo de Dios, roca milenaria que, frente al puerto de Las Nieves, semejaba a un dedo señalando a las nubes, cosa que, por cierto, siempre le había dado que pensar a Eladio Monroy, pues, si, según tradición, Dios está en los cielos, cómo leches iba a brotar su puño del agua con el índice extendido hacia arriba. El temporal había provocado cortes de electricidad en Tenerife durante cinco o seis días, con lo cual, semana sí y semana no, Protección Civil y Delegación del Gobierno se curaban en salud declarando alertas por tormentas, lluvias y fuertes vientos que acababan en un nublado, cuatro gotas y dos rachas que no hubieran puesto en apuros ni a una cometa. Pero a los yonquis les daba igual. Ellos, cuando tenían frío, tenían frío.

Eladio Monroy llegó, como cada mañana, al Casablanca a eso de las once y media, con el periódico bajo el brazo y necesidad de cafeína. Se ubicó en una de las mesas y esperó a que Casimiro, Polifemo en miniatura, le llevase el café de costumbre en la taza cascada de siempre. Después, el tuerto volvió tras el mostrador y continuó zapeando compulsivamente.

La cabezota rasurada de Monroy, cuya frente comenzaba a acusar en forma de arrugas las consecuencias de años y años de fruncir el ceño con más frecuencia de la necesaria, se inclinó sobre el diario y su dueño empezó a comprobar que el año se presentaba movidito, con radicales islámicos proyectando atentados, radicales cristianos proyectando aplastar a los radicales islámicos, la sempiterna tensión nuclear con Irán (como no se anduvieran con ojo iban a ser los siguientes) y tramas de comisiones ilegales en las Islas. Como hubiera dicho Unamuno, Chocolate por la noticia.

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