En román paladino: dos correveidiles que ayudaban a unas ratas. Una pandilla de sobornadores de portera intentando hacerse pasar por modernos ejecutivos que, encima, se ponían la medalla. Todo legal. Todo limpio. Nada que ver con Spade o con Marlowe, quienes, mirándolos de reojo, hubieran llamado mariquitas y lameculos a míster Gargajo y míster Pus antes de escupirles en el zapato y cagarse en la puta que los parió. O quizá no necesariamente en ese orden.
—El tipo que le levanta la mano a una mujer no tiene perdón.
Monroy procuró obviar el velado machismo implícito en esta indignada afirmación, ese mismo velado machismo que daba por sentado que una mujer es un ser débil; el mismo que las hacía pasar delante o les impedía tomar la iniciativa a la hora de pagar la cuenta. Procuró obviarlo porque siempre hay que tener en cuenta, como hubiera dicho Pierce, el contexto, la intención y la persona que profiere una afirmación antes de medir su alcance. Y quien así había hablado era Paco Nieves, sentado en su silla de ruedas, intentando secarse con una servilleta de papel unas lágrimas que lo avergonzaban.
Estaban sentados en el recibidor de la vivienda de Paco en Escaleritas. Aquel recibidor de casa humilde venida a más que no podía separarse del Sagrado Corazón de Jesús de serie con el marco oscurecido por los años, ni de los tapetes de ganchillo que cubrían los muebles, ni de los adornos baratos que Sarito había colocado por todos lados, los animalitos de falsa porcelana que buscaba en los todo a un euro y en los mercadillos, y que ella prefería al cristal de Bohemia y las obras originales de arte moderno que bien hubiera podido permitirse, porque el bienestar y la tranquilidad les había llegado cuando ella ya tenía más de cincuenta y perro viejo no aprende mañas nuevas.
Nosotros vivimos bien así, había dicho en algún momento mientras les servía el café en las tazas de la vajilla buena, la de las visitas, antes de ir al cuarto de la tele a ver la telenovela y dejarlos solos para que hablaran de sus cosas. Paco Nieves había tardado unos minutos en desmoronarse. Monroy miró largamente aquella especie de lagartija en que la enfermedad y la vejez lo habían convertido, embutida en un pijama de tejido sintético pero limpio, con la blanca barba de dos días y los escasos cabellos grises de su coronilla, peinados diariamente por Sarito. Olía a colonia denenés y a anticipo de muerte, a impotencia, a rabia. Se levantó, dio una palmada en el hombro de Paco y se asomó a la ventana para encender un cigarrillo. Decidió mirar por esa ventana un buen rato, dejando que a sus espaldas el viejo desatara esa rabia y esa impotencia en las lágrimas que, según su forma de pensar, un hombre no debe mostrar jamás ante otro.
Paco Nieves había sacado adelante a su familia con una ferretería que, allá por el año del gofio, le había permitido ir adquiriendo viviendas, las cuales había puesto, a su vez, en alquiler. La ferretería, que nunca había tenido nombre hasta que la traspasó a su hijo (era Nieves, sin más, y así todos decían: Vete a Nieves, que él lo tiene), ahora era sólo una de las doce que la Cadena Ferronieves tenía en funcionamiento a lo largo del archipiélago. Los pisos, aún en régimen de alquiler, habían permitido vivir bien a Sarito y a Paco, y asumir los costes de su enfermedad. El hijo de Paco, Blas, sería ahora uno de esos gordos aburridos que vienen los domingos a comer a regañadientes, con un par de chiquillos que se dedican a cargarse las figuritas de la tata y a juguetear con la bombona de oxígeno del abuelo. La hija, Sonsoles, era una treintañera con un niño de cinco años (el mismo niño callado y serio que Monroy había visto merendando en la cocina al llegar) y ahora estaba ingresada en el hospital con lesiones. Llevaba allí veinticuatro horas. Permanecería ingresada un día más. El causante de las lesiones había salido en libertad bajo fianza, con una segunda orden de alejamiento, que todos lo sabían, acabaría violando como había violado la primera.
—Fuma aquí dentro, Eladio, querido —oyó decir Monroy al viejo, que parecía haberse serenado—. No me molesta, de verdad.
Monroy arrojó la colilla que fue a parar en el parquecillo que había ante el edificio.
—No. No me jodas, viejo, que con lo de la Ley Antitabaco puedo terminar pagándote una multa.
—Ojalá se preocuparan igual por ayudar a los que están jodidos.
Monroy vino a sentarse nuevamente frente a él, en el sofá.
—Se preocupan, Paco. Claro que se preocupan. ¿No ves la tele? Lo que pasa es que no hay forma humana de controlar a todos los hijos de puta que andan por ahí jodiendo la pavana.
—Pero esto antes no era así.
—Antes era peor. Pero a ver qué mujer tenía ovarios para denunciar al marido.
—Ya van dos veces, Eladio. Ya me la ha mandado dos veces a la clínica. La pobre tuvo que dejar el trabajo porque no paraba de ir por allí a montarle escándalos. En la misma puerta de la empresa la cogió la otra vez.
—¿Y esta vez?
—En el colegio. Sonsoles fue a buscar al chiquillo. Ni lo vio venir. No le dio tiempo de nada. Se le echó encima por detrás y empezó a darle. Hasta patadas le dio en el suelo, Eladio. La pobre no se podía levantar. Y todo esto, con el chiquillo delante. Desalado. La pobre criatura. Imagínatelo tú, porque yo no me lo quiero ni imaginar. Si no es por dos de los maestros, que lo agarraron, me la mata antes de que llegue la policía.
Monroy se pasó la palma de la mano por el cráneo y pensó en algo menos complicado que lo que Paco le proponía.
—Bueno, yo tengo amigos en comisaría. A lo mejor.
—Yo también tengo amigos en comisaría, Eladio —atajó Paco, negando con la cabeza—. No pueden hacer nada. Que si los derechos, que si no tienen medios Lo mismo de siempre. ¿Lo de la orden de alejamiento? Este tío se la pasa por los huevos. ¿Los jueces? Ni me los nombres. Por lo visto, hasta que no acabe matándola, tampoco van a hacer nada. ¿Tú sabes lo que yo me he gastado en abogados?
—Ya —asumió Monroy, descorazonado.
Guardaron silencio, mirando cada uno a un rincón del vacío, mientras de la habitación contigua llegaba la voz aflautada de alguna jovencita hispanoamericana, indignada porque un tal Roberto José había sido visto besándose con una tal Esperanza. Monroy se pellizcó el mentón repetidas veces, miró la letra K tatuada en su antebrazo, como para comprobar que aún estaba allí y dijo:
—Viejo, tú sabes que te aprecio. Y lamento mucho el problema que tiene tu hija. De verdad, sabes que soy sincero. Pero yo no me dedico a hacer esas cosas.
—Eladio —dijo Paco Nieves alzando la mano para que parase de hablar—, tú sabes que en esta ciudad todo se sabe. Se habla mucho. Se dicen cosas. La gente no para de largar y largar. Todo el día: Chucuchucu chucuchucu, porque esto, por mucho que haya crecido, no es más que un puto pueblo lleno de maúros. Y de ti se habla mucho. Se dice que has hecho cosas. Yo sé que siempre exageran, pero, en el fondo, los chismes siempre hablan de la verdad. Por eso es por lo que sé que tú eres capaz de hacer lo que te estoy pidiendo.
—Ten cuidadito con lo que dices, Paco. Yo no soy ningún criminal. Me parece que si piensas así estás muy equivocado conmigo.
Paco Nieves captó instantáneamente la velada amenaza que había en las palabras de Monroy y cambió de registro.
—Yo te pago, Eladio. Te pago lo que haga falta. Pero necesito que me ayudes. Sabes que no puedo dejar esto en manos de Blas. Mucho cuerpo, mucho hablar, pero, a la hora de la verdad, es un ñanga. Échame una mano, Eladio, por favor. Yo te pago lo que me pidas.
—No se trata de lo que puedas pagar, Paco. Se trata de que yo no puedo hacer eso. Yo te voy a ayudar, viejo. Pero eso no lo voy a hacer.
—¿Y cómo me vas a ayudar si no?
Monroy se tomó un momento para meditarlo. Paco Nieves esperó sin quitarle de encima sus ojos expectantes de cabra moribunda.
—Me vas a dar la dirección y los teléfonos. De la casa y del trabajo. Y me vas a decir todo lo que sepas sobre el tipo. Ya veré yo cómo me las ingenio para hacerle una visita. No sé si servirá de algo, pero, si sale bien, ese hijo de puta va a cruzarse de acera cada vez que se encuentre con tu hija.
El rostro del anciano se iluminó de repente y algo parecido a una sonrisa brotó de sus labios.
—¿De verdad, Eladio? ¿Me vas a echar una mano?
—Claro que sí, viejo. No te voy a dejar botado. Pero —añadió imponiendo un silencio teatral y alzando el índice como advertencia— olvídate de lo otro. Y ni se te ocurra proponérselo a nadie más. Y eso me lo vas a jurar ahora mismo por tu nieto.
—Jurado, Eladio, jurado —se apresuró a decir Paco tomando la mano de Monroy entre las suyas—. Que se muera mi nieto si yo intento nada más.
—Y, por supuesto, esto queda entre nosotros. Ni a tu mujer. Le dices que te dije que no, y punto. Es lo mejor para todos ¿eh?
—Lo que tú quieras, Eladio. Como tú digas. Oye, ¿y el dinero?
—De eso ya hablaremos. Pero, dime una cosa: ¿Está muy fuerte el fulano ese?
—Bueno, la verdad.
—¿Está muy fuerte? —insistió Monroy.
—Un animal.
Monroy asintió con gesto de Ya me lo había imaginado yo, mientras se preguntaba quién cojones le mandaba a él a meterse en estos líos.
El Hotel Madrid era un vetusto pero agradable edificio. Su restaurante, con las paredes atestadas de fotografías de famosos y no tan famosos que habían pasado por allí (incluida, paradójicamente, la de Francisco Franco, que se había alojado en el hotel entre el 17 y el 18 de julio de 1936), tenía fama de ser el punto de encuentro de la intelectualidad, el artisteo y el rojerío de la capital. Pelándose de frío en una de las mesas de la terraza (en el interior habían prohibido fumar), Gloria y Monroy dejaban que la noche se les echara encima ante una botella de Barón de Ley y un plato de queso frito con confitura.
El busto de Cairasco, aguantando sufridamente las cagadas de paloma y los balonazos de los hijos de los clientes de la terraza (que solían ir esa plazoleta para soltar a los críos y hacerse los autistas finlandeses mientras aquellos se dedicaban a hacer la vida imposible a los transeúntes), les daba la espalda con indiferencia, quizá preguntándose de qué le había servido tanta ilustración y tanto trabajo para terminar aguantando las pedorreces de una docena de niños mimados y la mierda de unas cuantas ratas con alas.
—Pero en qué movidas te metes, Eladio de mi corazón —decía Gloria mojando una porción de queso en la confitura, antes de zampárselo de un solo bocado.
Monroy se encogió de hombros, dándole la razón pero dejando claro que no había nada que hacer.
—No sé yo si me gusta todo esto.
—Bueno, no te estoy pidiendo nada especial. Sólo que si el tipo asoma el hocico por Ei2, me des un toque al móvil.
Gloria volvió a echarle un vistazo a la foto que había sido abandonada en la mesa a la llegada del queso. Soltó un bufidito de resignación y se la devolvió a Monroy.
—Vale. Está bien. Haré de espía para ti. Pero esto lo tienes que pagar bien. No me va a bastar un plato de queso frito.
—Tú dirás.
—Aparte de lo de esta noche, mañana me invitas a cenar al japonés.
—Joder, no tienes morro tú ni nada.
Gloria soltó un Aaah enorme que ayudó a estirar con un amplio movimiento de la mano, tenedor en ristre, y añadió:
—Te buscas la vida. Al que algo quiere, algo le cuesta.
—Vale, está bien. Mañana al japonés. ¿Y esta noche? —preguntó Monroy deseando que ella le pidiese que fueran a casa justo cuando terminaran de comer.
—Esta noche me vas a llevar al Cuasquías.
—Al final me vas a salir por un pastón.
—Vale, las copas son caras, pero hoy hay un grupo de jazz, de ésos que te gustan a ti.
Monroy consultó su reloj.
—De acuerdo. Pero las actuaciones allí no empiezan hasta la una y media. ¿Qué vamos a hacer hasta esa hora?
—Tenemos un cine ahí al ladito.
Monroy dio un respingo.
—Coño, Gloria. Si ya parecemos un matrimonio.
—Oh, si no te apetece, puedo llamar a mi admirador. Tengo el número grabado en el móvil.
—Qué espesita estás con lo de tu admirador, querida. Venga, ¿cuál quieres ver?
—No sé, algo romántico.
—Mira, vamos al cine, al Cuasquías, al japonés y adonde te salga del güí, pero tú no me metes a mí en una cursilada yanqui porque no me sale de los huevos.
Palabras con las cuales, Monroy, sin saberlo, había iniciado el camino hacia la taquilla de los multicines, donde, según indicaciones de Gloria, acabó adquiriendo dos entradas para
El jardinero fiel
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* * *
Ícaro77 no contestó. Lo hizo, paradójicamente, Dedalus048, que debía de ser, como su nick indicaba, una especie de maníaco de Joyce, de ésos que van una vez al año a Dublín para recorrerla con el
Ulises
en la mano y desayunan riñones de cerdo carbonizados cada 16 de junio. Athanasiuspernath, bastante resacado y con el sexo dolorido, respondió el domingo a mediodía con una breve intervención de agradecimiento. Luego, mientras su actrón se disolvía en un vaso de agua, Monroy expandió la lista de mensajes de la noche anterior, buscando a Ícaro77, quien resultó haber intervenido en dos ocasiones. Una, para recomendar
Las ciudades invisibles
a un nuevo miembro. Otra, para anunciar que había descubierto un libro,
Crimen
, que no conocía y que le había parecido interesante. A Monroy no se lo pareció menos este mensaje, pues sabía que la obra de Espinosa estaba prácticamente sin publicar en el resto de España, lo cual significaba dos cosas importantes: Que Héctor seguía en Canarias y que continuaba comprando libros. Algo es algo. Pero decidió aprovechar la oportunidad e intervino en el chat diciendo a Ícaro77 que Espinosa era de lo más interesante de las vanguardias en las Islas y que buscase
Lancelot 28º-7º
y
Media hora jugando a los dados
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Iba por buen camino. Así que se tomó de un trago el vaso de agua con analgésico, apagó el ordenador y fue a la cocina a preparar café para Gloria, cuyos bostezos desde el dormitorio comenzaban ya a oírse por toda la casa.
Diez minutos más tarde, Monroy entró en el cuarto con la bandeja del desayuno. Sobre ella había café, azúcar, leche, galletas y una nota manuscrita con los títulos de los dos libros que había recomendado a Ícaro77.
Mientras Gloria le festejaba las atenciones, encendió el cuarto cigarrillo del día y le dijo que se fijara bien en la nota.