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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (10 page)

BOOK: Sólo los muertos
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—De acuerdo, Fárez —dijo al fin—. Tiene carta blanca para ofrecerle lo que le parezca oportuno.

13

—África es un nuevo botín —dijo Manolo, antes de coger un puñado de las almendras fritas del Hotel Madrid, aún calientes y echárselas al coleto.

—¿Nuevo? —exclamó Héctor enarcando las cejas, antes de soltar una enorme carcajada sarcástica.

Monroy miró su reloj y comprobó que eran ya cerca de las once de la noche. Como casi siempre a esa hora, pese a encontrarse aún animada, la terraza comenzaba a perder clientes.

La discusión había nacido como conversación al otro lado del Guiniguada, donde Monroy y Fuentes se encontraron con Manolo y unos amigos suyos en un foro antiglobalización, al que Héctor se había empeñado en que asistieran. Habían escuchado una conferencia sobre «Futuro y posibles vías de progreso en África», dictada por un economista guineano de quien Monroy no lograría jamás recordar el nombre por muchas veces que lo releyera en el programa de mano, pero que estaba tres mesas más allá, embutido en un traje de tres piezas azul marino, acompañado con dos jóvenes organizadoras del acto.

Tras la charla, los amigos de Manolo, un treintañero calvo, presunto escritor, con perilla y aires de
outsider
diletante y una venezolana de más o menos la misma edad, aunque con deslumbrantes ojos castaños y una hermosa melena a juego, habían propuesto tomar algo todos juntos, para proseguir el intercambio de opiniones.

Algo después, se les había incorporado Nico, el amigo de Héctor. Ahora, mientras el calvo y la más que presumible activista bolivariana hacían manitas con disimulo bajo la mesa, Monroy aprovechó para observar de cerca al cocinero, quien escuchaba con interés y visible admiración lo que Héctor decía.

—Verdaderas barbaridades. Pero no son nada nuevo. De esas prácticas ya hablaba Conrad en
El corazón de las tinieblas
, y, ya entonces, eran viejas.

Nico había resultado ser un tipo de estatura mediana tirando a baja, de pequeños ojos azules en un rostro entre lo caucásico y lo simiesco: cejijunto, de labios gruesos y profundas arrugas en el pálido entrecejo, enmarcado por un flequillo rubio. Amable pero reservado, tenía ojos sólo para Héctor, al que parecía venerar hasta el punto de que Monroy llegó a temer que se le cayera la baba de la boca entreabierta mientras el otro hablaba. Enamorado como un cochino chico, pensó Monroy, volviendo a mirar el reloj.

—Lo que ocurre es que ahora no son sólo fuente de materias primas o de mano de obra barata, sino también un mercado potencial —terció en algún punto la chica con una dulce voz de contralto y Monroy comprobó que aquella hermosa cabecita no sólo servía para lucir melena—. ¿Ustedes se dan cuenta de la cantidad de grandes negocios que se están haciendo las empresas de acá con la excusa de la ayuda al desarrollo? Y, además, con exenciones fiscales y ayudas de fondos de la Unión Europea, las Naciones Unidas. ¡Uácala! Terrible para no contarlo.

—Eso, sin duda —otorgó Héctor—. No se trata ya sólo del tráfico de armas y diamantes. Infraestructuras, energéticas, servicios.

—Medicamentos —añadió ella.

En ese momento, algo cambió en el rostro de Héctor. Quizá sólo Monroy se dio cuenta de cómo intentó disimular bebiendo un trago de su cerveza mientras la conversación derivaba hacia el SIDA y los retrovirales.

Serían las doce menos cuarto cuando Nico, Héctor y Monroy decidieron pedir la cuenta y retirarse. Manolo se había ido a casa y el Henry Miller de garrafón y la walkiria caribeña habían hecho mutis rumbo al piso de alguno de los dos, que Monroy imaginó como un cuchitril desordenado lleno de discos compactos, libros en ediciones baratas y ceniceros repletos donde el calvo tendría el privilegio de desordenar aquella melena durante el tiempo que quisiera (o pudiera).

La pareja quiso acompañar a Monroy a casa antes de coger un taxi hacia Las Canteras. Pasearon por Triana, donde el embaldosado les devolvía la luz de las farolas, compartiendo un último cigarrillo.

Sin detenerse, charlaban sobre el mismo tema. Nico, que había escuchado en un silencio aprobatorio, pero con algo de incomodidad, tomó de pronto la palabra, interrumpiendo a Héctor.

—Vale, Héctor. Estamos de acuerdo. Lo que el Norte le hace al Sur no tiene nombre. Eso no hay quién lo niegue. Pero, dime una cosa: ¿Qué coño se puede hacer? ¿Qué podemos hacer nosotros, los ciudadanos, contra todo eso?

Se quedaron los tres parados, formando un triángulo en el cual los dos miembros de la pareja quedaron enfrentados. Héctor mostró una sonrisa extrañamente enigmática, como un emboscado que viese cómo el enemigo se acerca a la mina antipersonal que ha colocado un momento antes, y se limitó a decir, con una aparente temeridad conferida por el alcohol:

—Sé que parece que no podemos hacer nada. Pero, a veces, para que todo estalle, basta sólo con mover un dedo.

14

Monroy salió de Talleres Betancor, Chapa y Pintura, dejando al Chapi preparándose para repintar y cambiarle las placas de matrícula a la motocicleta. Tenía el tiempo justo. Fue a casa, se duchó y se puso ropa limpia: unos vaqueros, una camiseta, un suéter rojo que Gloria había elegido para él unas semanas antes. Es que siempre vas de gris, hombre. Eres un triste, le había dicho mientras llevaba la prenda a la caja, donde Monroy acabó pagando el importe. Pero aún no la había estrenado y le pareció buena oportunidad, ese mediodía en que pensaba presentarse por sorpresa e invitar a almorzar a Gloria. Últimamente, cuando hacía algo con lo que no se consideraba especialmente cómodo, le entraban unas ganas locas de estar con ella. Puede que se estuviese ablandando. Cosas de la edad, pensó, ya en la calle.

Subió la calle Murga hasta Perojo y, una vez allí, se paró en la plazoleta para hacer una llamada desde la cabina telefónica. Marcó el número que llevaba anotado en una hoja de papel y esperó a que sonara la voz de Sarito.

—¿Cómo estás, Sarito?

Al otro lado de la línea, Sarito permaneció muda unos instantes.

—¿Quién es?

—Soy yo, Eladio.

—Aaaah, ¿qué pasó, Eladio, mi niño? No te reconocí el cloquío. Pues aquí, echando días para atrás, querido. ¿Y tú, cómo estás, hombre? A ver cuando te vienes una tarde a merendar. Mira, mañana mismo, voy a hacer unas truchas de batata.

Monroy recordó las truchas de batata que Sarito solía hacer y tuvo, por un instante, la tentación de aceptar el convite, pero pensó que era mejor no dejarse ver por aquella casa durante unos días.

—Qué más quisiera yo, mi niña. Estoy liadísimo con un trabajo. Pero ya habrá días.

—Bueno, si no te da tiempo de venir a comértelas, pasa a buscarlas de todas formas. Yo te preparo unas cuantitas.

—Ah, vale. Oye, te llamo de una cabina. ¿Está tu señor esposo por ahí?

—Sí, mi hijo. Espérate un momentito.

Monroy la oyó chancletear por el pasillo, llegar al cuarto del fondo, abrir la puerta, tocar en el hombro a su marido, que estaría oyendo el programa de fútbol de Canarias Ahora con los auriculares (los lunes no se lo perdía), decirle Paquito, Paquito, toma, teléfono. También oyó la voz disneica y molesta de Paco Nieves preguntar ¿Y quién carajo es ahora? Y a Sarito contestar Es Eladio. Mira a ver, hombre, que el chiquillo está llamando de una cabina.

—¿Sí? —dijo Paco al fin al teléfono—. ¿Eladio? ¿Eres tú, querido?

—Pues claro, hombre. ¿No te lo acaba de decir tu mujer? ¿O te piensas que te quiere hacer luz de gas, para quedarse con la herencia?

—Pues mira, no me extrañaría. Seguro que ya se ha echado un novio por ahí y todo —dijo Paco Nieves, soltando ante su propia broma una carcajada que acabó dando en un doloroso golpe de tos.

—Joder, Paco, se ve que estás mejor de la tuberculosis.

Volvieron a reír, cada uno desde su lado de la línea telefónica. Cuando te ríes con alguien por teléfono, parece que no hay teléfono en medio, pensó para sí Monroy, justo un segundo antes de juzgar su propia idea como una verdadera estupidez.

—En fin, Paco, te llamo para decirte que ya te llevé el saco de papas que me pediste.

—¿Sí? —dijo el viejo, captando inmediatamente lo que quería decir—. ¿Y cómo fue la cosa?

—Hombre, pesaban más de lo que creía. Pero, mira, entregadas están. Bueno, estaban un poco machucadas.

—¿Un poco machucadas?

—Sí. Como si se hubieran llevado un montón de golpes. Para arrugar no sirven. Quédate tranquilo, de todos modos. Todo fue como se esperaba. No creo que el campo dé para más.

—Perfecto, mi hijo. Ahora sólo me tienes que decir cuánto te debo.

—Bah, por eso no te preocupes, Paco. Ya me devolverás el favor.

—No, eso de ninguna manera. Gratis, no.

—No te estoy diciendo que sea gratis, cabezudo. Lo que te digo es que ya me devolverás el favor. En dinero no te lo pienso cobrar. Bueno, para empezar, mándame con tu hijo unas truchitas de las que va a hacer Sarito mañana.

—Como si te las tengo que llevar yo.

—Sí, para llevar recados estás tú.

—Serás cabrón.

—Bueno, Paco. Esto se va a cortar. Si ves que a las papas les salen rejos o algo, me avisas y te llevo otro saco. ¿De acuerdo?

—Muchas gracias, Eladio.

—Me las merezco, viejo. Un abrazo.

* * *

A Gloria le gustó (como casi siempre le gustaba) que Monroy apareciese a buscarla. Pero se cuidó de demostrarlo. Últimamente parecía haberse propuesto a sí misma hacerse valorar por aquel tipo con el que llevaba varios años de relación y a quien no sabía si denominar amante, compañero, novio o, simplemente, amigo con derecho a roce.

Estaba a punto de cerrar al público cuando Monroy llegó y le dijo que la invitaba a comer en el japonés. Ella asintió con fingida desgana y le dijo que enseguida acababa, mientras Monroy avanzaba hasta el centro del local y lanzaba un saludo a Manolo, que buceaba en la red.

—Tu amigo Héctor vino esta mañana —dijo Gloria mientras cerraba las puertas de cristal.

—Ah, fíjate tú. Lo tengo que llamar para ir a tomar algo.

—¿Todavía se piensa que eres pato?

—Sí, creo que sí.

Gloria fue tras el mostrador para coger su bolso y su abrigo. Un brillo de malicia en sus ojos risueños hizo evidente que había encontrado un hueco donde sacudirle un picotazo a Monroy:

—A ver si ahora te va a gustar eso, después de viejo.

—¿Qué dices, muchacha?

—Bueno, yo tengo un amigo gay que siempre dice que del lado de ustedes para el suyo, se pasa un montón de gente, pero que del suyo para el de ustedes, ninguno. Así que algo bueno tendrá que tener, porque el que lo prueba, repite, ¿no?

Todo esto lo había dicho Gloria mientras se ponía el abrigo y salían de la librería, dejando dentro a Manolo que, seguramente, aún estaría allí cuando ella regresara a las cuatro y media. Ahora, mientras bajaban hacia Triana, el macho ibérico (o insular) que Monroy llevaba dentro salió de golpe y, acercando su boca al oído de Gloria, le dijo con ademán chulesco:

—Me parece que anoche te dejé bien demostrado lo que me gusta.

—Pues a mí me parece que eso, lo único que demuestra, es que todavía te llega sangre a la polla, amigo mío. Pero lo cierto es que sales más con Héctor que conmigo. A mí sólo me quieres para cuando tienes un calentón.

—Ya. Por eso estoy aquí, ¿verdad?

—Vaya, ahí me cogiste. Pero que sepas que mi admirador vino otra vez por la librería.

Monroy hizo un mohín de hastío. Comenzaba a cansarse ya de la bromita del pretendiente.

—Espero que por lo menos hiciera gasto —dijo.

—Oh, sí —respondió Gloria—. Y uno que es novedad. Y en tapa dura. No como tú, que estás todo el día buscando ediciones de bolsillo y cosas que no hay Cristo que las consiga.

Monroy puso los ojos en blanco.

—Vaya, parece que con éste vas a tener tema de conversación.

—Por lo menos, acertaré cuando le regale un libro. Contigo, lo único que me guía un poco, es que el autor esté muerto.

—Uno tiene demasiados libros que no ha leído y el tiempo contado para leerlos. Un autor que está muerto ya no te puede defraudar.

—Mira que eres pedante.

Entonces, Monroy hizo algo que nunca había hecho en público: le pasó una mano por la cintura y la atrajo hacia sí mientras caminaban, diciéndole en voz muy baja:

—Sí, pero soy tu pedante.

Gloria miró hacia otro lado para que él no pudiera ver su sonrisa.

15

Giorgi Lupescu había perdido muchas oportunidades en su vida. Teniente del cuerpo de paracaidistas en el ejército rumano, casado con la hija de un coronel, había sido expulsado por conducta deshonrosa. La deshonra había consistido en propinarle una paliza a un teniente en un bar. Lo que, al parecer, fue ocultado por ambos es que el motivo de la disputa había sido el desacuerdo en el reparto de los beneficios obtenidos en la venta de un contenedor lleno de fusiles Ak-47 que habían vendido a un intermediario italiano.

Después de la expulsión, su mujer pidió el divorcio y Lupescu pasó a Italia donde, al parecer, hizo durante un tiempo de guardaespaldas de un tipo al que él denominaba, simplemente, el Gordo. Cuando el Gordo fue detenido, a principios de los noventa, Lupescu escapó por los pelos y llegó a España. Intentó buscar algo, pero no estaba limpio. Así que trabajó en la construcción por horas, en el campo por días y en puertas de discotecas por semanas, hasta que conoció a un empresario que se lo llevó a trabajar con él a Don Benito, en Badajoz, a un club de carretera. En pocas semanas, se convirtió en encargado. Allí conoció a Sara, una colombiana de veinte años que había venido a lo que había venido, a lo que venían todas: ejercer el oficio durante tres meses y ganar lo suficiente para comprar una casa allá para su mamita y para el infaltable hijo o hija que todas tenían. En su caso, se trataba de una niña de cuatro años llamada Emperatriz, de quien Sara no paraba de mostrar fotos.

Lupescu le contó en su momento que simplemente se enamoró de ella y quiso sacarla de allí. La realidad la sospechaba Fárez ligeramente distinta. Imaginó a Giorgi en un rincón del local, temiendo que Sara fuera la elegida por algún cliente, y enfrentándose, cada noche, a la realización de sus temores. Porque Sara solía ser preferida, no ya sólo por su hermoso cuerpo caribeño, por sus ojos color de miel y sus labios carnosos, sino por cierto aire de candidez que los maquillajes, las ropas provocativas, los esmaltes de uñas y los tintes de pelo no lograron nunca disimular. Y así imaginó el momento (que Lupescu contaba siempre de otra manera) en que cierta noche, el rumano no pudo más y dio una patada en la puerta mientras Sara le hacía un francés a un camionero sesentón y le aplastaba a éste la cabeza contra la pared una y otra y otra vez hasta que le abría el cráneo. Imaginó también la huida, esa huida a Madrid con la recaudación del día y medio kilo de cocaína que tendrían que bastar para aguantar hasta que encontraran trabajo.

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