—¿Sabrás serlo, Eladio?
—No resultará fácil, pero sabré.
El otro pareció dudar un instante y Monroy determinó no darle tiempo a tomar una decisión. Rápidamente, sacó del bolsillo de su camisa el bolígrafo de resorte que siempre llevaba por si acaso. Anotó en una servilleta su número de teléfono móvil y su nombre. Le dio la servilleta a Fuentes y puso otra ante él, junto al bolígrafo.
Mientras escribía, Fuentes dijo:
—Todavía no tengo móvil. Voy a comprármelo esta semana. Así que te doy el fijo. Pero, por favor, procura llamar por las mañanas, cuando no está Nico. Es un poco celosete, ya me entiendes.
Imposible tener más potra, pensó Monroy mientras miraba el número. No sólo tenía un número para contactar con él, sino que, encima, era el de su domicilio habitual, con lo cual no sería nada complicado averiguar la dirección. Comenzó, automáticamente, a pensar cuál de sus contactos dispondría de una guía de teléfonos inversa.
—Esto es en la zona del Puerto, ¿no?
—Sí. En Las Canteras. ¿Has visto un edificio muy hortera, pintado de azul cobalto, que hay por Playa Chica?
Monroy asintió, diciéndose ahora que No, hombre, no es imposible tener más potra.
—Pues justo allí. Nico tiene un ático desde hace años. Pero sólo es hortera la fachada. Por dentro está muy bien. De hecho, creo que nos quedamos ahí.
—Ah, entonces, el año sabático es, más bien.
—Una vida sabática. Un resto de vida sabático. Por ahora, puedo tirar de mis ahorros. Y, bueno, tengo dos carreras y bastante experiencia, así que ya encontraré algo que hacer. Lo cierto es que no me apetece volver al mundo de la gran empresa.
—¿Y eso? —inquirió Monroy, feliz de que la conversación hubiera tomado ese rumbo, porque, quizá, solucionaría todo el encargo antes de lo previsto.
Fuentes encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de Drambuie antes de contestar.
—Pues mira, Eladio. Yo me he pasado muchísimos años trabajando para una multinacional. Pero no soy un avaricioso, ni uno de esos tiburones sin escrúpulos. Tengo mis ideas y, además, un código moral muy estricto. Tú ya sabes cómo es la globalización. Las empresas no tienen cabeza visible. ¿No es así?
—Ajá —asintió Monroy.
—Bueno, pues, un día me di cuenta de que el problema no es que ese tipo de empresas no tengan cabeza. El problema es que, al no tener cabeza, tampoco tienen corazón. Y empecé a preguntarme por qué había dedicado tantos años a una labor que ni me realizaba ni le hacía bien a nadie. Al final llegué a la conclusión de que prefería salir corriendo. Y, además, por otro lado, estaba Nico.
—Pero, ¿él es de aquí?
—No, qué va. Nico es asturiano. Se vino aquí hace un montón de años, también. Es cocinero. Pero no un cocinero cualquiera, ¿eh? De los más cotizados. Es el jefe de cocina en El Laburu. ¿Lo conoces?
Al oír el nombre del restaurante, Monroy alzó las cejas recordando el local donde solían reunirse la patronal y los políticos, algunos artistas y escritores (cuando pagaban las instituciones, por supuesto) y toda aquella sanguijuela emperifollada que se preciase en la ciudad.
—Hasta hace un par de semanas, sólo podíamos vernos en verano, semana santa, navidades Algún puente largo. Esas cosas. Eso sí, mucho teléfono y mucho chat. Pero llega un momento en que hay que dar un paso adelante en la vida, ¿no? Así que se unió eso a mi desidia en el trabajo.
—Pero, se conocieron aquí.
—No, Nos conocimos en Ibiza, por casualidad. Hace cuatro años, cinco meses, dos semanas y doce días.
Monroy dio un respingo.
—¿Te asombra que lleve la cuenta de esa manera? No debería extrañarte. Siempre he pensado que volví a nacer el día en que lo conocí.
Fuentes exhaló una última bocanada de humo lenta, muy lentamente y, jugueteando con el dedo de cerámica que pendía de su cuello, miró en el fondo de los ojos de Monroy.
—A veces pienso que uno vuelve a nacer muchas veces en la vida. Justo cuando le ocurre algo trascendental. La existencia da un vuelco y todo tu mundo cambia. Para siempre. El problema, Eladio, es que para volver a nacer, hay que morir primero.
Monroy pulsó la opción de envío y, tras comprobar que el email se había remitido correctamente, fue al salón, prendió un cigarrillo, se sentó en el sofá y seleccionó en la memoria del móvil el número de Molina.
—¿Qué hay, Eladio? —preguntó Molina— ¿Tenemos algo?
Monroy volvió a odiar (como siempre) los registros telefónicos. También odió un poco a Molina, de paso.
—Lo tenemos todo. Te acabo de mandar un informe bastante completo. Pero si hacen falta más detalles, me das un aviso.
El otro permaneció mudo un instante al otro lado de la línea. Monroy le imaginó una expresión de sorpresa y asombro y esa idea le hizo sentirse contento como un mirón en la piscina pública.
—Joder, eres un crack —dijo Molina—. Sabía que no me equivocaba contigo. ¿Y bien? ¿Resumiendo?
—Resumiendo, Molina: el informe de ustedes no estaba del todo completo. A principios de la semana pasada le seguí la pista y entré en contacto con él. Desde esa vez nos hemos visto para tomar cañas un par de veces. Ha resultado ser un tío de puta madre. Y honrado de cojones. Va a la playa, a restaurantes, al cine, al teatro y hasta a alguna conferencia. Lo que pasa es que se cansó de toda esa mierda que tenía por allá. No tiene pinta de querer saber nada de negocios, así que en cuanto a la competencia y esas cosas, los de Feinberg y Feinberg pueden estar tranquilos. Parece que los secretillos del cliente no corren peligro.
—Ajá. Eso suena bien. De todas formas, el individuo está perfectamente localizado, ¿verdad?
—Sí. Vive en pleno Paseo de Las Canteras y no tiene pinta de mudarse por el momento. Quiere quedarse a vivir aquí y envejecer a la orillita del mar.
—Muy bien. Pero, Eladio, una cosa: ¿por qué ahí, en Las Palmas?
—Por eso es por lo que te digo que el informe no estaba muy completo. Digamos que está aquí por motivos sentimentales.
—Una tía.
—No exactamente. Un tal Nicolás Lara Blay. Unos treinta bien despachados. Asturiano. Cocinero de alta categoría.
La carcajada de Molina hizo que se perdieran las últimas palabras de Monroy.
—Joder, Eladio, joder. Yo me rompo la caja contigo. Te encantan los golpes de efecto, hombre. Podrías haber empezado por ahí. Entonces, ya está todo, ¿no?
—Bueno, todo, no.
—Hombre, claro. Te hacemos una transferencia mañana mismo.
—De acuerdo, pero tengo un par de facturas. Alguna comida y unas cuantas birras.
—Muy bien.
—Ah, y un libro que tuve que comprar para disimular.
—¿Y eso?
—Es que lo contacté en una librería.
—Está bien. Todo eso me lo mandas por fax. El número está en mi tarjeta. Pero que sea antes de mañana, para presentarlo junto con la minuta. ¿De acuerdo?
—Vale.
—Bueno, Eladio, creo que esto es todo por ahora. Pero, contaré contigo si surge algo por ahí. ¿Te parece?
—Esos puentes, habrá que cruzarlos cuando lleguemos a ellos.
—Genio y figura hasta la sepultura Está bien. Un abrazo, amigo.
—Nos vemos, Molina.
Después de colgar, miró el reloj que había en la estantería. Una talla de madera que representaba un naife y un timple, regalo de Manolo el de Ei2, que tenía un par de amigos artesanos. Eran las seis y media. Recordó que había quedado a las ocho en la plaza de Las Ranas con Héctor y se dijo que le daba tiempo de arreglar un asunto antes de esa hora. Mientras se cambiaba de ropa se sintió un poco traidor.
Te quedan dos opciones, viejo, se dijo, y sólo dos: o le cuentas al tipo lo que has hecho o dejas de parar con él. Lo que pasa es que te cae de cojones y, si se lo cuentas, pierdes un amigo. Pero, si no se lo cuentas, eres un Judas.
En ese momento se encontraba en el cuarto de baño, mirándose al espejo, con una camisa negra y la barba que había dejado crecer desde el día anterior. Entonces, lo pensó largamente y sentenció en voz alta:
—Judas.
* * *
Molina invirtió menos de quince minutos en redactar el pre informe. Después de todo, se trataba de cortar y pegar, omitiendo los datos concernientes a la intervención de Eladio Monroy en la investigación. Era importante que el cliente pensara que la gente de Gracián y Puig había realizado personalmente las pesquisas. Recordó que había una copia del primer informe en su casa, con una página en la que se incluían los datos de Monroy. Anotó mentalmente que debía eliminarla.
Cuando comprobó que estaban todos los datos, lo envió por Intranet a Isabel, abrió la puerta de su despacho y se asomó.
—Isa —llamó la atención de la secretaria, que elevó su cabecita de rizos químicamente dorados y mostró su rostro serio pero hermoso de impúber.
Molina, a quien gustaban mucho las mujeres en general, pero a quien gustaba mucho más aquella mujer en concreto, se quedaba alelado cada vez que ella hacía ese gesto y se le quedaba mirando por encima de la pantalla del ordenador, con los ojos almendrados cuya forma disimulaban las gafas de montura de pasta color malva. Daba igual que fueran amantes desde hacía meses y que hubiera observado aquel mismo rostro en el orgasmo, infinitamente más bello y cautivador entonces. Siempre que ella lo miraba así, era como si lo hiciese por primera vez.
—Dime, jefe.
—Te acabo de enviar un prelimininar. Por favor, me lo elaboras a nombre de Feinberg y Feinberg. Los datos están en la carpeta de clientes. ¿De acuerdo?
Isabel consultó su reloj.
—Jolines, Charly. Todo a última hora. No vamos a llegar al cine.
—Que sí llegamos. Y si no, vamos a la otra sesión. Pero lo necesito elaborado hoy para entregarlo mañana a primera hora.
—Está bien, me pongo para la cosa.
—Gracias, mi amor —canturreó Molina, volviendo al despacho para telefonear a Bolaño.
El abogado tardó un poco en descolgar y, cuando lo hizo, se hizo evidente que estaba conduciendo y utilizaba un manos libres.
—¿Bolaño?
—Molina, ¿cómo está?
—Yo, bien. ¿Y usted?
—Atascado en la M 30. Me cago en la leche. Este país no tiene arreglo.
—Y que lo diga —cortó Molina—. Bueno, no le entretengo mucho. Era sólo para decirle que tenemos buenas noticias.
Notó la sorpresa y el interés en la voz de Bolaño cuando preguntó:
—¿Lo tienen?
—Lo tenemos. Localizado e investigado. Y parece que se equivocaron con él. No hay nada sospechoso. Los detalles se los doy mañana. ¿Podríamos vernos a las nueve de la mañana en mi oficina?
—De acuerdo —contestó el otro sin poder evitar un suspiro de alivio que, afortunadamente, Molina no percibió—. Nos vemos mañana, entonces.
—Muy bien —dijo Molina antes de cortar.
Bolaño se quedó allí, en medio de la retención, entre otros cientos de conductores enojados o aburridos, con una estúpida sonrisa en su rostro abúlico. Los motivos eran varios. Primero, que el entuerto comenzaba a solucionarse. Segundo, que no había hecho falta demasiado tiempo. Y, tercero, pero sobre todo, la observación de Molina de que no había nada sospechoso en Fuentes. Eso quería decir que quizá el asunto se solucionara sin sangre. Eso era lo que más le preocupaba en los últimos tiempos. Los negocios son los negocios. No siempre del todo legales, pero negocios. Él sabía que a veces había algo de violencia en algún lugar y contra alguien, aunque era fácil obviarlo porque desconocía en qué sitios o contra qué personas. Era fácil, en fin, olvidar que los fondos que manejaba tenían, en algunas ocasiones, el denso olor de la sangre. Pero lo que Fárez había propuesto, y Arana aceptado, no le gustaba nada. Por eso se alegró al pensar que, si no había nada que temer de Fuentes, podían ahorrarse la violencia. Ese argumento constituía la mejor arma contra Fárez, cuya mera presencia le ponía literalmente los pelos de punta.
Olía a garaje. A imprimaciones y disolventes. A pinturas y ácidos. A metal al rojo. A pasta para abolladuras recién lijada. A sudor.
Hacía un calor sofocante y se tenía una sensación de total y absoluto caos. Un Clio ocupaba la entrada, elevado sobre un andamio hidráulico. Un Golf yacía junto a él, desmontado, con las ruedas y las puertas apoyadas contra la pared del fondo. A su derecha, dos biombos en ángulo recto completaban con las paredes un reservado. Varios autos más se distribuían por el taller. El sonido de la soldadura eléctrica en el rincón más cercano al cuarto de baño llamó la atención de Monroy sobre un quad en el que alguien se encontraba trabajando.
Desorden, olores, formas y colores dispuestos aleatoriamente. Así era Talleres Betancor, Chapa y Pintura. Al cartel rotulado a mano, se le había añadido, desde que Dudú andaba por allí, el término «Automoción» con pintura roja y brocha de trazo grueso. Cuando Monroy ingresó en aquel Kosovo que sólo la luz de los fluorescentes evitaba confundir con el infierno, Mecánico salió como un rayo de debajo del Golf para darle la bienvenida con furiosos ladridos dignos de mejor perro. Entonces, la labor de soldadura dejó de zumbar y relampaguear y, mientras Monroy se dejaba olisquear por el pekinés, Dudú se acercó hacia él, despojándose de la careta de seguridad y mostrando su habitual sonrisa desmesurada en el negro rostro sudoroso.
—¡Eladio, amigo! —exclamó viniendo hacia él con los brazos abiertos flanqueando sus sesenta kilos de hueso y pellejo embutidos en el mono azulgrasiento—. ¿Cómo está tú, amigo, que no te deja ve?
Cuando observó que el intruso correspondía al abrazo, Mecánico consideró que ya había defendido lo suficiente la integridad del local y volvió a su siesta infragolfiana.
—Bien, Dudú. Por aquí. Ya ves. ¿Y tú qué? Ya no vas por el Casablanca.
Dudú inclinó la cabeza y abarcó el taller con un gesto de su diestra extendida.
—Ya tú sabe, viejo. Aquí, mucho trabajo. Hay que hacé hora pa sacarlo.
—Pues al Chapi bien que me lo encuentro allí a cada momento.
—Ya. Lo jefe son lo jefe, Monroy. Yo a lo mío. Yo tengo que ganá pa casa. Yo traje mis niño y mi mujé, ¿sabe?
Monroy observó detenidamente al senegalés con un gesto de comprensión. Imaginó que Chapi había llegado con él al acuerdo de pagarle por cada trabajo terminado.
—¿Te trajiste a la familia?
—Sí. Mi mujé ta bucando trabajo ahora. Si tú te entera de algo, me dice, Eladio. Que tú sabe todo por ahí.