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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (23 page)

BOOK: Demonio de libro
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Pero ahora guarda completo silencio. Porque incluso aunque nadie quiera oírlo, un secreto sigue siendo un secreto; sigue teniendo poder. Tal vez sea que no ha llegado su momento. ¡Ja! Sí, es posible. Quizás hasta probable. Sí, creo que es probable: su momento todavía no ha llegado.

Pero cuando llegue, tendrás algo por lo que merece la pena vivir. ¡Imagínate lo que será levantarse por la mañana y pensar: «Sé por qué estoy vivo; tengo un propósito, un motivo para respirar!».

Imagínatelo.

Imagínate pensando eso y, mientras te lo imaginas, escucha:

Tengo un secreto que el mundo va a necesitar algún día.

¡Demonios! Qué afortunado fui por tener un padre que me odiaba, un padre que me dejó arder en aquel fuego de confesiones hasta que me convertí en una cicatriz andante. Porque si eso nunca hubiese ocurrido, nunca habría sido capaz de atravesar multitudes de humanos del modo en que lo hice. Nunca me habría atrevido a internarme en la explanada de Josué si hubiese estado de una pieza. Y sin la explanada de Josué nunca me habría encontrado con mi…

… mi…

¿maestro?…

¿amado?…

¿torturador?…

Sí, él era todo aquello, sin duda. Juro que creó cinco nuevas agonías especialmente para mí, todas ellas hechas de amor.

Por supuesto, me refiero a Quitoon. Hasta que lo conocí a él no creía que fuese posible tener un Dios en tu Cielo privado, o amar y odiar con tal intensidad. Querer que esté tan cerca que a veces deseo disolverme en él, de modo que nunca más volvamos a separarnos. Y entonces él dice algo para herirme: para herirme profunda y amargamente, la clase de herida que solo podría provocarme alguien que me conoce mejor que yo mismo.

Y cuando pienso en eso, como ahora, me doy cuenta de que el secreto que se ocultaba en la casa de Gutenberg había estado conmigo todo el tiempo.

Yo no lo vi, claro, porque estaba demasiado ocupado sintiendo lástima de mí mismo, pensando que era el único en el mundo que había amado y odiado a alguien a un tiempo. Hasta el episodio en el taller de Gutenberg no caí en la cuenta de que la contradicción que hacía que mi corazón y mi cabeza rugieran y centellearan estaba patente en todas las acciones del mundo.

El amor lo movía todo. O mejor dicho, el amor y su carencia, su desaparición, su silencio, lo movían todo. Desde la absoluta plenitud (la sensación de que todo iba bien y de que podría continuar así con solo un poco de amor) hasta un vacío tan profundo que tus huesos gemían con el solo contacto del viento. Las idas y venidas entre esos dos estados representaban el motor de todas las cosas. ¿Te parece que esto tiene sentido? No solo como palabras, sino como sentimiento. Sí, y como verdad; verdad innegable, verdad irresistible. Observo cómo tus ojos siguen las líneas de mis recuerdos y mis cavilaciones y me pregunto: ¿tú y yo estamos conectados?

Tal vez ahora solo nos tengamos el uno al otro. ¿Has considerado eso? Cierto, puede que tú tengas amigos que insisten en contarte sus insustanciales penas y dolores. Pero nunca has tenido un amigo íntimo que fuese un demonio, ¿verdad? Del mismo modo que yo nunca me he aproximado a alguien de tu especie para pedirle algo del modo en que me he aproximado a ti. Ni una sola vez he pedido nada, ni siquiera un gesto tan insignificante como una llama.

Bueno, a lo que iba: el taller. O, más concretamente, el arzobispo (que tenía, por cierto, el aliento más fétido que hubiese inhalado nunca), que me dijo:

—¡Vete ahora mismo! ¡Nada de lo que hay aquí es asunto tuyo!

—¡Él es asunto mío! —respondí señalando a Quitoon—. Y la mujer que está a su lado no es en absoluto una mujer, es…

—Está poseída por un ángel —me interrumpió el arzobispo—. Sí, ya lo veo. Y hay otro detrás de ti, demonio, por si te interesa.

Me volví a tiempo para ver la luz que derramaba otro de los hombres que trabajaban en la prensa. Manaba de sus ojos y de su boca, así como de la punta de sus dedos. Mientras lo observaba, él cogió una simple varilla metálica y la elevó con la intención, estoy seguro, de partirme la cabeza. Pero cuando estaba en lo alto, la varilla se contagió de la luz que emitían sus ojos y se convirtió en una espiral de fuego que arrojaba llamas que revoloteaban sobre nuestras cabezas como una gran nube de mariposas ardientes.

Lo extraño de aquel fenómeno atrajo por un instante mi atención y, justo en ese momento, el hombre ángel me atacó con su espada.

Otra vez fuego. Siempre fuego. El fuego había marcado todas las encrucijadas de mi vida: las agonías, las expiaciones, las transformaciones… Todo ello había sido gentileza del fuego.

Y ahora, aquella herida que el hombre ángel me infligió de un modo muy poco certero por cuestión de solo medio paso. Eso fue mi salvación: un poco más cerca y la hoja me habría atravesado desde el hombro hasta la cadera derecha, lo cual, sin duda, habría puesto fin a mi existencia. En lugar de eso, describió una línea a lo largo de mi cuerpo lleno de cicatrices, aunque de un par de centímetros de profundidad como mucho. Sin embargo, fue una herida atroz; el fuego no solo me rebanó la carne, sino también otras partes de mi cuerpo. El dolor era peor aún que el propio corte, que por sí solo habría sido suficiente para hacerme gritar.

Con mi sustancia y mi alma acuchilladas, fui incapaz de devolver el golpe. Me alejé tambaleante, doblado por el dolor, tropezando con las tablas desiguales, hasta que mi brazo topó contra una pared. Agradecí lo fría que estaba. Presioné mi rostro contra ella tratando de controlar la necesidad de llorar como un niño. Razoné que aquello no serviría de nada, porque nadie respondería; nadie acudiría. El dolor me poseyó, igual que yo a él; éramos la única compañía fiable del otro en aquella habitación. La agonía era mi única amiga verdadera.

La oscuridad se cernió sobre los límites de mi visión y mi consciencia se apagó como una vela que, a continuación, volvió a titilar vida para volver a extinguirse y, finalmente, se encendió de nuevo. Esta vez permaneció encendida.

Mientras tanto, me había derrumbado contra la pared con las piernas dobladas bajo mi cuerpo y la cara aplastada contra el muro. Miré hacia abajo. Fluidos color negro azulado y escarlata manaban de mí y corrían por mis piernas. Aparté la cara de la pared unos centímetros y vi que ambos fluidos se resistían a entrelazarse y formaban una piscina a mi alrededor.

Mis pensamientos volaron hacia Quitoon, que estaba en pie junto a Hannah la última vez que lo había visto. ¿Lo habría asfixiado el ángel con su resplandor o habría aún algo que yo, una herida andante, pudiera hacer para ayudarlo?

Ordené a mis temblorosos brazos que se alzaran, a mis manos que se abrieran y a mis palmas que se impulsasen contra la pared para apartarme de ella. Fue una dura tarea: no había ni un solo nervio en mí que quisiera jugar a aquel estúpido juego. Mi cuerpo se agitó con tal violencia que dudé que fuera a ser capaz de ponerme en pie y, mucho menos, de caminar.

Pero lo primero era comprobar el estado del campo de batalla.

Volví mi desobediente cabeza hacia el taller con la esperanza de localizar rápidamente a Quitoon y de que este estuviera vivo.

Pero no lo vi, ni a él ni a nadie más que a los que habían muerto. Quitoon, Hannah, Gutenberg y el arzobispo, incluso el demonio que se había apostado en la ventana, se habían ido. Tampoco estaban los pocos trabajadores que sobrevivieron al ataque del demonio. Tan solo quedábamos los cadáveres y yo. Y yo seguía allí solo porque me habían confundido con un cadáver más; un demonio vivo abandonado entre los humanos muertos.

¿Adonde habían ido? Dirigí mi oscilante visión hacia la puerta que conducía al lugar por el que había llegado, a través de la entrada principal, pero no oí quejas de hombres heridos ni voces de demonios o ángeles. Entonces miré hacia la puerta por la que habían entrado Hannah y Quitoon, que suponía que daba a la cocina, pero en aquella dirección tampoco se apreciaban signos de vida natural o sobrenatural.

Entonces, la pura curiosidad dotó a mi cuerpo de una fuerzo que alivió el dolor y permitió que mis sentidos se agudizaran. No me engañé a mí mismo, sabía que aquello no sería permanente, pero aprovecharía lo que se me estaba otorgando. Después de todo, tan solo había dos modos de entrar y salir, así que, eligiese el camino que eligiese, tendría al menos un cincuenta por ciento de posibilidades de encontrar a quienes habían estado allí no más de uno o dos minutos antes.

Un momento. Tal vez no había sido un minuto; no, ni siquiera dos. Miles de moscas se congregaban alrededor de la sangre que manaba del hombre al que yo había asesinado, y otros tantos miles junto a los hombres que habían sido alcanzados por los cristales voladores. Y por cada diez moscas que se alimentaban allí, había otras veinte zigzagueando por el aire en busca de un sitio donde aterrizar para comer.

En vista de aquello, me di cuenta de que había sido un error suponer que había estado semiinconsciente tan solo unos instantes. Claramente había sido mucho más tiempo, lo suficiente para que la sangre humana se hubiera coagulado un poco y para que su olor hubiera atraído la atención de todas aquellas moscas hambrientas. Lo suficiente también para que todos aquellos que representaban un papel en el drama de la imprenta de Johannes Gutenberg hubieran partido dejándome allí abandonado. El hecho de que los emisarios de Lucifer y los del Señor Dios se hubieran ido, me resultaba indiferente. Pero que Quitoon (la única alma que había deseado que me amase) se hubiera marchado cuando, incluso allí, teniendo motivos de sobra para perder toda esperanza, yo seguía anhelando que se percatase de mi devoción y mi amor por él, sí que me importaba.

—Botch —me dije a mí mismo mientras recordaba la definición del arzobispo—. Ruina. Desastre…

Me detuve en medio del reproche. ¿Y por qué? Pues porque, aunque tal vez fuese una ruina y un desastre, me las había arreglado para vislumbrar la tercera puerta del taller. El único motivo por el que lo hice fue porque alguien la había dejado abierta unos pocos centímetros. Aun así, a alguien con menor conocimiento de lo oculto podría haberle parecido que no estaba abierta, sino que se trataba de un efecto de la luz del sol, porque parecía pender en el aire, una estrecha franja de luz que se iniciaba a medio metro del suelo y se detenía a dos metros sobre el mismo.

No tenía tiempo que perder, no en mi maltrecho estado. Me dirigí directamente hacia ella. Leves oleadas de las fuerzas sobrenaturales que habían entreabierto la puerta (y creado lo que quiera que hubiese tras ella) chocaban contra mí mientras me aproximaba. Su tacto no resultaba desagradable. De hecho, parecían comprender mi decadente estado y bañaban mis heridas con bálsamo. Sus cuidados me proporcionaron la fuerza y la voluntad para llegar hasta la estrecha franja de luz y empujar la puerta. No dejé que se abriera demasiado, tan solo lo justo para colar una pierna y deslizarme (con la mayor precaución y sin la menor idea de lo que me encontraría al otro lado) a través de la abertura.

Me interné en una gran cámara más o menos el doble de grande que el taller en el que me encontraba antes. No tengo ni idea de qué tipo de espacio ocupaba, ya que la estancia que contenía la puerta era más pequeña que esta, pero esas paradojas se encuentran por todas partes, créeme. Son la regla, no la excepción. El hecho de que no las veas obedece únicamente a tus expectativas sobre el mundo.

La cámara, a pesar de ocupar un espacio inabarcable, parecía sólida. Las paredes, el suelo y el techo estaban hechos de una piedra lechosa trabajada, al parecer, por maestros albañiles, puesto que los enormes bloques se ajustaban unos a otros sin un solo defecto. Las paredes no poseían elemento alguno de decoración, ni tampoco ventanas. En el suelo no había ni una alfombra.

Lo que sí había, sin embargo, era una mesa. Una gran mesa larga con un reloj de arena en el centro, de los que se utilizaban en los tribunales para controlar el tiempo que podía hablar cada una de las partes. Sentados alrededor de la mesa en sillas pesadas, aunque bien acolchadas, se encontraban los individuos que me habían dado por muerto. El arzobispo estaba sentado en la cabecera más próxima a mí, de espaldas, mientras que el ángel Hannah ocupaba la cabecera opuesta. Le robaba luminiscencia a la perfecta piedra y se me antojó una versión de la Hannah Gutenberg que había conocido al llegar a la casa, solo que vestía ropajes de luz drapeada que se elevaban y caían en torno a ella con lentitud y solemnidad.

Había otros cinco en aquella mesa: el propio Gutenberg, sentado medio metro más lejos de la mesa que los demás; dos diablos y dos ángeles a cada lado, todos ellos desconocidos para mí, en posiciones contrapuestas, de modo que quedaban ángel frente a diablo y diablo frente a ángel.

Alrededor de la habitación, con la espalda pegada a la pared, había varios espectadores, entre ellos quienes habían tomado parte en los acontecimientos del taller. Quitoon estaba allí, de pie, en el extremo de la mesa muy cerca del arzobispo; también Peter (otro ángel oculto en el círculo de Gutenberg), al igual que el demonio que había utilizado los cristales rotos de un modo tan letal. Y el hombre ángel que me había herido. Había otros cuatro o cinco a quienes no conocía, tal vez actores cuya interpretación me había perdido.

Me había colado en la habitación secreta en medio de un discurso del arzobispo.

—¡Ridículo! —decía señalando a Hannah, al otro lado de la mesa—. ¿Pensaste por un momento que me creería que realmente tenías la intención de destruir la prensa, cuando te has metido en tantos problemas para protegerla?

Se escuchó una serie de murmullos de aprobación por parte de varios miembros de la asamblea.

—No sabíamos si íbamos a permitir que la máquina existiera o no —respondió el ángel Hannah.

—Te has pasado… ¿cuánto? treinta años haciéndote pasar por su mujer.

—No me hacía pasar por ella. Era, soy y siempre seré su mujer. Hice un juramento…

—Como miembro de la humanidad.

—¿Qué?

—Juraste matrimonio como mujer humana. Pero, desde luego, no eres humana; y en cuanto a tu verdadero género, bueno, supondría un debate muy largo y probablemente sin solución.

—¡Cómo te atreves! —estalló Gutenberg, levantándose con tal rapidez de su silla que la hizo volcar—. No pretendo comprender exactamente lo que está ocurriendo aquí, pero…

—Vamos, por favor —gruñó el arzobispo—, ahórranos el tedioso espectáculo de tu fingida ignorancia.

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