Authors: Alice Sebold
Cuando hizo las maletas para irse a Pensilvania, había memorizado tantas palabras con sus definiciones que me tenía preocupada. Con todo eso, ¿cómo iba a caber algo más en su cabeza? La amistad de Ruth, el amor de su madre y mi recuerdo se verían empujados a un segundo plano mientras hacía sitio a las lentes cristalinas de los ojos y a su cápsula, a los canales semicirculares del oído, o a lo que a mí más me gustaba, las características del sistema nervioso simpático.
No tenía por qué preocuparme. Ruana buscó por la casa algo que su hijo pudiera llevarse consigo que rivalizara en influencia y peso con
Gray's
y mantuviera viva, confiaba, su afición a coger flores. Sin que él se enterara, había metido en su maleta el libro de poesía india. Dentro estaba mi foto, hacía mucho tiempo olvidada. Cuando él deshizo la maleta en el dormitorio de Hill House, mi foto cayó al suelo. A pesar de que podía diseccionarla —los vasos de mi globo ocular, la anatomía quirúrgica de mis fosas nasales, la débil coloración de mi epidermis— no pudo dejar de ver los labios que había besado una vez.
En junio de 1977, el día que yo me habría graduado, Ruth y Ray ya se habían marchado. Las clases diurnas del Fairfax habían terminado, y Ruth se había ido a Nueva York con la vieja maleta roja de su madre llena de ropa negra nueva. Después de haberse graduado antes de hora, Ray ya estaba acabando su primer año en Pensilvania.
Ese mismo día, en nuestra cocina, la abuela Lynn le regaló a Buckley un libro de jardinería. Le explicó que las plantas nacían de semillas. Que los rábanos que él tanto detestaba crecían más deprisa, pero que las flores que tanto le gustaban también podían salir de semillas. Y empezó a enseñarle los nombres: zinnias y caléndulas, pensamientos y lilas, claveles, petunias y dondiegos de día.
De vez en cuando mi madre telefoneaba desde California. Mis padres tenían conversaciones apresuradas y difíciles. Ella le preguntaba por Buckley, Lindsey y
Holiday.
Preguntaba qué tal la casa y si había algo que necesitaba decirle.
—Seguimos echándote de menos —le dijo él en diciembre de 1977, cuando ya habían caído todas las hojas y las habían rastrillado o habían volado, pero la tierra seguía esperando que nevara.
—Lo sé —dijo ella.
—¿Qué hay de la enseñanza? Creía que ése era tu plan.
—Y lo era —concedió ella. Llamaba desde la oficina de la bodega. Tras la avalancha del almuerzo las cosas se habían calmado, pero esperaban cinco limusinas de señoras mayores que estarían como cubas. Ella guardó silencio y luego dijo algo que nadie, y menos aún mi padre, habría contradicho—: Pero los planes cambian.
En Nueva York, Ruth vivía en el Lower East Side, en una habitación con acceso directo a la calle que le había alquilado una anciana. Era lo único que podía permitirse pagar, y de todos modos no tenía intención de quedarse mucho tiempo allí. Todos los días enrollaba su futón para tener un poco de sitio para vestirse. Sólo iba a la habitación una vez al día, y no se quedaba mucho rato si podía evitarlo. Sólo la utilizaba para dormir y tener una dirección, un sólido aunque diminuto asidero en la ciudad.
Trabajaba en un bar, y en sus horas libres se pateaba hasta el último rincón de Manhattan. Yo la veía pisar el cemento con sus botas con aire desafiante, convencida de que fuese donde fuese, allí se asesinaban a mujeres. Debajo de huecos de escaleras y en lo alto de bonitos edificios de apartamentos. Se paraba bajo las farolas y recorría con la mirada la calle de enfrente. Escribía breves oraciones en su diario en los cafés y en los bares, donde se detenía para utilizar los aseos después de pedir lo más barato de la carta.
Se había convencido de que poseía una clarividencia que nadie más tenía. No sabía qué iba a hacer con ella, aparte de tomar muchas notas para el futuro, pero ya no le asustaba. El mundo de mujeres y niños muertos que veía se había vuelto tan real para ella como el mundo en el que vivía.
En la biblioteca, en Pensilvania, Ray leía sobre la vejez bajo el título en negrita: «Las condiciones de la muerte». Se trataba de un estudio realizado en residencias de ancianos donde un elevado porcentaje de pacientes informaban a los médicos y enfermeras de que veían a alguien al pie de su cama por las noches. A menudo esa persona trataba de hablar con ellos o llamarlos por su nombre. A veces los pacientes estaban en tal estado de agitación durante esos delirios que tenían que administrarles más sedantes o atarlos a la cama.
El texto pasaba a explicar que esas visiones eran resultado de pequeñas apoplejías que a menudo predecían la muerte. «Lo que el hombre de la calle tiende a creer que es el Ángel de la Muerte cuando se habla de ello con la familia del paciente, debería explicarse como una serie de pequeñas apoplejías que se suman a un empeoramiento ya en picado.»
Por un momento, utilizando el dedo como punto de libro, Ray imaginó cómo reaccionaría si, plantado al pie de la cama de un paciente anciano, en el lugar más expuesto posible, sintiera que algo le pasaba rozando, como a Ruth hacía tantos años, en el aparcamiento.
El señor Harvey había llevado una vida desordenada en el Corredor del Nordeste, que se extendía desde los barrios periféricos de Boston hasta las zonas más al norte de los estados sureños, adonde había ido en busca de empleo fácil y menos preguntas, y de vez en cuando un intento de reformarse. Siempre le había gustado Pensilvania, y había cruzado el largo estado de un lado a otro, acampando a veces detrás de la tienda de comestibles que estaba justo en la carretera local de nuestra urbanización, en la que sobrevivía una zona de bosque, entre la tienda abierta toda la noche y las vías del tren, y donde encontraba cada vez más latas y colillas. Todavía le gustaba, cuando podía, pasear en coche cerca de su viejo vecindario. Asumía tales riesgos a primera hora de la mañana o entrada la noche, cuando los faisanes en otro tiempo tan abundantes cruzaban la carretera rozando el suelo y los faros del coche enfocaban el hueco resplandor de las cuencas de sus ojos. Ya no había adolescentes ni niños cogiendo moras en los límites de nuestra urbanización, porque la cerca de la vieja granja de la que colgaban las zarzamoras había sido derribada para hacer sitio a más casas. Con el tiempo había aprendido a coger setas y a veces se atracaba de ellas cuando pasaba la noche en los abandonados campos del Valley Forge Park. Una noche de ésas lo vi acercarse a dos campistas novatos que habían muerto por comer setas venenosas. Con delicadeza, despojó sus cuerpos de todo objeto valioso y siguió su camino.
Hal, Nate y
Holiday
eran los únicos a los que Buckley había dejado entrar alguna vez en su fuerte. La hierba que había bajo las rocas se había marchitado y cuando llovía el interior del fuerte se convertía en un charco maloliente, pero se mantenía en pie, a pesar de que Buckley cada vez pasaba menos tiempo en él, y fue Hal quien acabó rogándole que hiciera mejoras.
—Necesitamos protegerlo de la lluvia, Buck —dijo un día—. Tienes diez años... eres lo bastante mayor para utilizar una pistola para enmasillar.
Y la abuela Lynn, a quien le encantaban los hombres, no pudo contenerse. Alentó a Buck a hacer lo que le decía Hal, y cuando supo que éste iba a venir, se acicaló.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre un sábado por la mañana, saliendo de su estudio atraído por el agradable olor de los limones, la mantequilla y la masa dorada que subía dentro de sus moldes.
—Bollos de chocolate y nueces —respondió la abuela Lynn.
Mi padre la miró fijamente para comprobar si había perdido el juicio. La temperatura era de más de treinta grados a las diez de la mañana y él seguía en albornoz, pero ella llevaba medias e iba maquillada. Luego vio a Hal en camiseta en el patio.
—Dios mío, Lynn —dijo—, ese chico es lo bastante joven...
—¡Pero es i-rre-sis-ti-ble!
Mi padre se sentó a la mesa de la cocina, sacudiendo la cabeza.
—¿Cuándo estarán los bollos, Mata Hari?
En diciembre de 1981, Len no quería recibir la llamada que recibió de Delaware, donde habían relacionado un asesinato en Wilmington con el cuerpo de una niña hallado en 1976 en Connecticut. Un detective que hacía horas extra se había esforzado en averiguar la procedencia del colgante de piedra del caso de Connecticut hasta dar con la lista de objetos perdidos de mi asesinato.
—Ese expediente está cerrado —le dijo Len al hombre que estaba al otro lado de la línea.
—Nos gustaría ver qué tiene.
—George Harvey —dijo Len en voz alta, y los detectives de las mesas vecinas se volvieron hacia él—. El crimen se cometió en diciembre de mil novecientos setenta y tres. La víctima fue Susie Salmón, de catorce años.
—¿Se encontró el cuerpo de la pequeña Simón?
—Salmón, como el pez. Encontramos un codo —replicó Len.
—¿Tiene familia?
—Sí.
—Tienen la dentadura de Connecticut. ¿Tiene su ficha dental?
—Sí.
—Eso tal vez le ahorre algún dolor a la familia —le dijo el hombre a Len.
Len volvió a la caja de pruebas que había esperado no tener que volver a mirar. Tendría que telefonear a mi familia. Pero esperaría todo lo posible, hasta estar seguro de que el detective de Delaware tenía algo.
Durante casi ocho años, después de que Samuel mencionara el dibujo que Lindsey había robado, Hal había utilizado discretamente su red de amigos motorizados para averiguar el paradero de George Harvey. Pero, al igual que Len, se había jurado no decir nada hasta estar seguro de tener alguna pista. Y nunca había llegado a estar seguro. Cuando una noche un Ángel del Infierno llamado Ralph Cichetti, que confesaba abiertamente que había estado una temporada en la cárcel, comentó que creía que a su madre la había asesinado su inquilino, Hal empezó a hacer las preguntas habituales. Preguntas que contenían elementos de eliminación sobre la estatura, el peso y los intereses. El hombre no se había llamado George Harvey, aunque eso no significaba nada. Pero el asesinato en sí no se parecía en nada. Sophie Cichetti tenía cuarenta y nueve años. La habían matado en su casa con un objeto contundente y habían encontrado su cadáver intacto en las proximidades. Él había leído suficientes novelas policíacas como para saber que los asesinos seguían unas pautas, tenían una manera particular de hacer las cosas. De modo que arregló la cadena de distribución de la estrafalaria Harley de Cichetti, cambiaron de tema y finalmente se quedaron callados. Fue entonces cuando Cichetti mencionó algo más que puso los pelos de punta a Hal.
—El tipo hacía casas de muñecas —dijo Ralph Cichetti.
Hal llamó a Len.
Pasaron los años. Los árboles de nuestro patio crecieron. Yo observaba a mi familia, a los amigos y vecinos, a los profesores que había tenido o había imaginado tener, el instituto con el que había soñado. Sentada en el cenador, fingía que estaba sentada en la rama más alta del arce debajo del cual mi hermano se había tragado un palo y donde todavía jugaba con Nate al escondite. Me sentaba en la barandilla de una escalera en Nueva York y esperaba a que Ruth pasara. Estudiaba con Ray. Iba en coche con mi madre por la carretera de la costa del Pacífico en una calurosa tarde con el aire cargado de sal. Pero terminaba todos los días con mi padre en su estudio.
Extendía en mi mente esas fotos que había reunido observando sin parar, y veía cómo un solo incidente, mi muerte, relacionaba todas esas imágenes con un único origen. Nadie podía haber previsto cómo mi muerte iba a cambiar pequeños instantes en la Tierra. Pero yo me aferraba a esos instantes, los atesoraba. Ninguno se perdería mientras yo estuviese allí, observando.
En una de mis veladas musicales, mientras Holly tocaba el saxo y la señora Bethel Utemeyer se unía a ella, lo vi: vi a
Holiday
pasar corriendo junto a un samoyedo peludo y blanco. Había vivido hasta una edad avanzada en la Tierra y dormido a los pies de mi padre después de que se marchara mi madre, sin querer perderlo de vista. Había estado con Buckley mientras éste construía su fuerte y era el único que había tenido permiso para estar en el porche cuando Lindsey y Samuel se habían besado. Y en los últimos años de su vida, todos los domingos por la mañana la abuela Lynn le había hecho una crepé de mantequilla de cacahuete que dejaba plana en el suelo, sin cansarse nunca de ver cómo intentaba levantarla con el hocico.
Yo esperé a que me olfateara, impaciente por saber si aquí, al otro lado, seguía siendo la niña pequeña con la que él había dormido. No tuve que esperar mucho; se alegró tanto de verme que me tiró al suelo.
A los veintiún años, Lindsey era muchas cosas que yo nunca sería, pero eso apenas me entristecía ya. Aun así, vagaba por donde ella vagaba. Recogí mi diploma de la universidad, y me subí a la moto de Samuel, rodeándole la cintura con los brazos y apretándome contra su espalda en busca de calor...
Está bien, era Lindsey. Lo sé. Pero descubrí que, al observarla a ella, era capaz de perderme más que con cualquier otra persona.
La noche de su graduación en la Temple University, ella y Samuel volvieron en moto a casa después de haber prometido a mi padre y a mi abuela Lynn repetidas veces que no tocarían el champán que llevaban en la bolsa de la moto hasta que llegaran. «¡Después de todo, somos licenciados universitarios!», había dicho Samuel. Mi padre era blando porque tenía plena confianza en Samuel; habían pasado los años y el chico siempre se había comportado correctamente con la hija que le quedaba.
Pero al volver en moto de Filadelfia por la carretera 30 empezó a llover. Al principio ligeramente, pequeños alfilerazos que se clavaban en mi hermana y en Samuel a ochenta kilómetros por hora. La lluvia fría golpeaba el asfalto seco y caliente de la carretera, y arrancaba de él olores que se habían cocido todo el día bajo el sol abrasador de junio. A Lindsey le gustaba apoyar la cabeza entre los omóplatos de Samuel e inhalar el olor de la carretera y de los arbustos y matorrales desiguales que la bordeaban. Había recordado cómo, horas antes de la tormenta, la brisa había hinchado los trajes blancos de todos los graduados a las puertas del Macy Hall. Por un instante, había parecido que todos estaban a punto de alejarse flotando.
Recorrieron un tramo de carretera más rodeado de vegetación, la clase de tramo que había entre dos áreas comerciales y que poco a poco, por adición, eran eliminados por otra área comercial o un almacén de piezas de recambios de automóviles. La moto se tambaleó, pero no cayó en la grava mojada del arcén. Samuel frenó ayudándose con los pies y, como le había enseñado Hal, esperó a que mi hermana se bajara y se apartó un poco antes de bajarse él.