Authors: Alice Sebold
—¿De acuerdo?
—Creo que puedo —dijo mi hermana—. ¡Quiero decir que sí!
Algunos clichés yo sólo los comprendía cuando llegaban a toda velocidad a mi cielo. Nunca había visto un pollo decapitado, nunca había significado mucho para mí, aparte de ser una criatura que había recibido un trato muy parecido al mío. Pero en ese momento corrí por mi cielo como... ¡un pollo decapitado! Estaba tan contenta que grité una y otra vez. ¡Mi hermana! ¡Mi Samuel! ¡Mi sueño!
Ella lloraba, y él la abrazaba y la mecía contra él.
—¿Estás contenta, mi amor? —preguntó.
Ella asintió contra su pecho desnudo.
—Sí —dijo, y luego se quedó inmóvil—. Mi padre. —Levantó la cabeza y miró a Samuel—. Sé que está preocupado.
—Sí —dijo él, tratando de cambiar de estrategia.
—¿Cuántos kilómetros hay hasta casa?
—Unos quince —dijo Samuel—. Tal vez menos.
—Podríamos hacerlo —dijo ella.
—Estás loca.
—En la otra bolsa de la moto están las zapatillas de deporte.
No podían correr con sus trajes de cuero, de modo que se quedaron en ropa interior y camiseta, lo más cerca de lo que nadie de mi familia estaría jamás de esas personas que corren desnudas en lugares públicos. Samuel marcó el ritmo, corriendo delante de mi hermana como había hecho durante años para que ella no se desanimara. Casi no pasaban coches por la carretera, pero cuando alguno lo hacía, de los charcos de los lados se levantaba una pared de agua que los dejaba a los dos jadeando, luchando por volver a llenarse los pulmones de aire. Los dos habían corrido antes bajo la lluvia, pero nunca en plena tormenta. Mientras corrían, jugaron a ver quién se guarecía mejor de la lluvia, zigzagueando para protegerse bajo cualquier rama que colgara por encima de ellos, aunque el barro les salpicara las piernas. Pero a los cinco kilómetros estaban callados, avanzando a un ritmo natural que llevaban años practicando, concentrados en el sonido de su propia respiración y el de sus zapatillas mojadas al golpear el asfalto.
En un momento dado, al cruzar chapoteando un gran charco sin molestarse ya en esquivarlo, ella pensó en la piscina local de la que habíamos sido socios hasta que mi muerte puso fin a la existencia cómodamente pública de mi familia. Había estado en alguna parte de esa carretera, pero no levantó la cabeza para buscar la conocida valla de tela metálica. En su lugar, un recuerdo acudió a su mente. Estábamos ella y yo metidas en el agua con nuestros bañadores con falditas de volantes. Teníamos los ojos abiertos debajo del agua, una nueva habilidad, sobre todo para ella, y nos mirábamos los cuerpos suspendidos bajo el agua. Nuestro pelo flotaba, las falditas flotaban, y teníamos las mejillas infladas, conteniendo la respiración. Luego nos cogíamos de la mano y, juntas, salíamos disparadas del agua rompiendo la superficie. Nos llenábamos los pulmones de aire, se nos destapaban los oídos y reíamos a la vez.
Observé a mi atractiva hermana correr con los pulmones y las piernas bombeando, y vi que utilizaba de nuevo esa habilidad que había aprendido en la piscina, luchando por ver a través de la lluvia, luchando por seguir levantando las piernas al ritmo que le marcaba Samuel, y supe que no huía de mí ni corría hacia mí. Como alguien que ha sobrevivido a un disparo en el estómago, la herida se había ido cerrando en una cicatriz durante ocho largos años.
Estaban a un kilómetro de mi casa cuando la intensidad de la lluvia bajó y la gente empezó a mirar por las ventanas a la calle.
Samuel aflojó la marcha y ella lo alcanzó. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo.
Lindsey sintió una punzada en el costado, pero en cuanto desapareció corrió con Samuel a toda velocidad. De pronto se sorprendió con toda la piel de gallina y sonriendo de oreja a oreja.
—¡Vamos a casarnos! —gritó, y él se detuvo en seco y la cogió en brazos, y seguían besándose cuando un coche pasó junto a ellos tocando el claxon.
Cuando sonó el timbre de la puerta de nuestra casa eran las cuatro, y Hal estaba en la cocina con uno de los viejos delantales blancos de mi madre, cortando galletas para la abuela Lynn. Le gustaba que le dieran trabajo, sentirse útil, y a mi abuela le gustaba utilizarlo. Formaban un equipo compenetrado. En cambio, a Buckley, el niño guardaespaldas, le encantaba comer.
—Ya voy yo —dijo mi padre.
Había soportado la tormenta con vasos de whisky con soda que le había ido preparando la abuela Lynn.
Se movía ahora con una agilidad desgarbada, como un bailarín de ballet retirado que tiende a apoyarse más sobre una pierna que sobre la otra después de muchos años de saltar con un solo pie.
—Estaba muy preocupado —dijo al abrir la puerta.
Lindsey tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hasta mi padre tuvo que reír cuando, desviando la mirada, se apresuró a coger las mantas que guardaban en el armario del vestíbulo. Samuel cubrió primero a Lindsey con una mientras mi padre le cubría los hombros a él lo mejor que podía y se formaban charcos de agua en el suelo de losetas. Justo cuando Lindsey se hubo tapado, Buckley, Hal y la abuela Lynn salieron al vestíbulo.
—Buckley —dijo la abuela Lynn—, ve a buscar unas toallas.
—¿Has podido ir en moto con esta lluvia? —preguntó Hal con incredulidad.
—No, hemos venido corriendo —dijo Samuel.
—¿Qué?
—Pasad a la sala —dijo mi padre—. Encenderemos el fuego.
Cuando los dos estuvieron sentados de espaldas a la chimenea, temblando al principio y bebiendo a sorbos el brandy que la abuela Lynn había pedido a Buckley que les sirviera en una bandeja de plata, todos oyeron la historia de la moto y la casa de la habitación octogonal que había puesto eufórico a Samuel.
—¿Está bien la moto? —preguntó Hal.
—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Samuel—, pero necesitaremos un remolque.
—Estoy muy contento de que estéis bien —dijo mi padre.
—Hemos venido corriendo por usted, señor Salmón.
Mi abuela y mi hermano se habían sentado en el otro extremo de la habitación, lejos del fuego.
—No queríamos que os preocuparais —dijo Lindsey.
—Lindsey no quería que usted en concreto se preocupara.
Se produjo un silencio en la habitación. Lo que Samuel había dicho era verdad, por supuesto, pero también señalaba con demasiada claridad un hecho seguro: que Lindsey y Buckley habían llegado a vivir sus vidas en directa proporción al efecto que sus actos podían tener en un padre frágil.
La abuela Lynn atrajo la mirada de mi hermana y le guiñó un ojo.
—Entre Hal, Buckley y yo hemos hecho galletas de chocolate y nueces —dijo—. Y, si queréis, tengo lasaña congelada. —Se levantó y mi hermano la imitó, listo para ayudar.
—Me encantarían unas galletas, Lynn —dijo Samuel.
—¿Lynn? Así me gusta —dijo—, ¿Vas a empezar a llamar a Jack «Jack»?
—Tal vez.
Una vez que Buckley y la abuela Lynn hubieron salido de la habitación, Hal notó un nuevo nerviosismo en el ambiente.
—Creo que voy a echar una mano —dijo.
Lindsey, Samuel y mi padre oyeron los atareados ruidos de la cocina. También oían el tictac del reloj del rincón, el que mi madre había llamado nuestro «rústico reloj colonial».
—Sé que me preocupo demasiado —dijo mi padre.
—Eso no es lo que quería decir Samuel —dijo Lindsey.
Samuel guardó silencio y yo lo observé.
—Señor Salmón —dijo por fin; no estaba del todo preparado para llamarlo «Jack»—. Le he pedido a Lindsey que se case conmigo.
Lindsey tenía el corazón en la garganta, pero no miraba a Samuel. Miraba a mi padre.
Buckley entró con una fuente de galletas, y Hal lo siguió con copas de champán entre los dedos y una botella de Dom Pérignon de 1978.
—De parte de tu abuela, en el día de vuestra ceremonia de graduación —dijo.
La abuela Lynn entró a continuación con las manos vacías, a excepción de su gran vaso de whisky, que reflejó la luz, brillando como un jarro de diamantes de hielo.
Para Lindsey era como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y su padre.
—¿Qué dices, papá? —preguntó.
—Digo —logró decir él, levantándose para estrechar la mano de Samuel— que no podría desear un yerno mejor.
La abuela Lynn estalló al oír la última palabra.
—¡Dios mío, cariño! ¡Felicidades!
Hasta Buckley se relajó, liberándose del nudo que solía inmovilizarlo y abandonándose a una alegría poco habitual en él. Pero yo vi el delgado y tembloroso hilo que seguía uniendo a mi hermana a mi padre. El cordón invisible que puede matar.
Descorcharon la botella.
—¡Como un maestro! —le dijo mi abuela a Hal mientras servía el champán.
Fue Buckley quien me vio, mientras mi padre y mi hermana se incorporaban al grupo y escuchaban los innumerables brindis de la abuela Lynn. Me vio bajo el rústico reloj colonial y se quedó mirándome, bebiendo champán. De mí salían cuerdas que se alargaban y se agitaban en el aire. Alguien le pasó una galleta y él la sostuvo en las manos, pero no se la comió. Me vio el cuerpo y la cara, que no habían cambiado, el pelo con la raya aún en medio, el pecho todavía plano y las caderas sin desarrollar, y quiso pronunciar mi nombre. Fue sólo un instante, y luego desaparecí.
Con los años me cansé de observar, y me sentaba en la parte trasera de los trenes que entraban y salían de la estación de Filadelfia. Los pasajeros subían y bajaban mientras yo escuchaba sus conversaciones entremezcladas con el ruido de las puertas del tren al abrirse y cerrarse, los gritos de los revisores al anunciar las estaciones, el arrastrar y repiquetear de suelas de zapatos y tacones altos que pasaban del pavimento al metal, y el suave pum, pum sobre los pasillos alfombrados del tren. Era lo que Lindsey, en sus entrenamientos, llamaba un descanso activo: los músculos todavía tensos, pero la mente relajada. Yo escuchaba los ruidos y sentía el movimiento del tren, y, al hacerlo, a menudo oía las voces de los que ya no vivían en la Tierra. Voces de otros como yo, los observadores.
Casi todos los que estamos en el cielo tenemos en la Tierra a alguien a quien observar, un ser querido, un amigo, incluso algún desconocido que una vez fue amable con nosotros, que nos ofreció una comida caliente o una sonrisa radiante en el momento oportuno. Y cuando yo no observaba, oía hablar a los demás de sus seres queridos en la Tierra, me temo que de manera tan infructuosa como yo. Un intento unilateral de engatusar y entrenar a los jóvenes, de querer y añorar a sus compañeros, una tarjeta de una sola cara que nunca podría firmarse.
El tren se paraba o avanzaba bruscamente desde la calle Treinta hasta cerca de Overbrook, y yo los oía decir nombres y frases: «Ten cuidado con ese vaso», «Ojo con tu padre», «Oh, mira qué mayor parece con ese vestido», «Estoy contigo, madre», «Esmeralda, Sally, Lupe, Keesha, Frank...». Muchos nombres. Y luego el tren ganaba velocidad, y con él aumentaba cada vez más el volumen de todas esas frases inauditas que llegaban del cielo; en el punto más álgido entre dos estaciones, el ruido de nuestra nostalgia se volvía tan ensordecedor que me veía obligada a abrir los ojos.
Desde las ventanas de los trenes repentinamente silenciosos veía a mujeres tendiendo o recogiendo la colada. Se agachaban sobre sus cestas y extendían sábanas blancas, amarillas o rosadas en las cuerdas de tender. Yo contaba las prendas de ropa interior de hombre y de niño, y las típicas bragas de algodón de niña pequeña. Y el ruido que yo echaba de menos, el ruido de la vida, reemplazaba al incesante llamar a todos por sus nombres.
La colada húmeda: los restallidos, los tirones, la mojada pesadez de las sábanas de cama doble y sencilla. Los ruidos reales traían a la memoria los ruidos recordados del pasado, cuando me tumbaba bajo la ropa mojada para atrapar las gotas con la lengua, o corría entre las sábanas como si fueran conos de tráfico, persiguiendo a Lindsey o persiguiéndome ella a mí. Y a eso se sumaba el recuerdo de nuestra madre tratando de sermonearnos porque nuestras manos pringosas de mantequilla de cacahuete iban a ensuciar las sábanas buenas, o por las pegajosas manchas de caramelo de limón que había encontrado en las camisas de nuestro padre. De este modo se fundían en mi mente la visión y el olor de lo real, lo imaginado y lo recordado.
Ese día, después de volver la espalda a la Tierra, me subí a distintos trenes hasta que sólo pude pensar en una cosa: «Aguanta quieta», decía mi padre mientras yo sostenía la botella con el barco en miniatura y él quemaba las cuerdas con que había levantado el mástil y soltaba el clíper en su mar de masilla azul. Y yo le esperaba, notando la tensión de ese instante en que el mundo de la botella dependía únicamente de mí.
Cuando su padre mencionó la sima por teléfono, Ruth estaba en la habitación que tenía alquilada en la Primera Avenida. Se enrolló el largo cable negro del teléfono alrededor de la muñeca y el brazo, y dio breves y cortantes respuestas. A la anciana que le alquilaba la habitación le gustaba escuchar, de modo que Ruth trató de no extenderse mucho. Más tarde, desde la calle, llamaría a casa a cobro revertido y concretaría sus planes.
Había sabido que haría un peregrinaje a la sima antes de que la cubrieran los promotores inmobiliarios. Su fascinación por lugares como las simas era un secreto que guardaba para sí, como lo eran mi asesinato y nuestro encuentro en el aparcamiento de los profesores. Eran cosas que no explicaría en Nueva York, donde veía a otros contar sus intimidades borrachos en el bar, prostituyendo a sus familias y sus traumas a cambio de copas y popularidad. Le parecía que estas cosas no debían circular como falsos regalitos que se reparten en una fiesta. Tenía un código de honor con sus diarios y sus poemas. «Guárdatelo, guárdatelo», susurraba para sí cuando sentía la urgencia de contar algo, y acababa dando largos paseos por la ciudad, pero viendo en su lugar el campo de trigo de Stolfuz o una imagen de su padre examinando los fragmentos de antiguas molduras que había rescatado. Nueva York le proporcionaba un telón de fondo perfecto para sus pensamientos. Pese a sus autoimpuestos paseos pisando fuerte por sus calles y callejones, la ciudad en sí tenía muy poco que ver con su vida interior.
Ya no tenía aspecto de embrujada, como en el instituto, pero aun así, si la mirabas fijamente a los ojos, veías la energía de conejo asustadizo que a menudo ponía nerviosa a la gente. Tenía la expresión del que está siempre a la búsqueda de algo o alguien que aún no ha llegado. Todo su cuerpo parecía inclinarse hacia delante, interrogante, y aunque en el bar donde trabajaba le habían dicho que tenía el pelo bonito o las manos bonitas o —en las contadas ocasiones en que alguno de sus clientes la había visto salir de detrás de la barra— las piernas bonitas, nunca le decían nada de sus ojos.