Authors: Alice Sebold
En mis veladas musicales había toda clase de perros. Y algunos, los que más me gustaban, levantaban la cabeza cuando olfateaban algo interesante en el aire. Si el olor era lo bastante fuerte y no conseguían identificarlo enseguida, o si, como podía ocurrir, sabían exactamente qué era —sus cerebros entonaban: «Mmm... bistec crudo»—, lo rastreaban hasta dar con la fuente. Y frente a la fuente del olor en sí, la verdadera historia, decidían qué hacer. Así era como funcionaban. No renunciaban a su deseo de averiguar de qué se trataba sólo porque el olor era desagradable o su fuente peligrosa. Lo buscaban por todas partes. Lo mismo que yo.
El señor Harvey llevó el saco anaranjado con mis restos a una profunda grieta que había a doce kilómetros de nuestro vecindario, una zona que hasta hacía poco había estado desierta salvo por las vías del tren y un taller de reparación de motos cercano. Sentado al volante, puso una emisora de radio que durante el mes de diciembre encadenaba villancicos navideños. Silbó dentro de su enorme furgoneta y se congratuló. Tarta de manzana, hamburguesa con queso, helado y café. Se sentía saciado. Cada vez era mejor, sin utilizar nunca un viejo patrón que lo aburriría, sino convirtiendo cada asesinato en una sorpresa para él, un regalo.
Dentro de la furgoneta el aire era frío y como quebradizo. Yo veía el vaho cuando él exhalaba, y me entraron ganas de palpar mis pétreos pulmones.
Condujo por la estrecha carretera que discurría entre dos polígonos industriales nuevos. La furgoneta coleó al pasar por un bache particularmente hondo, y la caja dentro de la cual estaba el saco con mi cuerpo se golpeó contra el neumático de repuesto, resquebrajando el plástico.
—Maldita sea —dijo el señor Harvey. Pero se puso de nuevo a silbar sin detenerse.
Recuerdo haber recorrido un día esa carretera con mi padre al volante y Buckley acurrucado contra mí —sólo había un cinturón de seguridad para los dos— en una salida ilegal.
Mi padre nos había preguntado si queríamos ver desaparecer una nevera.
—¡La tierra se la tragará! —dijo, poniéndose el gorro y los guantes de cordobán oscuro que yo codiciaba.
Yo sabía que llevar guantes significaba que eras adulto, mientras que los mitones significaban que no lo eras.
(Para las navidades de 1973 mi madre me había comprado unos guantes. Lindsey acabó con ellos, pero ella sabía que eran míos. Los dejó en el borde del campo de trigo un día al volver del colegio. Siempre me quitaba cosas.)
—¿La tierra tiene boca? —preguntó Buckley.
—Una gran boca redonda sin labios —respondió mi padre.
—Para, Jack —dijo mi madre—. ¿Sabes que le he pillado fuera gruñéndoles a las lagartijas?
—Voy —dije.
Mi padre me había explicado que había una mina subterránea abandonada y que se había derrumbado creando un pozo profundo. Me daba igual; tenía tantas ganas de ver cómo la tierra se tragaba algo como cualquier niño.
De modo que cuando vi que el señor Harvey me llevaba a la sima no pude menos de pensar en lo listo que era. Había metido el saco en una caja metálica, colocándome en el centro de todo ese peso.
Era tarde cuando llegó, y dejó la caja dentro de su Wagoneer mientras se acercaba a la casa de los Flanagan, que vivían en la propiedad donde estaba la sima. Los Flanagan se ganaban la vida cobrando a la gente para tirar en ella sus electrodomésticos.
El señor Harvey llamó a la puerta de la pequeña casa blanca y una mujer acudió a abrir. El olor a cordero con romero que salió de la parte trasera de la casa llenó mi cielo y las fosas nasales del señor Harvey. Vi a un hombre en la cocina.
—Buenas tardes, señor —dijo la señora Flanagan—. ¿Trae algo?
—Lo he dejado en la furgoneta —respondió el señor Harvey. Tenía un billete de veinte dólares preparado.
—¿Qué hay dentro, un cadáver? —bromeó ella.
Era lo último que tenía en la mente. Vivía en una casa bien caldeada, aunque pequeña. Y tenía un marido que siempre estaba en casa arreglando cosas y era amable con ella porque nunca había tenido que trabajar, y un hijo que todavía era lo bastante pequeño para creer que su madre lo era todo en el mundo.
El señor Harvey sonrió, pero al ver la sonrisa en sus labios no desvié la mirada.
—La vieja caja fuerte de mi padre, que por fin me he decidido a traer —dijo—. Llevo años queriendo hacerlo. Nadie se acuerda de la combinación.
—¿Hay algo dentro?
—Aire viciado.
—Adelante, entonces. ¿Le echo una mano?
—Se lo agradecería —dijo él.
Los Flanagan no sospecharon ni por un momento que la niña sobre la que iban a leer en los próximos años en los periódicos —«Desaparecida, posible muerte violenta»; «Perro del vecindario encuentra un codo»; «Niña de catorce años, presuntamente asesinada en el campo de trigo Stolfuz»; «Advertencia a las demás jóvenes»; «El ayuntamiento recalifica los terrenos colindantes con el instituto»; «Lindsey Salmón, hermana de la niña fallecida, pronuncia un discurso de despedida»— estaba en la caja metálica de color gris que un hombre solitario había traído una noche y pagado veinte dólares para tirarla.
Al regresar a la furgoneta, el señor Harvey metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos estaba mi pulsera de colgantes plateada. No recordaba habérmela quitado de la muñeca. No recordaba haberla guardado en el bolsillo de sus pantalones limpios. La carnosa yema de su dedo índice palpó el metal dorado y liso de la piedra de Pensilvania, la parte posterior de la zapatilla de ballet, el agujerito del diminuto dedal y los radios de las ruedas de la bicicleta, que giraban a la perfección. Al bajar por la carretera 202 se detuvo junto al arcén, se comió un sándwich de embutido de hígado que se había preparado un poco antes ese día y condujo hasta un polígono industrial que estaban construyendo al sur de Downingtown. No había nadie en la obra. En aquella época no había vigilancia en los barrios residenciales. Aparcó el coche cerca de una letrina portátil. Tenía una excusa preparada en el caso poco probable de que necesitara una.
Era en ese período inmediatamente posterior a mi asesinato en el que yo pensaba en el señor Harvey, y en cómo vagó por las lodosas excavaciones y se perdió entre los bulldozers durmientes cuyas monstruosas moles resultaban terroríficas en la oscuridad. El cielo de la Tierra estaba azul oscuro esa noche, y en esa zona abierta el señor Harvey alcanzaba a ver kilómetros a lo lejos. Yo preferí quedarme con él, contemplar con él los kilómetros que tenía ante sí. Quería ir a donde él fuera. Había dejado de nevar y soplaba el viento. Se adentró en lo que su instinto de albañil le dijo que no tardaría en ser un estanque artificial y se quedó allí parado, palpando los colgantes por última vez. Le gustaba la piedra de Pensilvania, en la que mi padre había grabado mis iniciales —mi colgante favorito era la pequeña bicicleta—, de modo que la arrancó y se la guardó en el bolsillo. Arrojó la pulsera con el resto de los colgantes al estanque artificial que no iban a tardar en construir.
Dos días después de Navidad, vi al señor Harvey leer un libro sobre los pueblos dogon y bambara de Malí. Observé cómo se le encendía una bombilla mientras leía sobre la tela y las cuerdas que utilizaban para construir refugios. Decidió que quería volver a construir algo, experimentar como había hecho con la madriguera, y se decidió por una tienda ceremonial como la que describía su libro. Reuniría los sencillos materiales y la montaría en unas pocas horas en el patio trasero.
Después de haber hecho añicos todas sus botellas, mi padre lo encontró allí.
Fuera hacía frío, pero el señor Harvey sólo llevaba una camisa fina de algodón. Había cumplido los treinta y seis ese año y probaba las lentillas duras. Éstas hacían que sus ojos estuvieran perpetuamente inyectados en sangre, y mucha gente, entre ellos mi padre, creían que se había dado a la bebida.
—¿Qué es eso? —preguntó mi padre.
A pesar de las enfermedades cardíacas que habían padecido los hombres Salmón, mi padre era robusto. Era más corpulento que el señor Harvey, de modo que cuando rodeó la parte delantera de la casa de tejas verdes y entró en el patio trasero, y lo vio levantar lo que parecían postes de una portería de fútbol, se le veía campechano y capaz. Iba como flotando después de haberme visto en los cristales rotos. Lo vi cruzar el césped con tranquilidad, como los chicos cuando van al instituto. Se detuvo cuando le faltaba poco para tocar con la mano el seto de saúco del señor Harvey.
—¿Qué es eso? —volvió a preguntar.
El señor Harvey se detuvo el tiempo justo para mirarlo y volvió de nuevo a lo que lo ocupaba.
—Una tienda.
—¿Y eso qué es?
—Señor Salmón —dijo—, siento mucho lo ocurrido.
Irguiéndose, mi padre respondió con la palabra de rigor:
—Gracias. —Era como una roca encaramada en su garganta.
Siguió un momento de silencio, y entonces el señor Harvey, al darse cuenta de que mi padre no tenía intención de marcharse, le preguntó si quería ayudarle.
Así fue como, desde el cielo, vi a mi padre construir una tienda con el hombre que me había matado.
Mi padre no aprendió gran cosa. Aprendió a atar piezas arqueadas a postes dentados y a colocar entre esas piezas varas más flexibles para formar semiarcos en el otro sentido. Aprendió a juntar los extremos de esas varas y a atarlas a los travesaños. Se enteró de que lo hacía porque el señor Harvey había estado leyendo sobre la tribu imezzureg y había querido reproducir exactamente una de sus tiendas. Se quedó allí de pie, reafirmado en la opinión del vecindario de que era un hombre raro. De momento, eso fue todo.
Pero cuando estuvo acabada la estructura —un trabajo de una hora—, el señor Harvey entró en su casa sin dar ninguna explicación. Mi padre supuso que era un descanso, que el señor Harvey había entrado para hacerse un café o preparar una tetera.
Se equivocó. El señor Harvey había entrado en la casa y subido la escalera para comprobar si el cuchillo de trinchar que había dejado en la mesilla de noche de su cuarto seguía allí. En ella también tenía el bloc donde a menudo, en mitad de la noche, dibujaba los diseños que veía en sueños. Miró dentro de una bolsa de papel arrugado de la tienda de comestibles. Mi sangre se había ennegrecido a lo largo del filo. Recordarlo, recordar lo que había hecho en la madriguera, le hizo rememorar lo que había leído sobre una tribu en particular en el sur de Ayr. Cómo, cuando construían una tienda para una pareja recién casada, las mujeres de la tribu hacían la tela que la cubría lo más bonita posible.
Fuera había empezado a nevar. Era la primera vez que nevaba desde mi muerte, y a mi padre no se le pasó por alto.
—Puedo oírte, cariño —me dijo aunque yo no hablara—. ¿Qué pasa?
Me concentré mucho en el geranio muerto que él tenía en su línea de visión. Pensé en que si lograba que floreciera él tendría su respuesta. En mi cielo floreció. En mi cielo los pétalos de geranio se arremolinaron hasta mi cintura. En la Tierra no pasó nada.
Pero a través de la nieve advertí lo siguiente: mi padre miraba la casa verde con otros ojos. Había empezado a hacerse preguntas.
Dentro, el señor Harvey se había puesto una gruesa camisa de franela, pero en lo primero que se fijó mi padre fue en lo que llevaba en los brazos: un montón de lo que parecían sábanas de algodón blancas.
—¿Para qué son? —preguntó mi padre. De pronto no podía dejar de ver mi cara.
—Están impermeabilizadas —respondió el señor Harvey.
Al pasarle unas cuantas a mi padre, le rozó los dedos con el dorso de su mano. Sintió una especie de electroshock.
—Usted sabe algo —dijo mi padre.
Él le sostuvo la mirada, pero no hablaron.
Trabajaron juntos mientras nevaba, muy poco. Y al moverse, mi padre experimentó una oleada de adrenalina. Reflexionó sobre lo que sabía. ¿Habían preguntado a ese hombre dónde estaba el día que yo desaparecí? ¿Había visto alguien a ese hombre en el campo de trigo? Sabía que habían interrogado a sus vecinos. De manera metódica, la policía había ido de puerta en puerta.
Mi padre y el señor Harvey extendieron las sábanas sobre el arco abovedado y las sujetaron a lo largo del cuadrado formado por los travesaños que unían los postes en forma de horquilla. Luego colgaron el resto de las sábanas de esos travesaños de modo que los extremos rozaran el suelo.
Cuando hubieron terminado, la nieve se había asentado poco a poco en los arcos cubiertos. Se coló por los agujeros de la camisa de mi padre y formó un montoncito en la parte superior de su cinturón. Suspiré. Me di cuenta de que nunca más saldría corriendo con
Holiday
a jugar con la nieve, ni empujaría a Lindsey en un trineo, nunca enseñaría a mi hermano pequeño a hacer bolas compactas de nieve, aun sabiendo que era un error. Estaba sola en un mar de pétalos brillantes. En la Tierra los copos de nieve caían con delicadeza e inocencia, como una cortina.
Dentro de la tienda, el señor Harvey pensó en la novia virgen que un miembro de los imezzureg traería a lomos de un camello. Cuando mi padre se le acercó, el señor Harvey levantó la mano con la palma hacia él.
—Ya es suficiente —dijo—. ¿Por qué no se va a casa?
Había llegado el momento de que mi padre dijera algo. Pero lo único que se le ocurrió fue:
—Susie —susurró, y la segunda sílaba salió disparada como una serpiente.
—Acabamos de construir una tienda juntos —dijo el señor Harvey—. Los vecinos nos han visto. Ahora somos amigos.
—Usted sabe algo —repitió mi padre.
—Váyase a casa. No puedo ayudarle.
El señor Harvey no sonrió ni dio un paso hacia delante. Se retiró en la tienda nupcial y dejó caer la última sábana de algodón blanco con sus iniciales.
Una parte de mí deseaba una rápida venganza, quería que mi padre se convirtiera en el hombre que nunca había sido, un hombre violento cuando se enfurecía. Eso es lo que ves en las películas, lo que lees que pasa en los libros. Un hombre corriente coge una pistola o un cuchillo, y acecha al asesino que ha matado a su familia; se toma la justicia por su mano como un Charles Bronson y todos aplauden. Cómo era en realidad: todos los días se levantaba y, antes de despejarse, era el de siempre. Pero en cuanto su conciencia se despertaba, era como si se filtrara un veneno. Al principio ni siquiera podía levantarse de la cama. Se quedaba allí, tumbado bajo un gran peso. Pero luego sólo podía salvarlo el movimiento, y se movía sin parar. Sin embargo, ningún movimiento bastaba para acallar su sentimiento de culpabilidad, la mano de Dios que lo aplastaba diciendo: «No estabas allí cuando tu hija te necesitaba».