Authors: Alice Sebold
—¡Hay un hombre fuera! —gritó mi hermano. Había estado jugando al Skyscraper y el rascacielos todavía tenía que derrumbarse—. ¡Lleva una maleta!
Mi madre dejó el ponche de huevo en la cocina y fue a la parte delantera de la casa. En vacaciones Lindsey se veía obligada a hacer acto de presencia en la sala de estar y jugaba con mi padre al Monopoly, pasando por alto las casillas más crueles por el bien de ambos. No había impuesto de lujo y no hacían caso de las cartas de mala suerte.
En el vestíbulo, mi madre deslizó las manos a lo largo de los costados de su falda. Se colocó detrás de Buckley y le rodeó los hombros.
—Espera a que llamen —dijo ella.
—Puede que sea el reverendo Strick —le dijo mi padre a Lindsey, cogiendo sus quince dólares por ganar el segundo premio en un concurso de belleza.
—Por el bien de Susie, espero que no —se aventuró a decir Lindsey.
Mi padre se aferró a eso, a que mi hermana pronunciara mi nombre. Sacó un doble y movió su ficha hasta Marvin Gardens.
—Son veinticuatro dólares —dijo—, pero me conformo con diez.
—Lindsey —llamó mi madre—. Tienes visita.
Mi padre observó a mi hermana levantarse y salir de la habitación. Los dos lo hicimos. Luego me senté con mi padre. Yo era el fantasma a bordo. Él se quedó mirando fijamente el viejo zapato que estaba colocado de lado en la caja. Me habría gustado levantarlo y hacerlo saltar de Boardwalk a Baltic, donde yo siempre había afirmado que vivía la mejor gente. «Eso es porque eres un espécimen regio», diría Lindsey. Y mi padre diría: «Me enorgullezco de no haber criado a una esnob».
—La estación de tren, Susie —dijo—. Siempre te gustó tenerla.
Para acentuar el pico entre las entradas de su pelo y domar un remolino, Samuel Heckler insistía en peinarse el pelo hacia atrás. A sus trece años y vestido de cuero negro, eso le daba un aspecto de vampiro adolescente.
—Feliz Navidad, Lindsey —le dijo a mi hermana, y le tendió una cajita envuelta en papel azul.
Yo vi lo que ocurría: el cuerpo de Lindsey se puso rígido. Se esforzaba por dejar a todos fuera, a todos, pero Samuel Heckler le hacía gracia. El corazón, como el ingrediente de una receta, se le redujo; a pesar de mi muerte, tenía trece años, él le gustaba y había venido a verla el día de Navidad.
—Ya me he enterado de que estás entre los talentosos —dijo él, porque nadie hablaba—. Yo también.
Mi madre reaccionó y encendió el piloto automático de anfitriona.
—¿Quieres pasar y sentarte? —logró decir—. Tengo ponche de huevo en la cocina.
—Me encantaría —dijo Samuel Heckler, y para sorpresa de Lindsey y mía, ofreció el brazo a mi hermana.
—¿Qué es? —preguntó Buckley, siguiéndolos y señalando lo que había creído que era una maleta.
Lindsey habló entonces.
—Samuel toca el saxo alto.
—Muy poco —dijo Samuel.
Mi hermano no preguntó qué era un saxo. Sabía que Lindsey estaba siendo lo que yo llamaba esnob, como cuando decía: «Tranquilo, Buckley, Lindsey está siendo esnob». Normalmente le hacía cosquillas mientras lo decía, otras apretaba la cabeza contra su barriga, repitiendo la palabra una y otra vez hasta que sus carcajadas me inundaban.
Buckley siguió a los tres hasta la cocina y preguntó, como hacía al menos una vez al día:
—¿Dónde está Susie?
Se produjo un silencio. Samuel miró a Lindsey.
—Buckley —llamó mi padre desde la habitación contigua—, ven a jugar al Monopoly conmigo.
A mi hermano nunca le habían invitado a jugar al Monopoly. Todo el mundo decía que era demasiado pequeño, pero ésa era la magia de la Navidad. Fue corriendo a la sala de estar, y mi padre lo levantó y lo sentó en sus rodillas.
—¿Ves este zapato? —dijo mi padre.
Buckley asintió.
—Quiero que escuches bien todo lo que voy a decirte sobre él, ¿de acuerdo?
—¿Susie? —preguntó mi hermano, relacionando por alguna razón las dos cosas.
—Sí, voy a decirte dónde está Susie.
Yo empecé a llorar en el cielo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Este zapato es la ficha con que jugaba Susie al Monopoly —dijo—. Yo jugaba con el coche y a veces con la carretilla. Lindsey juega con la plancha, y cuando tu madre juega, escoge el cañón.
—¿Eso es un perro?
—Sí, es un Scottie.
—¡Para mí!
—Muy bien —dijo mi padre. Se mostraba paciente. Había encontrado una manera para explicarlo. Tenía a su hijo en el regazo y, mientras hablaba, sentía el cuerpo menudo de Buckley sobre sus rodillas, su peso humano, tibio y vivo. Le reconfortaba—. Entonces, de ahora en adelante el Scottie será tu ficha. ¿Cuál hemos dicho que es la pieza de Susie?
—El zapato —dijo Buckley.
—Bien, y yo soy el coche, tu hermana la plancha y tu madre el cañón.
Mi padre se concentró mucho.
—Ahora vamos a poner todas las piezas en el tablero, ¿de acuerdo? Vamos, hazlo tú.
Buckley cogió un puñado de fichas y luego otro, hasta que todas estuvieron colocadas entre las cartas de la suerte y las de la caja de comunidad.
—Digamos que las demás fichas son nuestros amigos.
—¿Como Nate?
—Exacto, tu amigo Nate será el sombrero. Y el tablero es el mundo. Ahora bien, si yo te dijera que, cuando tiro los dados, me quitan una de las fichas, ¿qué significa eso?
—¿Que no pueden seguir jugando?
—Exacto.
—¿Por qué? —preguntó Buckley.
Levantó la vista hacia su padre, que vaciló.
—¿Por qué? —repitió mi hermano.
Mi padre no quería decir «Porque la vida es injusta», ni «Porque así son las cosas». Quería decir algo ingenioso, algo que explicara la muerte a un niño de cuatro años. Puso una mano en la parte inferior de la espalda de Buckley.
—Susie está muerta —dijo, incapaz de hacerlo encajar en las reglas del juego—. ¿Sabes lo que eso significa?
Buckley le cogió la mano y cubrió el zapato con ella. Levantó la mirada para ver si era la respuesta adecuada.
Mi padre asintió.
—No vas a volver a ver a Susie, cariño. Ninguno de nosotros va a hacerlo. —Y se echó a llorar.
Buckley lo miró a los ojos, sin comprenderlo del todo.
Guardó el zapato en su cómoda, hasta que un día desapareció de allí y, por mucho que lo buscó, no logró dar con él.
En la cocina, mi madre se terminó su ponche y se excusó. Fue a la sala de estar y contó la cubertería de plata, ordenando metódicamente los tres tipos de tenedores, cuchillos y cucharas, haciéndoles «subir la escalera» como le habían enseñado a hacer cuando trabajaba en la tienda para novias Wanamaker, antes de que yo naciera. Quería fumarse un cigarrillo y que los hijos que le quedaban desaparecieran un rato.
—¿Vas a abrir tu regalo? —preguntó Samuel Heckler a mi hermana.
Estaban junto a la encimera, apoyados contra el lavavajillas y los cajones de las servilletas y trapos de cocina. En la habitación de su derecha estaban sentados mi padre y mi hermano; al otro lado de la cocina, mi madre pensaba en nombres de marcas: Wedgwood Florentine, Cobalt Blue; Royal Worcester, Mountbatten; Lenox, Eternal.
Lindsey sonrió y tiró de la cinta blanca de la caja.
—El lazo lo ha hecho mi madre —dijo Samuel Heckler.
Ella retiró el papel azul de la caja de terciopelo negro, que sostuvo con cuidado en la palma de la mano una vez desenvuelta. En el cielo me emocioné. Cuando Lindsey y yo jugábamos con Barbies, Barbie y Ken se casaban a los dieciséis años. Para nosotras, en la vida de cada uno sólo existía un amor verdadero; para nosotras no existía el concepto de hacer concesiones o volver a intentarlo.
—Ábrelo —dijo Samuel Heckler.
—Tengo miedo.
—No lo tengas.
Le puso una mano en el antebrazo y, ¡guau!, no sabes lo que sentí cuando lo hizo. ¡Lindsey estaba en la cocina con un chico guapo, vampiro o no! Era un notición; de pronto me enteraba de todo. Ella nunca me lo habría contado.
Lo que había dentro de la caja era típico o decepcionante o un milagro, según se mirara. Era típico porque se trataba de un chico de trece años, y era decepcionante porque no era un anillo de boda, y era un milagro. Le había regalado medio corazón. Era de oro, y de su camisa Hukapoo sacó la otra mitad. La llevaba colgada al cuello con un cordón de cuero.
Lindsey se puso colorada; yo me puse colorada en el cielo.
Olvidé a mi padre en el cuarto de estar y a mi madre contando la cubertería de plata. Vi a Lindsey acercarse a Samuel Heckler. Lo besó; fue maravilloso. Yo casi volvía a estar viva.
Dos semanas antes de mi muerte, salí de casa más tarde que de costumbre, y cuando llegué al colegio, vi que el círculo de asfalto donde solían estar los autocares escolares estaba vacío.
En la entrada, uno de los encargados de la disciplina apuntaba tu nombre si tratabas de cruzar las puertas después del primer timbrazo, y yo no quería que me llamaran por megafonía durante la clase para que fuera a sentarme en el duro banco que había a la puerta del despacho del señor Peterford, donde, como era bien sabido, te hacía inclinarte y te atizaba en el trasero con una vara. Había pedido al profesor de manualidades que hiciera en ella unas perforaciones para disminuir la resistencia del viento y aumentar el dolor cuando aterrizaba en tus vaqueros.
Yo nunca había llegado lo bastante tarde ni me había portado lo bastante mal como para probarla, pero me la imaginaba tan bien en cualquier otro niño que me escocía el culo. Clarissa me había dicho que los porreros novatos, como se les llamaba en el colegio, utilizaban la puerta del fondo del escenario del auditorio que siempre dejaba abierta Cleo, el portero, que había abandonado los estudios siendo porrero en toda la extensión de la palabra.
De modo que ese día entré con sigilo por detrás del escenario, mirando bien por dónde caminaba, con cuidado de no tropezar con las distintas cuerdas y cables. Me detuve cerca de un andamio y dejé la cartera en el suelo para peinarme. Había tomado la costumbre de salir de casa con el gorro de cascabeles y, en cuanto me ponía a cubierto detrás de la casa de los O'Dwyer, me lo cambiaba por una vieja gorra del regimiento escocés de mi padre. La operación me dejaba el pelo tan lleno de electricidad que mi primera parada solía ser el lavabo de las chicas para peinarme.
—Eres guapa, Susie Salmón.
Oí la voz, pero no la localicé enseguida. Miré alrededor.
—Estoy aquí —dijo la voz.
Levanté la vista, y vi la cabeza y el torso de Ray Singh inclinados sobre la parte superior del andamio, por encima de mí.
—Hola —dijo.
Sabía que Ray Singh estaba colado por mí. Había venido de Inglaterra el año anterior, pero Clarissa decía que había nacido en la India. Que alguien tuviera la cara de un país y el acento de otro, y luego fuera a vivir a un tercer país me parecía demasiado increíble para entenderlo. Lo convertía instantáneamente en un chico interesante. Además, parecía darnos mil vueltas al resto de la clase, y estaba colado por mí. Lo que al final me di cuenta de que eran poses —la chaqueta de esmoquin que llevaba a veces a clase y sus cigarrillos extranjeros, que en realidad eran de su madre—, me parecían pruebas de su educación superior. Él sabía y veía cosas que el resto no sabíamos ni veíamos. Esa mañana, cuando me habló desde arriba, me dio un vuelco el corazón.
—¿No ha sonado ya la primera llamada? —pregunté.
—Tengo al señor Morton de tutor —dijo él.
Eso lo explicaba todo. El señor Morton tenía una resaca perpetua que estaba en su punto álgido a primera hora. Nunca pasaba lista.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba?
—Sube y lo verás —dijo, y su cabeza y sus hombros desaparecieron.
Titubeé.
—Vamos, Susie.
Fue el único día de mi vida que iba a portarme mal, o que iba a fingir al menos intentarlo. Puse un pie en el escalón inferior del andamio y alargué los brazos hasta el primer travesaño.
—Sube tus cosas —me aconsejó Ray.
Volví por mis cosas y subí de modo vacilante.
—Deja que te ayude —dijo él, y me sujetó por las axilas, de las que me sentía insegura pese a tenerlas cubiertas por mi parka de invierno.
Me quedé un momento sentada con los pies colgando.
—Mételos —dijo él—. Así no nos verá nadie.
Así lo hice y me quedé mirándolo un momento. De pronto me sentía tonta, sin saber por qué estaba allí arriba.
—¿Te vas a quedar aquí todo el día? —pregunté.
—Sólo hasta que termine lengua y literatura inglesas.
—¡Vas a saltarte lengua y literatura! —Fue como si dijera que había robado un banco.
—He visto todas las obras de Shakespeare que ha representado la Royal Shakespeare Company —dijo Ray—. Esa bruja no tiene nada que enseñarme.
Lo sentí por la señora Dewitt. Si parte de portarse mal era llamar bruja a la señora Dewitt, que no contara conmigo.
—A mí me gusta
Otelo
—aventuré a decir.
—Tal como nos lo enseña ella, son tonterías condescendientes. La versión de
Black Like Me
de un moro.
Ray era listo. Eso combinado con el hecho de que fuera indio de Inglaterra lo convertía en un marciano en Norristown.
—El tipo de la película parecía bastante estúpido con el maquillaje negro —dije.
—Te refieres a sir Laurence Olivier.
Ray y yo estábamos quietos. Lo bastante quietos para oír la campana que señalaba el fin del pase de lista y, cinco minutos después, la campana que nos reclamaba en el primer piso, en la clase de la señora Dewitt. Yo tenía cada vez más calor, y sentía cómo la mirada de Ray se detenía en mi cuerpo, abarcando mi parka azul marina y mi minifalda de intenso verde amarillento con mis medias Danskin a juego. Tenía los zapatos a mi lado, dentro de la cartera. Llevaba puestas las botas de piel sintética de borrego, con el sucio vellón sintético asomando por la parte superior y por las costuras como las entrañas de un animal. De haber sabido que ésa iba a ser la escena de sexo de mi vida, me habría preparado un poco y aplicado de nuevo mi Kissing Potion fresón-plátano al entrar por la puerta.
Sentí cómo el cuerpo de Ray se inclinaba hacia mí, haciendo crujir el andamio al moverse. «Es de Inglaterra», pensaba yo. Sus labios se acercaron más y el andamio se escoró peligrosamente. Yo me sentía mareada, a punto de sumergirme en la ola de mi primer beso, cuando los dos oímos algo. Nos quedamos inmóviles.