Desde Rusia con amor (10 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Desde Rusia con amor
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La habitación era un cajón diminuto situado en el enorme edificio moderno de apartamentos de Sadovaya-Chemogriazskay Ulitza, que constituyen las barracas para mujeres del departamento de Seguridad del Estado. Construido por prisioneros y acabado en 1939, el excelente edificio de ocho pisos contenía dos mil viviendas, de las cuales algunas, como la de ella, situada en el tercer piso, no eran más que cajas cuadradas con un teléfono, agua fría y caliente, una sola luz eléctrica, y un cuarto de baño y retrete central compartido; otras, situadas en los dos pisos superiores, consistían en apartamentos de dos y tres habitaciones con cuarto de baño. Estos eran para las mujeres de graduación superior. El ascenso por el edificio se realizaba estrictamente por rango, y la cabo Romanova tendría que pasar por los grados de sargento, teniente, capitán, comandante y teniente coronel, antes de llegar al paraíso del piso octavo, el de los coroneles.

Pero el cielo bien sabía que estaba bastante contenta con su suerte actual. Un salario de 1.200 rublos al mes (un treinta por ciento más de lo que podría haber ganado en cualquier otro ministerio); una habitación para ella sola; comida y ropa baratos en la «tienda cerrada» de la planta baja del edificio; la asignación de al menos dos entradas mensuales del ministerio, para asistir al ballet o a la ópera; dos semanas de vacaciones pagadas al año. Y, por encima de todo eso, un empleo estable con buenas perspectivas en Moscú, no en una de esas horribles ciudades de provincia donde no sucedía nada durante un mes tras otro, y donde la llegada de una nueva película o la visita de un circo ambulante constituían las únicas cosas que podían mantenerlo a uno fuera de la cama por las noches.

Por supuesto, había que pagar un precio por estar en el MGB. El uniforme lo separaba a uno del resto del mundo. La gente le tenía miedo, lo cual no era acorde con la naturaleza de la mayoría de las muchachas, y quienes lo llevaban quedaban confinados a la sociedad de las demás muchachas y hombres del MGB, con uno de los cuales, llegado el momento, tendría que casarse para permanecer dentro del ministerio. Y trabajaban como locos: de ocho a seis, cinco días y medio por semana, con sólo cuarenta minutos libres para comer en la cafetería. Pero era un buen almuerzo, una comida de verdad, y se podía pasar con una cena escasa y ahorrar para el abrigo de cebellina que un día ocuparía el lugar del muy gastado abrigo hecho con piel de zorro siberiano.

Al pensar en su cena, la cabo Romanova abandonó la silla que estaba junto a la ventana y acudió a mirar la cacerola de espesa sopa, con unos pocos trozos de carne y algo de champiñones en polvo, que constituiría la cena. Ya estaba casi hecha y su olor era delicioso. Apagó el hornillo y dejó que la sopa continuara hirviendo lentamente mientras se lavaba y arreglaba como, años antes, le habían enseñado a hacer antes de las comidas.

Mientras se lavaba las manos, se examinó en el gran espejo ovalado que tenía sobre el lavamanos.

Uno de sus primeros novios había dicho que ella se parecía a Greta Garbo cuando la actriz era joven. ¡Qué tontería! Y sin embargo, esta noche estaba bastante guapa. Un cabello castaño, sedoso, lacio y fino cepillado hacia atrás para dejar libre la alta frente, y que caía pesado casi hasta los hombros para curvarse ligeramente en las puntas (la Garbo se había peinado así en una ocasión, y la cabo Romanova admitió para sí que se lo había copiado); una buena piel suave y pálida con el brillo del marfil en los pómulos; ojos bien separados y horizontales del más profundo azul bajo cejas naturalmente rectas (cerró un ojo y después el otro. ¡Sí, sus pestañas eran largas, sin duda!); una nariz recta, más bien arrogante… y luego la boca. ¿Qué podía decir de la boca? ¿Era demasiado grande? Debía de parecer terriblemente grande cuando sonreía. Sonrió ante el espejo. Sí, era grande; pero también lo había sido la de Greta Garbo. Al menos los labios eran llenos y finamente dibujados. Había un asomo de sonrisa en las comisuras. ¡Nadie podía decir que fuese una boca fría! Y el óvalo de su rostro. ¿Era demasiado largo? ¿Su mentón era un poco demasiado puntiagudo? Volvió la cabeza a un lado para verla de perfil. La pesada cortina de cabello cayó hacia delante sobre su ojo derecho, de modo que tuvo que echárselo hacia atrás.

Bueno, el mentón era puntiagudo, pero al menos no era afilado. Se volvió de cara al espejo, cogió un cepillo y comenzó a pasárselo por la larga, abundante melena. ¡Greta Garbo! Estaba bien, o no serían tantos los hombres que le decían que sí lo estaba… por no hablar de las muchachas que siempre acudían a ella para pedirle consejo acerca de sus rostros. Pero una estrella de cine… ¡una famosa! Hizo una mueca en el espejo y se alejó para tomar la cena.

De hecho, la cabo Tatiana Romanova era una muchacha realmente muy hermosa. Aparte de su cara, el alto cuerpo firme se movía particularmente bien. Había pasado un año en la escuela de ballet de Leningrado, y sólo había abandonado el baile cuando superó en dos centímetros y medio el límite prescrito de un metro sesenta y siete. La escuela de ballet le había enseñado a adoptar la postura corporal correcta. Y tenía un aspecto maravillosamente saludable gracias a su pasión por el patinaje artístico, deporte que practicaba durante todo el año en el estudio de hielo del Dynamo, y que ya le había valido un puesto en el primer equipo femenino del Dynamo. Sus brazos y pechos eran intachables. Un purista habría desaprobado sus nalgas. Los músculos estaban tan endurecidos a causa del ejercicio, que habían perdido la suave caída femenina y ahora, redondo en la parte trasera y plano y duro en los lados, sobresalía como el de un hombre.

La cabo Romanova era admirada mucho más allá de los confines de la sección de traducción inglesa del Indice Central del MGB. Todo el mundo estaba de acuerdo en que no pasaría mucho tiempo antes de que uno de los oficiales superiores se cruzara con ella y la arrebatara perentoriamente de su modesta posición para convertirla en su amante o, si era absolutamente necesario, en su esposa.

La muchacha vertió la espesa sopa dentro de un cuenco de porcelana, decorado con lobos que perseguían un trineo al galope en torno al borde, echó dentro trocitos de pan moreno y fue a sentarse en la silla que había junto a la ventana, donde se puso a comer lentamente con una bonita cuchara brillante que había deslizado en su bolso no muchas semanas antes, tras una alegre noche pasada en el Hotel Moskwa.

Al acabar, lavó los utensilios de cocina y regresó a la silla, donde encendió el primer cigarrillo del día (ninguna muchacha respetable de Rusia fuma en público, excepto en los restaurantes, y si hubiese fumado en el trabajo, habría significado el despido inmediato), y escuchó con impaciencia las gimientes discordancias de una orquesta de Turkmenistán. ¡Esas horribles cosas orientales que siempre estaban transmitiendo para complacer a los
kulaks
de uno de esos bárbaros estados remotos! ¿Por qué no podían transmitir algo
kulturnyl
. Algo de esa moderna música de jazz, o algo clásico. Esta cosa que sonaba ahora era monstruosa. Peor aún, era anticuada.

El teléfono emitió un fuerte timbrazo. Ella se levantó, apagó la radio y cogió el receptor.

—¿Cabo Romanova?

Era la voz de su querido profesor Denikin. Pero fuera de las horas de oficina, él siempre la llamaba Tatiana o incluso Tania. ¿Qué significaba esto?

La muchacha tenía los ojos muy abiertos y estaba tensa.

—Sí, camarada profesor.

La voz del otro lado sonaba extraña y fría.

—Dentro de quince minutos, a las ocho y media en punto, se requiere su presencia para mantener una reunión con la camarada coronel Klebb, de Otdyel II. Irá a verla a su apartamento, número 1875, situado en el octavo piso de su edificio. ¿Ha quedado claro?

—Pero, camarada, ¿por qué? ¿Qué… qué…?

La extraña, tensa voz de su amado profesor la cortó en seco.

—Eso es todo, camarada cabo.

La muchacha se apartó el receptor de la cara. Lo contempló con ojos frenéticos, como si pudiera exprimirle más palabras al círculo de pequeños orificios del auricular negro.

—¡Hola! ¡Hola!

El vacío micrófono bostezaba ante ella. Sintió que le dolían la mano y el antebrazo debido a la fuerza con que lo apretaba. Se inclinó con lentitud y dejó el receptor en su sitio.

Permaneció un momento de pie, congelada, contemplando el negro aparato. ¿Debería llamarlo ella? No, eso quedaba fuera de consideración. El le había hablado como lo hizo porque sabía, al igual que ella, que todas las llamadas entrantes y salientes del edificio eran escuchadas y grabadas. Por eso el hombre no había desperdiciado una sola palabra. Se trataba de un asunto de Estado. Cuando uno tenía un mensaje de esta naturaleza, se libraba de él lo antes posible, con la menor cantidad de palabras posibles, y se lavaba las manos del asunto. Ya se había librado de la horrible carta. Le había pasado la reina de picas a otro. Volvía a tener las manos limpias.

La muchacha se llevó los nudillos a la boca abierta y se los mordió, con la vista clavada en el teléfono. ¿Para qué la querían? ¿Qué había hecho? Con desesperación, retrocedió en el tiempo para rebuscar en los días, los meses, los años. ¿Acaso habría cometido algún terrible error en su trabajo y acababan de descubrirlo? ¿Habría hecho alguna observación acerca del Estado, algún chiste sobre el que se había informado? Eso siempre era posible. Pero, ¿qué observación era?

¿Cuándo la había hecho? Si hubiera sido una observación negativa, habría sentido una punzada de culpabilidad o miedo en su momento. Tenía la conciencia tranquila. ¿O no? De pronto, recordó. ¿Sería por la cuchara que se había llevado? La lanzaría por la ventana, ahora mismo, bien lejos, hacia un lado u otro. Pero no, no podía ser por eso. Era algo demasiado pequeño. Se encogió de hombros con resignación y dejó caer la mano a un lado. Se puso de pie y avanzó hacia el armario para coger su mejor uniforme, con los ojos empañados por las lágrimas de miedo y perplejidad de una niña. No podía tratarse de ninguna de esas cosas. SMERSH no mandaba llamar a nadie por ese tipo de cosas. Tenía que ser algo mucho, mucho peor.

A través de las lágrimas, la muchacha miró el reloj barato que llevaba en la muñeca. ¡Sólo le quedaban siete minutos! Se enjugó los ojos con el antebrazo y cogió su uniforme de gala.

¡Encima de esta situación, fuera lo que fuese, sólo le faltaba llegar tarde! Desprendió los botones de su blusa blanca de algodón a tirones.

Mientras se vestía, lavaba la cara y cepillaba el cabello, su mente continuó sondeando el maligno misterio como un niño inquisitivo que mete un palito en la cueva de una serpiente. Desde cualquier ángulo que exploraba el agujero, obtenía un furibundo silbido como respuesta.

Dejando a un lado la naturaleza de su culpabilidad, el contacto con cualquier tentáculo de SMERSH era horrendo. El nombre mismo de la organización era aborrecido y evitado.

SMERSH, «Smiert Spionam», «Muerte a los espías». Se trataba de una palabra obscena, una palabra de tumba, el susurro mismo de la muerte, una palabra no pronunciada siquiera en los chismorreos secretos de oficina entre amigos. Y lo peor de todo era que, dentro de esta terrible organización, Otdyel II, el departamento de Tortura y Muerte, era el horror central.

¡Y el jefe de Otdyel II era aquella mujer, Rosa Klebb! Se murmuraban cosas inverosímiles acerca de esa mujer, cosas que se le aparecían a Tatiana en sus pesadillas, cosas que volvía a olvidar durante el día, pero que ahora pasaban ante sus ojos.

Se decía que Rosa Klebb no permitía que se practicara tortura ninguna si ella no estaba presente. En su oficina había una bata salpicada de sangre y un taburete bajo, y decían que cuando se la veía escabullirse precipitadamente por los pasillos del sótano con el taburete en la mano y vestida con la bata, corría de inmediato la voz e incluso los empleados de SMERSH hablaban con susurros y se inclinaban profundamente sobre sus papeles —y tal vez incluso cruzaban los dedos dentro de los bolsillos—, hasta que se informaba que había regresado a su despacho.

Porque, o al menos eso decían, cogía el taburete y lo colocaba muy cerca de la cara del hombre o la mujer que colgaba del borde de la mesa de interrogatorio. Luego se sentaba sobre el taburete, miraba el rostro y decía con voz queda: «número 1» o «número 10» o «número 25», y los interrogadores sabían lo que quería decir y comenzaban. Y ella contemplaba los ojos del rostro que tenía a pocos centímetros e inspiraba los alaridos como si fuesen perfume. Y, dependiendo de los ojos, ella cambiaba la tortura con voz queda, y decía: «ahora número 36» o «ahora número 64», y los interrogadores hacían otra cosa. A medida que el valor y la resistencia escapaba de los ojos y éstos comenzaban a debilitarse y suplicar, ella empezaba a arrullar con voz suave.

—Vamos, vamos, palomo mío. Háblame, bonito, y esto acabará. Hace daño. Ay, señor, duele mucho, niño mío. Y estás tan cansado del dolor… Querrías que cesara, y poder quedarte acostado en paz y que nunca volviera a comenzar. Tu madre está aquí a tu lado, sólo esperando poder detener el dolor. Tiene una bonita cama cómoda preparada para que duermas en ella y olvides, olvides, olvides. Habla —susurraba amorosamente—. Sólo tienes que hablar, y tendrás paz y se acabará el dolor. —Si los ojos continuaban resistiéndose, ella volvía a comenzar los arrullos—. Pero eres tonto, bonito mío. ¡ Ah, eres tan tonto! Este dolor no es nada. ¡Nada! ¿Es que no me crees, palomito mío? Bien, pues, tu madre probará un poquitín, pero sólo un poquitín, con el número 87.

Y los interrogadores oían y cambiaban sus instrumentos y sus objetivos, y ella se quedaba sentada allí y observaba cómo la vida disminuía en los ojos hasta el punto de que tenía que hablar en voz alta al oído de la persona, o las palabras no le llegaban al cerebro.

Pero eran raros los casos, según decían, en que la persona tenía la voluntad necesaria para viajar muy lejos por el camino del dolor de SMERSH, y menos aún hasta el final y, cuando la voz suave prometía paz, ganaba casi siempre porque Rosa Klebb sabía, por la expresión de los ojos, el momento en que el adulto había sido quebrantado hasta convertirse en un niño que lloraba por su madre. Y ella les proporcionaba la imagen de esa madre y ablandaba el espíritu donde las palabras de un hombre lo habrían endurecido.

Luego, después de que un sospechoso más hubiese sido quebrantado, Rosa Klebb regresaba por el pasillo con el taburete en la mano y despojada de su bata nuevamente salpicada de sangre; volvía a trabajar y corría la voz de que todo había acabado y la actividad normal se instalaba una vez más en el sótano.

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