Cuando estuvieron dentro de la espaciosa oficina donde a Kronsteen se le había indicado por gestos que ocupara una silla, y había él asentido con la cabeza en respuesta a la breve sonrisa de labios fruncidos de la coronel Klebb, el ayudante de campo se encaminó hacia el general G. y le entregó la hoja de papel. El general la leyó y clavó una dura mirada en Kronsteen. Mientras el ayudante de campo avanzaba hacia la puerta y salía, el general continuaba mirando a Kronsteen.
Cuando la puerta estuvo cerrada, el general abrió la boca y dijo, con suavidad:
—¿Y bien, camarada?
Kronsteen estaba sereno. Sabía qué historia daría resultado. Habló en voz queda y autoritaria.
—Para el público, camarada general, soy un jugador de ajedrez. Esta noche me he clasificado como campeón de Moscú por tercer año consecutivo. Si, cuando sólo faltaban tres minutos para acabar, hubiese recibido un mensaje diciendo que mi esposa estaba siendo asesinada en el exterior del Salón de Torneos, no habría levantado un solo dedo para salvarla. Mi público lo sabe. Son tan devotos del juego como yo mismo. Esta noche, si hubiese abandonado el juego y hubiese acudido inmediatamente aquí al recibir ese mensaje, cinco mil personas habrían sabido que sólo podía tratarse de la orden de un departamento de la naturaleza de éste. Se habría producido una tormenta de murmuraciones. Se habrían observado mis idas y venidas futuras en busca de algún indicio.
Habría sido el fin de mi tapadera. En interés de la Seguridad del Estado, esperé tres minutos antes de obedecer la orden. A pesar de eso, mi apresurada partida será objeto de muchos comentarios.
Tendré que decir que uno de mis hijos estaba gravemente enfermo. Tendré que ingresar a uno de los chicos en el hospital durante una semana, para dar solidez a la historia. Lamento profundamente la demora en el cumplimiento de la orden, pero la decisión resultó difícil. Hice lo que creí mejor para los intereses del departamento.
El general G. miró con aire pensativo los oscuros ojos oblicuos. El hombre era culpable, pero su defensa era buena. Volvió a leer el papel como si sopesara el tamaño del delito, luego sacó su encendedor y lo quemó. Dejó caer la última esquina ardiendo sobre el vidrio de su escritorio y sopló las cenizas a un lado para que cayeran al piso. No dijo cuáles eran sus pensamientos, pero el hecho de que quemara la prueba era lo único que le importaba a Kronsteen. Ahora no podría aparecer nada en su
zapiska
. Se sentía enormemente aliviado y agradecido. Dedicaría todo su ingenio al asunto que le presentaran. El general había llevado a cabo un acto de enorme clemencia. Kronsteen se lo pagaría con la preciosa moneda de su mente.
—Pásele las fotografías, camarada coronel —dijo el general G., como si el breve consejo de guerra no hubiese tenido lugar—. El asunto es como sigue…
«Así que se trata de otra muerte», pensó Kronsteen, a medida que el general hablaba y él examinaba el moreno rostro implacable, que le devolvía una mirada serena desde la fotografía de pasaporte ampliada. Mientras Kronsteen escuchaba con mitad de atención lo que estaba diciendo el general, escogía los hechos sobresalientes: Espía inglés. Se deseaba un gran escándalo. Nada de implicar a los soviéticos. Asesino experto. Debilidad por las mujeres («y por tanto no es homosexual», pensó Kronsteen). Bebe («pero no se dice nada de drogas»). Insobornable («¿quién sabe? Todo hombre tiene un precio»). No se repararía en gastos. Estaban disponibles todos los equipamientos y personal de todos los departamentos de Inteligencia. Debía lograrse el éxito en un plazo de tres meses. Se solicitaban ahora ideas a grandes rasgos. Los detalles debían elaborarse más tarde.
Los ojos del general G. se fijaron en la coronel Klebb.
—¿Cuáles son sus impresiones inmediatas, camarada coronel?
Los cristales cuadrados y sin marco de las gafas destellaron a la luz de la araña, cuando la mujer se enderezó abandonando la postura inclinada de profunda concentración para mirar hacia el escritorio del general. Los húmedos labios pálidos, emplazados bajo el brillo del vello manchado de nicotina, se separaron y comenzaron a moverse arriba y abajo con rapidez, mientras la mujer exponía sus puntos de vista. A Kronsteen, observar aquel rostro desde el otro lado de la mesa, el cuadrado inexpresivo formado por los labios que se abrían y cerraban, le recordaba el rígido parloteo de una marioneta.
La voz era ronca, monótona y carente de expresión.
—… se parece, en algunos aspectos, al caso de Stolzenberg. Si lo recuerda, camarada general, también entonces era asunto de destruir una reputación a la vez que una vida. En aquella ocasión resultaba sencillo. El espía era, además, un pervertido. Si recuerda…
Kronsteen dejó de escuchar. Conocía todos aquellos casos. Se había hecho cargo de la planificación de la mayoría de ellos y los tenía archivados en la memoria como otros tantos gambitos de ajedrez. En cambio, con los oídos cerrados, examinó el rostro de esta horrible mujer, mientras se preguntaba con indiferencia cuánto tiempo más se mantendría en su puesto… durante cuánto tiempo más tendría que trabajar con ella.
¿Horrible? Kronsteen no se sentía interesado en los seres humanos… ni siquiera en sus propios hijos. Tampoco tenían lugar en su vocabulario las categorías de «bueno» y «malo». Para él, todas las personas eran piezas de ajedrez. Sólo le interesaban sus reacciones ante el movimiento de otras piezas. Para predecir las reacciones de las mismas, lo cual constituía la mayor parte de su trabajo, debía comprender sus características individuales. Los instintos básicos eran inmutables. Autoconservación, sexo e instinto gregario, por ese orden. Sus temperamentos podían ser sanguíneos, flemáticos, coléricos o melancólicos. El temperamento de un individuo decidiría en gran parte la fuerza comparativa de sus emociones y sentimientos. El carácter dependería poderosamente de la educación y, por mucho que pudieran decir Pavlov y los conductistas, del carácter de los padres en cierta medida. Y, por supuesto, las vidas y comportamiento de las personas estarían condicionados en parte por sus fortalezas y debilidades físicas.
Era con estas clasificaciones básicas, como telón de fondo mental, que el frío cerebro de Kronsteen consideraba a la mujer que se hallaba al otro lado de la mesa. Era la centésima vez que resumía sus características, pero ahora tenían por delante una semana de trabajo conjunto, y era mejor refrescar su memoria para que la repentina intromisión de un elemento humano en su relación no apareciese por sorpresa.
Por supuesto, Rosa Klebb tenía una poderosa voluntad de supervivencia, o no se habría convertido en una de las mujeres más poderosas del Estado, y ciertamente era la más temida. Su ascenso, según recordaba Kronsteen, había comenzado con la guerra civil española. En esa época, como agente doble dentro del POUM —es decir, trabajando para el OGPU de Moscú además de para la Inteligencia comunista en España—, había sido la mano derecha, y decían que una especie de amante, de su jefe, el famoso Andreu Nin. Había trabajado con él desde 1935 a 1937. Luego, por orden de Moscú, él fue asesinado y, según se rumoreaba, asesinado por ella misma. Tanto si esto era cierto como si no, desde entonces la mujer había ascendido con lentitud, pero en línea recta, por la escalera del poder, sobreviviendo a reveses, sobreviviendo a guerras, sobreviviendo (porque no forjaba lealtad alguna ni se unía a ninguna facción) a todas las purgas hasta que, en 1953, con la muerte de Beria, sus manos tintas en sangre se aferraron al escalón (al que tan pocos peldaños separaban de la cúspide misma), que conformaba la jefatura del departamento de operaciones de SMERSH.
Y, reflexionó Kronsteen, una gran parte de su éxito era debido a la peculiar naturaleza de su siguiente instinto más importante, el instinto sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía, indudablemente, a la más rara de todas las tipologías sexuales. Era neutra. Kronsteen estaba seguro de ello. Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado detalladas para dudar de ellas.
Puede que disfrutara del acto, pero el instrumento carecía por completo de importancia. Para ella, el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y física que la caracterizaba la liberaba a la vez de múltiples emociones, sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad en un individuo. Era una característica innata fantástica y maravillosa.
En ella, el instinto gregario también estaba muerto. Su ambición de poder exigía que fuese un lobo en lugar de una oveja. Era una trabajadora solitaria, pero nunca se sentía sola porque la calidez de la compañía le resultaba innecesaria. Y, por supuesto, desde el punto de vista temperamental podía clasificársela como flemática-imperturbable, tolerante al dolor, haragana.
La pereza sería su vicio dominante, pensaba Kronsteen. Por las mañanas le costaría salir de su tibia cama porcina. Sus hábitos privados serían la dejadez, incluso la suciedad. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, echar una mirada al aspecto íntimo de su vida, cuando se relajaba, despojada del uniforme. Los fruncidos labios de Kronsteen hicieron una mueca de desagrado ante este pensamiento, y su mente se apresuró a continuar, pasando del carácter de la mujer, que era sin duda astuto y fuerte, a su apariencia externa.
Rosa Klebb tendría en torno a cuarenta años, supuso, calculando según la fecha de la guerra civil española. Era de estatura baja, en torno al metro sesenta, rechoncha, y sus regordetes brazos, el cuello corto y las pantorrillas de las gruesas piernas envueltas en las medias color caqui, eran muy fuertes para pertenecer a una mujer. Sabría el diablo, pensó Kronsteen, cómo serían sus pechos, pero el bulto del uniforme que descansaba sobre la mesa tenía el aspecto de una bolsa de arena mal hecha; y su figura, en general, con sus grandes caderas en forma de pera, sólo podía ser comparada con un violoncelo.
Las
tricoteuses
de la Revolución Francesas debieron de tener rostros como el de aquella mujer, decidió Kronsteen mientras se recostaba en el asiento e inclinaba la cabeza ligeramente a un lado. El cabello ralo anaranjado echado hacia atrás y recogido en un apretado moño obsceno; los brillantes ojos pardo amarillentos que se clavaban tan fríamente en el general G. a través de los cristales cuadrados de bordes afilados; la cuña de la nariz de grandes poros y muy empolvada; la mojada trampa que tenía por boca, que continuaba abriéndose y cerrándose como si la manejaran mediante cables desde debajo del mentón. Aquellas mujeres francesas, que se sentaban a tejer y charlar mientras la guillotina caía ruidosamente, debían de tener la misma piel gruesa de pollo, pálida, que se plegaba en pequeñas arrugas debajo de los ojos, en las comisuras de la boca y debajo de las mandíbulas; las mismas orejas grandes de campesina; los mismos puños apretados, duros y con hoyuelos, como redondas empuñaduras de bastón que, en el caso de la rusa, descansaban ahora muy apretados sobre la superficie de terciopelo rojo de la mesa, a ambos lados del gran paquete de su busto. Y los rostros de aquéllas debían de transmitir la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad, crueldad y fortaleza que el de esta rusa «horrenda», palabra emotiva que se había permitido aplicar a la mujer de SMERSH.
—Gracias, camarada coronel. Su visión general de la posición actual es valiosa. Y ahora, camarada Kronsteen, ¿tiene algo que añadir? Por favor, sea breve. Son las dos y todos tenemos un día muy pesado por delante.
Los ojos del general G., enrojecidos a causa de la tensión y la falta de sueño, miraban con fijeza los insondables lagos castaños situados bajo la frente abultada. No había ninguna necesidad de decirle a este hombre que fuese breve. Kronsteen nunca tenía mucho que decir, pero cada una de sus palabras valía todo un discurso de los otros oficiales.
Kronsteen ya había tomado una decisión, o no habría permitido que sus pensamientos se concentraran durante tanto tiempo en la mujer.
Echó la cabeza hacia atrás con lentitud y miró al vacío del techo. Su voz resultaba suave en extremo, pero contenía la autoridad que ordena estricta atención.
—Camarada general, fue un francés, en algunos sentidos un predecesor suyo, Fouché, quien observó que no sirve de nada matar a un hombre a menos que se destruya su reputación. Por supuesto, resultará fácil matar a este hombre, Bond. Cualquier asesino búlgaro a sueldo lo haría, si se le instruyera correctamente. La segunda parte de la operación, la destrucción del carácter de este hombre, es más importante y más difícil. En este momento, lo único que me resulta claro es que el hecho debe ser llevado a cabo fuera de Inglaterra, y en un país sobre cuya prensa y radio tengamos influencia. Si me pregunta cómo debe llevarse al hombre hasta allí, sólo puedo decir que si el cebo es lo bastante importante, y su captura sólo puede realizarla este hombre, lo enviarán a cogerlo desde dondequiera que pueda estar. Para evitar que parezca una trampa, yo sugeriría darle al cebo el toque de la excentricidad, de lo insólito. Los ingleses se precian de su propia excentricidad. Tratan las proposiciones excéntricas como un reto. Yo me fiaría, en parte, de esta lectura de su psicología para hacer que envíen a ese importante agente tras el cebo que le pongamos.
Kronsteen hizo una pausa. Bajó la cabeza de modo que sus ojos quedaron fijos en un punto justo por encima de uno de los hombros del general G.
—Procederé a planificar dicha trampa —continuó con indiferencia—. Por el momento, sólo puedo decir que si el cebo consigue atraer a su presa, necesitaremos entonces un asesino con perfecto dominio de la lengua inglesa.
Los ojos de Kronsteen se desplazaron hasta la cobertura de terciopelo rojo de la mesa que tenía ante sí. Con aire pensativo, como si éste fuese el meollo del problema, añadió:
—También necesitaremos una muchacha fiable y extremadamente hermosa.
Sentada junto a la ventana de su habitación y mientras miraba el sereno atardecer de junio, el primer tono rosáceo de la puesta de sol reflejado en las ventanas del otro lado de la calle, la lejana cúpula de una iglesia que flameaba como una antorcha por encima del dentado horizonte de los tejados de Moscú, la cabo de Seguridad del Estado, Tatiana Romanova, pensaba que se sentía más feliz que nunca antes en su vida.
Su felicidad no era de naturaleza romántica. Nada tenía que ver con el extático comienzo de una relación amorosa, con esos días y semanas antes de que las primeras diminutas nubecillas de lágrimas aparezcan en el horizonte. Era la serena, estable alegría de la seguridad, de poder mirar hacia delante con confianza en el futuro, realzada por cosas inmediatas como unas palabras elogiosas que aquella misma tarde había recibido del profesor Denikin, el aroma de una buena cena que se cocinaba en el hornillo eléctrico, el preludio de
Boris Goudonov
, su favorito, interpretado por la Orquesta Estatal de Moscú, que transmitía la radio y, por encima de todo, lo hermoso del hecho de que el largo invierno y la corta primavera hubiesen pasado, y estuvieran en junio.