Read Desnudando a Google Online
Authors: Alejandro Suarez Sánchez-Ocaña
A Google no le preocupan demasiado sus meteduras de pata. Son conscientes de la frágil memoria del internauta, al que, por línea general, se le puede ofrecer algo interesante para que olvide y vuelva a su statu quo anterior al conflicto. En julio de 2011, el director global de Privacidad de la empresa, Peter Fleischer, reconocía en una entrevista concedida a Rosa Jiménez Cano en el diario
El País
, que «hemos cometido errores, pero si corriges y pides perdón te ganas de nuevo la confianza». Suena fácil. La frágil memoria colectiva de la que se jactan es muy peligrosa. Tenemos que aprender, ser más cuidadosos y no acudir como insectos a la luz brillante que nos ofrecen, al menos no sin una reflexión previa cimentada en una valoración objetiva y en nuestra propia experiencia.
A la pregunta de la periodista sobre si Google respeta en España las reglas del juego marcadas por la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), Fleischer dejaba entrever lo que habita bajo la piel de cordero tras la que se esconden. «Lo intentamos, pero en Europa hay 27 países diferentes, con leyes diferentes y distintas formas de manejarse…»
¿No te parece sarcástico? Resulta estremecedor que el máximo responsable de una empresa multinacional con enormes ingresos, que goza del dominio de nuestro mercado y que controla internet a sus anchas, hable de «intentar» cumplir la ley. Es una verdadera tomadura de pelo. No podemos permitir que Google «intente» cumplir la legislación española. ¡Están obligados a ello! No sólo en España, sino también en la mayoría de los países de la eurozona, nos tratan como si fuéramos colonias estadounidenses donde el cumplimiento de la ley no resulta una obligación trascendente. Creen disponer de una manga ancha especial tolerada por los gobiernos en la interpretación de las normas que rigen para la mayoría de las mpresas con actividad en nuestro territorio. Señores de Google, no son especiales. Son uno más. De hecho, son el principal actor de internet. Así que compórtense como tal, cumplan y den ejemplo. Punto.
Resulta sencillamente demencial el demagógico planteamiento de «muchos países, cada uno con sus normas». Para ganar dinero en todos y cada uno de ellos se adecuan sin problemas a esas mismas normas, particularidades y legislaciones. Son como una gran empresa petrolífera que viene a Europa a extraer el crudo y no tiene problemas en adecuarse a cómo hacerlo en cada país. Sin embargo, luego se quejan y se preocupan porque las aduanas funcionan de manera diferente, lo que evita que cumplan con sus obligaciones. Afrontémoslo. Vienen, actúan, ofrecen servicio y se llevan pingües beneficios. Pero no cumplen más que a medias, emplean burdas excusas para hacer lo que les plazca y resulta evidente que no tienen una clara intención de cumplir hasta que les plantemos cara. Nuestras autoridades y legisladores deben impedir que campen a sus anchas en nuestros mercados. Deben regular su actividad y hacer que respeten la ley de la misma manera que se les exige a las empresas nacionales.
Como nota sarcástica, me gustaría añadir que es muy cierto que en Europa no solemos actuar «todos a una», y que las legislaciones de cada país son diferentes. Pero una de las pocas cosas en la que hemos logrado ponernos de acuerdo las autoridades de todo el mundo es la preocupación por los abusos de Google. Por eso las agencias de protección de datos de multitud de países, entre los que se cuentan Canadá, Irlanda, Reino Unido, Italia, Alemania, Nueva Zelanda, Francia, Países Bajos, España e Israel, escribieron a Eric Schmidt una carta conjunta mostrándole «inquietud y malestar a raíz de los problemas de privacidad de Google Buzz». En otra carta remitida a la empresa, más de 1.500 expertos en privacidad y autoridades de multitud de países se mostraban «preocupados por las nuevas aplicaciones de Google y su decepcionante respeto a las normas más elementales de privacidad». Somos diferentes a escala internacional y, como decían los representantes de la empresa, es difícil ponerse de acuerdo. Pero para una vez que lo estamos… igual es porque hay motivos para ello.
En enero de 2011, los abogados del Estado determinaron que «Google se lucra con el rastreo de datos personales», y reclamaron el derecho de los usuarios a que «les dejen en paz». Según los abogados del Estado, «la compañía almacena en sus ficheros toda la información que capta, posee enlaces directos a los servidores y se lucra del tratamiento de los datos gracias a su posición dominante». Todo ello surgió a raíz del caso de un médico imputado en 1991 por un delito del que poco después fue exonerado. Al teclear su nombre en Google aparecía la imputación, pero no así su posterior absolución. Según los abogados de Google, si la Audiencia Nacional acepta la propuesta de la AEPD de retirar esa información se estaría «censurando internet». Y éste no es más que uno de los casi cien casos abiertos en España ante la AEPD contra la empresa.
La censura es uno de sus argumentos recurrentes. Así lo vimos con anterioridad en casos como el de YouTube. Ellos se agarran a él como a un clavo ardiendo y argumentan de forma habitual contra la censura para evitar la retirada de contenidos. En ocasiones las peticiones de los usuarios o de las administraciones logran su objetivo —es lógico que así sea— para adaptarse y cumplir con las legislaciones locales y poder operar en diversos mercados. Por ejemplo, en Turquía difamar al fundador del país —Mustafa Kemal Atatürk— está tipificado como delito. Lo mismo ocurre con ridiculizar «lo turco». Por esa razón Google restringe el acceso a los vídeos que el gobierno de ese país considera ilegales en el sitio google.com.tr.
En Alemania, Francia y Polonia es ilegal publicar material pro nazi o contenido que niegue el Holocausto. Para cumplir con esa ley Google no despliega resultados relacionados en las búsquedas de las páginas que el motor tiene en cada país, google.de, google.fr o google.pl, respectivamente. Aunque, claro, en otras ocasiones los retiran sin que nadie se lo pida y sin que la retirada esté amparada por imperativos legales. Eso da a la empresa un preocupante carácter de censor, ya que gracias a su sensacional cuota de mercado la censura de Google equivale prácticamente a la censura de internet. Desde Mountain View nos explican que, conscientes de ese poder, intentan hacerlo de una forma razonada, valorando los casos uno a uno. Pero ¿es lógico que sean ellos quienes asuman ese papel? Estamos ante una biblioteca —monopolio de la información a escala mundial— en la que ciertos libros están prohibidos, ocultos o son difíciles de adquirir. Desde mi punto de vista, ese poder debería ser supervisado por organismos superiores. Al margen de que esté siendo bien o mal empleado, una sola empresa privada no debe tener la capacidad de decidir a qué tipo de información se puede acceder y de qué modo. Creo, de veras, que han hecho un uso razonable de su «poder», pero eso no ha evitado algunos casos polémicos. Así, no tuvieron ningún problema en censurar la publicidad del grupo ecologista Oceana 36 para evitar problemas con uno de sus grandes anunciantes, la Royal Caribbean Cruises Lines. Oceana 36 había hecho publicidad en contra de esta empresa de cruceros. Pero como eran uno de los grandes inversores de Google Adwords, no parece que Oceana 36 fuera muy bien recibida en la sede central de la empresa, que impidió que siguieran anunciándose con palabras como
cruise vacation
o
cruise ship
. En ese caso, la libertad de expresión en la red no parecía tan trascendente como evitar problemas a un buen cliente.
En otra ocasión los problemas llegaron a través de uno de los simpáticos
doodles
. Durante varias horas se publicó un logotipo dedicado al escritor Roald Dahl para recordar el aniversario de su nacimiento. Numerosos miembros de la comunidad judía criticaron esta conmemoración, puesto que Dahl es considerado por algunos como antisemita. La compañía —no olvidemos que Sergey Brin y Larry Page son de origen judío— la retiró ipso facto.
También fueron acusados de eliminar de su índice el sitio Xenu.net, crítico con la Iglesia de la Cienciología. En esa página los autores enlazaban contenido que «desenmascaraba los secretos de la Iglesia de la Cienciología». El imperio argumentó que, al haber una petición oficial de retirada por parte de la citada Iglesia por uso no autorizado de su marca, debía eliminarse del índice, lo que en principio chocaba de lleno con la más elemental libertad de expresión. Bajo esa premisa, ninguna marca del mundo sería criticable en público por conflicto con su
copyright
.
Durante 2007, YouTube canceló la cuenta de Wael Abbas, un activista egipcio contrario a la tortura, que había colgado un vídeo sobre la actuación violenta de la policía egipcia. Al tratar de acceder al vídeo el mensaje no era muy explícito: «Esta cuenta está suspendida». Abbas declaró que «cerraron la cuenta y me enviaron un correo electrónico diciendo que sería suspendida porque había múltiples quejas sobre su contenido, especialmente el contenido de tortura policial». Varias asociaciones pro derechos humanos se quejaron amargamente de la cancelación de la cuenta de Abbas, ya que con ella se silenciaba una importante fuente de información sobre lo que estaba ocurriendo en Egipto.
Hay muchos más ejemplos similares. Salvo algunas excepciones, como las anteriores, Google suele actuar con prudencia y de manera coherente. Pero ¿deberían tener el poder de decidir y censurar contenidos a mil millones de personas? Eso nos coloca en la tesitura de que cualquier cambio de normativa interna, o del equipo de dirección de la empresa, sea crítica para el acceso a la información mundial y deba ser controlada. La información fluye sin cesar, y los derechos deben ser respetados.
Algunos —y pese a la guasa del tema, no eran gaditanos— quisieron probar si en Google eran capaces de tomar su propia medicina. En 2005, la revista
CNET
quiso ver hasta qué punto la libre circulación de la información pesaba más que la privacidad, como se aseguraba constantemente desde Mountain View. Para ello tuvieron la feliz idea de publicar en su revista un enlace a la dirección del domicilio personal de Eric Schmidt, su salario, su vecindario, algunas de sus aficiones y sus donaciones políticas, todo ello obtenido a través de búsquedas en Google. Si nos basamos en la lógica de la compañía, esto no debía tener mucha trascendencia. Era información y, por lo tanto, debía ser libre y accesible. Estaba en un servidor de internet, por lo que era abierta, y a buen seguro el entonces consejero delegado de Google no tendría nada que ocultar. En definitiva, según su propio razonamiento, la publicación de sus datos personales no debía molestarle, ya que en alguna ocasión defendió que ¡sólo defienden su privacidad los que tienen algo que ocultar!
Nada más lejos de la realidad. ¡Hay cosas con las que no se juega! La respuesta no se hizo esperar, y consistió en incluir en una lista negra a todos los reporteros de
CNET
. Anunciaron que tomarían medidas por lo sucedido, entre ellas la suspensión de un año en cualquier colaboración con el medio, no les facilitarían ninguna información ni concederían entrevistas. Éste es un claro ejemplo de la doble moral reinante. Nuestros chicos pueden ser muy románticos, ¡pero no son imbéciles!
A día de hoy una de las cosas con las que más cuidado deberíamos tener, y que supone la mayor agresión contra la privacidad, está en nuestro propio bolsillo. Los teléfonos móviles inteligentes, como los modelos equipados con Android —ojo, lo mismo sucede con los iPhone de Apple, entre otros—, representan un riesgo que atenta directamente contra nuestra privacidad más elemental. Por supuesto, son aparatos atractivos que nos permiten multitud de opciones, que aumentan nuestra productividad y el uso de millones de aplicaciones, muchas de ellas gratuitas. Pero eso no quiere decir que sean seguros. Jamás cometeré la estupidez de no recomendar el uso de este tipo de terminales. Eso sería ir contra el futuro. Lo que quiero decir es que estos teléfonos serán a buen seguro regulados de forma estricta en el futuro. Mientras tanto, cada uno de nosotros debería valorar lo que se puede permitir a nuestro teléfono. Para hacerlo correctamente el mayor hándicap es la falta de información. Elije tu móvil, el que quieras: iPhone, Android, Blackberry, o los escasamente versátiles teléfonos del siglo pasado equipados con Windows Mobile. Una vez que lo hayas hecho, toma precauciones. Todas y cada una de tus elecciones suponen riesgos que no deben ser menospreciados.
Eric Schmidt, que de esto de dominar la información y los mercados sabe un rato, declaraba ante una periodista de
The Wall Street Journal
—por cierto, poco sagaz— que le preguntaba qué sentido tenía que Android fuera gratuito mientras que Apple ganaba cantidades ingentes de dinero con su iPhone: «Si eres dueño de la plataforma, siempre podrás monetizarla. Consigue que mil millones de personas hagan algo y llegarán ideas sobre cómo sacarle partido». Resulta evidente que tiene razón. Se trata del Poder y del Control, con mayúsculas. El dinero vendrá luego, cuando todos tengamos instalado el cacharrito en casa. Ése es el caballo de Troya al que hemos invitado a entrar en nuestras vidas. Lo mismo pasó con las búsquedas. Muerdes la manzana, te acostumbras a ella, dependes de ella, y después ya lo rentabilizaremos.
Uno de los casos más claros de falta de privacidad con Android llega de la mano de un estudio publicado en 2010 por científicos de Intel Labs y la Universidad de Duke. Decidieron probar intensivamente 30 aplicaciones con Android y se descubrió que muchas de ellas enviaban a los anunciantes información del titular sin que éste lo advirtiera ni lo hubiera autorizado. Algunas incluso lo seguían haciendo en intervalos de 30 segundos… ¡cuando ya las habías cerrado! Otras llegaron a compartir información sensible, como los identificadores del IMEI de la tarjeta del móvil, el número de teléfono o el número de la tarjeta SIM.
En resumen, el estudio concluía con una queja en la que se instaba a Google a controlar en Android las aplicaciones de terceros. La compañía respondió con la ambigüedad habitual. Pidieron a los usuarios que «instalen solamente aplicaciones en las que confían». Sin palabras. Entiendo que deben considerar que las 550.000 personas que dan de alta cada día en el mundo un terminal Android son experimentados ingenieros con capacidad de monitorizar y descubrir qué ocurre de manera oculta en nuestro teléfono móvil que nos pueda poner en riesgo.
Otro problema derivado del uso de Android está en la seguridad. Sin ir más lejos, en mayo de 2011 el propio Google reconoció un grave fallo de seguridad que podría haber permitido a ciertos
hackers
acceder al teléfono de cualquier individuo, ver y gestionar su libreta de direcciones o incluso saber dónde se encuentra en cada momento por medio de su calendario. Se han tomado medidas para resolverlo, pero este fallo afectó al 99,7% de los teléfonos con Android en el mundo. La gran mayoría jamás lo supo.