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Authors: L. J. Smith

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Despertar (2 page)

BOOK: Despertar
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Elena les sonrió y volvió a tomar aire, sintiendo que una sensación de alivio la inundaba igual que la luz solar. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Era un día hermoso, que prometía mucho, y nada malo iba a suceder.

Nada malo iba a suceder; excepto que llegaría tarde al instituto. Toda la pandilla la estaría aguardando en el aparcamiento.

Siempre podía contarles a todos que se había detenido para arrojarle piedras a un mirón, se dijo, y casi soltó una risita divertida. Eso sí les daría algo en que pensar.

Sin siquiera una mirada atrás al membrillo, empezó a andar tan de prisa como pudo calle abajo.

El cuervo se abrió paso violentamente por entre la parte superior de un roble enorme, y la cabeza de Stefan se alzó de golpe de un modo reflejo. Cuando vio que no era más que un pájaro, se relajó.

Sus ojos descendieron hasta la blanca figura flácida en sus manos, y notó que el rostro se le crispaba con pesar. No había querido matarlo. Habría cazado algo mayor que un conejo de haber sabido lo hambriento que estaba. Pero, claro, eso era justo lo que lo asustaba: no saber nunca lo fuerte que sería el hambre, o qué tendría que hacer para satisfacerla. Tenía suerte de haber matado sólo a un conejo en esa ocasión.

Se puso en pie bajo los viejos robles, con la luz del sol filtrándose hasta sus cabellos rizados. En téjanos y con una camiseta, Stefan Salvatore tenía todo el aspecto de un alumno normal y corriente de secundaria.

No lo era.

Se había internado en lo más profundo del bosque, donde nadie podría verlo, para alimentarse, y en aquellos momentos se pasaba la lengua a conciencia por encías y labios, para asegurarse de que no había ninguna mancha en ellos. No quería correr riesgos. Ya iba a ser bastante difícil llevar a cabo aquella mascarada.

Por un momento se preguntó, una vez más, si no debería dejarlo correr. Quizá debería regresar a Italia, de vuelta a su escondite. ¿Qué le hacía pensar que podía reincorporarse al mundo de la luz diurna?

Pero estaba cansado de vivir en sombras. Estaba cansado de la oscuridad y de las cosas que vivían en ella. Sobre todo, estaba cansado de estar solo.

No estaba seguro de por qué había escogido Fell's Church, en Virginia. Era una ciudad joven, según su criterio; los edificios más antiguos los habían levantado hacía sólo un siglo y medio. Pero recuerdos y fantasmas de la guerra de Secesión todavía vivían allí, tan reales como los supermercados y los locales de comida rápida.

Stefan apreciaba el respeto por el pasado y pensaba que podría llegar a gustarle la gente de Fell's Church. Y a lo mejor —sólo a lo mejor— podría encontrar un lugar entre ella.

Jamás le aceptarían por completo, desde luego. Una amarga sonrisa curvó sus labios ante la idea. Sabía bien que no podía esperar eso. Jamás habría un lugar al que pudiera pertenecer por completo, donde pudiera ser realmente él.

A menos que eligiera pertenecer a las sombras...

Desechó la idea violentamente. Había renunciado a la oscuridad; había dejado atrás las sombras. Estaba borrando todos aquellos largos años y empezando otra vez, hoy.

Advirtió que todavía sostenía el conejo. Con suavidad, lo depositó sobre el lecho de hojas secas de roble. A lo lejos, demasiado lejos para que el oído humano lo captara, reconoció los sonidos de un zorro.

«Apresúrate, camarada cazador —pensó entristecido—. Te espera el desayuno.»

Al echarse la chaqueta sobre los hombros, reparó en el cuervo que lo había perturbado antes. Seguía posado en el roble y parecía observarle. Había algo que resultaba impropio en él.

Empezó a lanzar un pensamiento de sondeo en su dirección, para examinar al ave, y se detuvo. «Recuerda tu promesa —pensó—. No usarás los Poderes a menos que sea absolutamente necesario. No a menos que no haya otra posibilidad.»

Moviéndose casi en silencio por entre las hojas y las ramitas secas, se encaminó hacia el linde del bosque. Su coche estaba aparcado allí. Miró hacia atrás una vez y vio que el cuervo había abandonado las ramas y saltado sobre el conejo.

Había algo siniestro en el modo en que extendía las alas sobre el cuerpo blanco y flácido, algo siniestro y triunfal. A Stefan se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de volver atrás para ahuyentar al pájaro. Con todo, tenía tanto derecho a comer como el zorro, se dijo.

Tanto derecho como él mismo.

Si volvía a tropezarse con el ave, echaría una mirada en su mente, decidió. Por el momento, apartó los ojos de él y corrió a través del bosque, con expresión decidida. No quería llegar tarde al instituto de secundaria Robert E. Lee.

Capítulo 2

En cuanto puso el pie en el aparcamiento del instituto, Elena se vio rodeada. Todo el mundo estaba allí, la pandilla que no había visto desde finales de junio, más cuatro o cinco advenedizas que esperaban obtener popularidad por asociación. Uno a uno aceptó los abrazos de bienvenida de su propio grupo.

Caroline había crecido al menos casi tres centímetros y resultaba más sensual y más parecida a una modelo de Vogue que nunca. Recibió a Elena con frialdad y volvió a retroceder con los verdes ojos entrecerrados como los de un gato.

Bonnie no había crecido en absoluto y su rizada cabeza roja apenas le llegaba a Elena a la barbilla cuando le arrojó los brazos al cuello. «Un momento... ¿rizos?», pensó Elena. Apartó a la menuda muchacha.

—¡Bonnie! ¿Qué le has hecho a tu cabello?

—¿Te gusta? Creo que me hace parecer más alta.

Bonnie se ahuecó el ya ahuecado flequillo y sonrió, los ojos castaños centelleando emocionados y el menudo rostro ovalado encendido.

Elena siguió adelante.

—Meredith. No has cambiado nada.

Aquel abrazo fue igualmente afectuoso por ambas partes. Había echado de menos a Meredith más que a nadie, se dijo Elena, mirando a la alta muchacha. Meredith jamás llevaba maquillaje; pero, por otra parte, con su perfecta tez aceitunada y sus espesas pestañas negras, no lo necesitaba. Justo en aquel momento tenía una elegante ceja enarcada mientras estudiaba a Elena.

—Bueno, tus cabellos son dos tonos más claros debido al sol... Pero ¿dónde está tu bronceado? Creía que te estabas dando la gran vida en la Costa Azul.

—Ya sabes que nunca me bronceo.

Elena le enseñó las manos para que las inspeccionara. La piel estaba impecable, igual que porcelana, pero casi tan blanca y traslúcida como la de Bonnie.

—Sólo un minuto; esto me recuerda algo —terció Bonnie, agarrando una de las manos de Elena—. ¡Adivinad qué aprendí de mi prima este verano! —Antes de que nadie pudiera hablar, ella misma comunicó triunfal—: ¡A leer las manos!

Se escucharon gemidos y algunas carcajadas.

—Reíd todo lo que queráis —replicó Bonnie, sin mostrarse afectada—. Mi prima me dijo que soy médium. Ahora, veamos...

Escrutó la palma de Elena.

—Date prisa o vamos a llegar tarde —dijo Elena, un tanto impaciente.

—De acuerdo, de acuerdo. Bien, ésta es tu línea de la vida... ¿o es la línea del corazón? —En el grupo, alguien lanzó una risita—. Silencio; estoy penetrando en el vacío. Veo... Veo… —de improviso, el rostro de Bonnie pareció desconcertado, como si se hubiera sobresaltado. Los ojos castaños se abrieron de par en par, pero ya no parecía contemplar la mano de Elena. Era como si mirara a través de ella... a algo aterrador.

—Conocerás a un desconocido alto y moreno —murmuró Meredith desde detrás de ella y se escuchó un aluvión de risitas.

—Moreno sí, y un desconocido..., pero no alto —la voz de Bonnie sonaba baja y lejana.

—Aunque —prosiguió tras un instante, con aspecto perplejo—, fue alto en una ocasión. —Los abiertos ojos castaños se alzaron hacia Elena desconcertados—. Pero eso es imposible... ¿verdad? —Soltó la mano de su amiga, casi arrojándola lejos—. No quiero ver más.

—Muy bien, se acabó el espectáculo. Vamos —dijo Elena a las demás, vagamente irritada.

Siempre le había parecido que los trucos de las médiums no eran más que eso, trucos. Entonces, ¿por qué se sentía molesta? ¿Sólo porque aquella mañana casi le había dado un ataque...?

Las jóvenes iniciaron la marcha hacia el edificio de la escuela, pero el rugido de un motor puesto a punto con precisión las detuvo a todas en seco.

—Vaya —dijo Caroline, mirándolo fijamente—. Menudo coche.

—Menudo Porsche —la corrigió Meredith con sequedad.

El elegante Turbo 911 negro ronroneó por el aparcamiento, buscando un espacio mientras se movía perezosamente como una pantera acechando a su presa.

Cuando el automóvil se detuvo, la puerta se abrió y tuvieron una breve visión del conductor.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Caroline.

—Ya puedes repetirlo —musitó Bonnie.

Desde donde se encontraba, Elena vio que el joven tenía un cuerpo delgado de musculatura plana. Llevaba unos vaqueros descoloridos que probablemente tenía que despegar del cuerpo por la noche, una camiseta ajustada y una chaqueta de cuero de un corte poco común. El cabello era ondulado... y oscuro.

No era alto, sin embargo. Tenía una altura corriente.

Elena soltó el aliento que había contenido.

—¿Quién es ese hombre enmascarado? —preguntó Meredith.

El comentario era acertado: unas oscuras gafas de sol cubrían completamente los ojos del joven, ocultando el rostro como una máscara.

—Ese desconocido enmascarado —dijo alguien más y se elevó un murmullo de voces.

—¿Veis esa chaqueta? Es italiana, seguro.

—¿Cómo puedes saberlo? ¡Nunca has ido más allá de Little Italy de Nueva York!

—¡Uh, ah! Elena vuelve a tener esa mirada. Esa expresión cazadora.

—Bajo-moreno-y-apuesto, será mejor que tengas cuidado.

—¡No es bajo; es perfecto!

En medio del parloteo, la voz de Caroline se dejó oír de repente.

—Vamos, Elena. Tú ya tienes a Matt. ¿Qué más quieres? ¿Qué puedes hacer con dos que no puedas hacer con uno?

—Lo mismo... sólo que durante más tiempo —dijo Meredith arrastrando las palabras y el grupo prorrumpió en carcajadas.

El muchacho había cerrado el coche y caminaba hacia la escuela. Con indiferencia, Elena empezó a andar tras él, con las otras chicas justo detrás de ella en un grupo compacto. Por un instante, la irritación burbujeó en su interior. ¿Es que no podía ir a ninguna parte sin toda una procesión pisándole los talones? Pero Meredith atrajo su mirada, y la muchacha sonrió a pesar suyo.

—Noblesse oblige —dijo Meredith en voz baja.

—¿Qué?

—Si vas a ser la reina del instituto, tienes que aguantar las consecuencias.

Elena torció el gesto mientras entraban en el edificio. Un largo pasillo se extendía ante ellas, y una figura en téjanos y chaqueta de cuero desaparecía en aquel momento por la entrada de la secretaría situada más allá. Elena aminoró el paso al acercarse a la secretaría, deteniéndose por fin para contemplar pensativa los mensajes del tablero de anuncios de corcho situado junto a la puerta. En aquel punto había una gran ventana desde la que resultaba visible toda la habitación.

Las otras chicas miraban descaradamente por la ventana y reían tontamente.

—Hermosa vista posterior.

—Ésa es sin lugar a dudas una chaqueta Armani.

—¿Creéis que es de fuera del estado?

Elena aguzaba el oído para captar el nombre del muchacho. Parecía existir alguna especie de problema: la señora Clarke, la secretaria de admisiones, miraba una lista y negaba con la cabeza. El muchacho dijo algo, y la señora Clarke levantó las manos en un gesto que daba a entender: «¿Qué puedo hacer?». Deslizó un dedo por la lista y volvió a negar con la cabeza, de manera concluyente. El muchacho hizo intención de marcharse y luego dio la vuelta. Y cuando la señora Clarke alzó los ojos hacia él, su expresión cambió.

El desconocido tenía ahora las gafas de sol en la mano. La señora Clarke parecía sobresaltada por algo; Elena vio cómo pestañeaba varias veces. Los labios de la mujer se abrieron y cerraron como si intentara hablar.

Elena deseó poder ver algo más que el cogote del muchacho. La señora Clarke buscaba entre pilas de papel en aquellos momentos, con expresión aturdida. Por fin encontró alguna especie de formulario y escribió en él, luego lo giró y lo empujó hacia el muchacho.

Éste escribió brevemente en el impreso —firmándolo, probablemente— y lo devolvió. La señora Clarke lo miró fijamente durante un segundo, luego rebuscó en un nuevo montón de papeles, para finalmente entregarle lo que parecía un horario de clases. Sus ojos no se apartaron ni un momento del joven mientras éste lo tomaba, inclinaba la cabeza en agradecimiento y se dirigía hacia la puerta.

Elena estaba loca de curiosidad a aquellas alturas. ¿Qué acababa de suceder allí? ¿Y qué aspecto tenía el rostro de aquel desconocido? Pero mientras salía de la secretaría, él se colocaba ya otra vez las gafas de sol. La embargó la desilusión.

Con todo, pudo ver el resto de la cara cuando él se detuvo en la entrada. El cabello oscuro y rizado enmarcaba facciones tan delicadas que podían haber sido sacadas de una antigua moneda o un medallón romanos. Pómulos prominentes, una clásica nariz recta... y una boca capaz de mantenerte despierta por la noche, se dijo Elena. El labio superior estaba maravillosamente esculpido, con cierta sensibilidad y una gran cantidad de sensualidad. El parloteo de las chicas en el pasillo había cesado, como si alguien hubiese pulsado un interruptor.

La mayoría desviaba la mirada del muchacho ahora, ojeando a cualquier sitio excepto a él. Elena mantuvo su puesto junto a la ventana y sacudió la cabeza ligeramente, quitándose la cinta del pelo de modo que éste cayó suelto alrededor de los hombros.

Sin mirar ni a un lado ni a otro, el muchacho avanzó por el pasillo. Un coro de suspiros y susurros estalló en cuanto él ya no pudo oírlos.

Elena no oyó nada de todo ello.

Había pasado justo a su lado sin prestarle atención, se dijo, aturdida. Justo a su lado sin dirigirle ni una mirada.

Vagamente, advirtió que sonaba la campana y que Meredith tiraba de su brazo.

—¿Qué?

—He dicho que aquí tienes tu horario. Tenemos matemáticas en el segundo piso, justo ahora. ¡Vamos!

Elena permitió que Meredith la empujara pasillo adelante, la hiciera subir un tramo de escaleras y la introdujera en un aula. Se instaló automáticamente en un asiento vacío y clavó los ojos en la profesora, que estaba delante, sin verla en realidad. La impresión aún no se había desvanecido.

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