Detrás de la Lluvia (34 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Un clamor de indignación corrió entre la población de Gijón. Eso no era una acción de guerra sino de exterminio. Había que tomar represalias. El Consejo Soberano de Asturias y León se reunió con carácter de urgencia y dictó una disposición tendente a apaciguar el ansia de venganza. Una hora más tarde varios camiones del Ejército se acercaron a la Iglesiona, que perteneciera a la Compañía de Jesús hasta su incautación en enero del 32 de acuerdo con el Decreto de disolución dictado por el Gobierno. Allí se hacinaban unos setecientos presos adictos a los sublevados. Sacaron a trescientos, entre ellos clérigos y mujeres. Su destino, ingresar en las bodegas del carguero inactivo
Luis Caso de los Cobos
, por estimar que el mando alemán tomaría en consideración el riesgo que correrían los allí encerrados si proseguían con su destructiva labor aérea. En muchos de los inundados de iracundia latía la esperanza de que el hendiente de un proyectil diera de lleno en el barco y lo hundiera con su carga humana.

Tiempo después de que los camiones partieran apareció otro camión militar. De él descendieron soldados armados bajo el mando de un sargento y entraron en la iglesia. Al poco fue saliendo una tanda de presos que obligaron a subir al vehículo. En eso estaban cuando un militar alto y delgado se aproximó y ordenó detener el embarque. Llevaba botas de cordones, chaquetón largo de cuero marrón y una gorra de plato con la estrella y las dos barretas de teniente. Su rostro se cubría con una densa barba negra y sus ojos estaban agredidos de cansancio. En ese momento un hermano paúl de edad indefinida, interrumpido en sus movimientos, enredó la sotana por la trampilla y cayó al suelo. El oficial se agachó y le ayudó a levantarse.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, creo que sí, no se preocupe —respondió sin apenas creer lo que estaba ocurriendo.

El teniente se dirigió al sargento.

—¿Adónde lleváis a esta gente?

—A la cárcel del Coto.

Ambos hombres se miraron. El suboficial tenía el rostro crispado y la ira a flor de piel.

—De la cárcel del Coto sacaron doscientos presos para llevarlos también al buque prisión. No tiene sentido lo que dices. Enséñame la orden.

—No la tengo —dijo el otro, levantando la barbilla.

—Entonces ye lo que creo, ¿verdad?

—¿Has visto a las mujeres y los niños muertos por el bombardeo? —gritó el sargento—. ¿Van a quedar sin venganza?

El oficial señaló al camión.

—Que bajen todos y vuelvan a la iglesia. No tomaré tus datos ni voy a informar de ello. A no ser que no obedezcas. ¿Qué prefieres?

No se movió hasta que sus órdenes fueron cumplidas. Miró al grupo de curiosos. Luego devolvió el saludo a los soldados de guardia en el templo y caminó hacia la calle de San Bernardo donde frente al Instituto Jovellanos estaba la Casa Blanca, sede del Concejo.

Capítulo 48

Pradoluz, Asturias, julio de 2005

El hombre, de unos sesenta años, me esperaba en Campomanes. Identificó enseguida mi BMW 320. Era de estatura racionada, sólido y pausado de sonrisas.

—Soy José María, hijo de Georgina y sobrino de Adonina —dijo con voz carrasposa, dándome una mano grande y dura—. Sígueme. Es mejor que dejes tu coche en Espinedo, donde vivo. Allí estará seguro. Luego seguiremos en el mío.

—¿No vives con tu madre?

—Ella no necesita a nadie. Tien gran salud y se maneja bien. No quiere dejar el pueblo en que naciera.

En su Peugeot 406 me llevó por la carretera LN-8, que subía a los pueblos del margen derecho del Huerna, la autopista A-66 por medio. Había obras en grandes tramos, llenando la pista de piedras y polvo.

—Son obras de saneamiento para que la mierda de los pueblos no caiga al río —indicó—. Todo esto formará parte del Parque Natural de Las Ubiñas.

Tomamos un ramal y ascendimos a Pradoluz. El sol no incordiaba pero sí la luminosidad esparcida en todo lo que la vista abarcaba. Llegamos al pueblo, enquistado en la pronunciada ladera. Dejó el coche en una entrada. Supuse que conducir por la estrecha y curva calle en cuesta sería como hacer un rally. Echamos a caminar. Más adelante miré una placa:

«CAMINO REAL QUE COMUNICABA EL ALTO HUERNA Y CAMPOMANES. IGLESIA DE SAN TIRSO, SIGLO XVI. FUENTE ROMANA O FUENTE EL CAÑO. PERTENECIENTE AL CONCEJO DE LENA.»

La iglesia estaba semi escondida, abajo, en un recodo de la zigzagueante carretera.

—La parroquia, como el cementerio, está en Piñera. Aquí sólo hay misa una vez al año, en la fiesta de San Tirso, el 28 de enero.

La vista, no por reiterada en cualquier lugar serrano de Asturias, resultaba menos impresionante. Enfrente, al otro lado del valle, dos pueblos de apretadas casas se destacaban airosos en una amplia ladera cubierta de verde, como si fuera una pintura.

—Jomezana bayo y Jomezana riba.

—¿Y esos montes?

—Son monte bayo: el Bobias, el Hueria, aquello llámase el Tronco, allá la Vega el Pando. Pero esos picos rocosos —señaló con un dedo— son de arboleda: la Portiella, la Mesa, y aquél la Tesa. Por allá conservamos la cabaña y vamos en ocasiones. Aquello si ye guapo. Mejor que los Lagos de Europa; llano, natural, sólo el prao y el cielo. Nos cuesta dejarlo al volver a casa. Ahora ta lleno de ganao. Tienlo pastando hasta septiembre los herederos de las familias, los que quedan. Hay muchos praos dejaos de Dios. Nadie quiere comprarlos.

El murmurio del agua se nos acercó. A la derecha estaba la fuente, un caño continuo. El líquido caía sobre un pilón que se alargaba hacia los lados.

—Aquí beben los animales y no hace mucho, menos de veinte años, también nosotros. Ye la misma agua canalizada de las casas. Antiguamente las muyeres lavaban la ropa en estos pilones y bañábanse de noche, cuando no había luna. También nosotros, cuando ellas no taban.

Vi una fecha: 1903. Miré al hombre.

—Sí, hízose cien años atrás, antes de que llegara la luz, el teléfono y los coches; cuando nevaba todos los inviernos y rondaban los lobos y los osos.

Era como si estuviéramos invadiendo un santuario. Metí las manos, hice un cuenco y bebí. Estaba fría. La verdad es que había que tener gran determinación para bañarse en esas aguas, y más en aquellos tiempos en que bajarían más gélidas. Me mojé la cara mientras José María me miraba un tanto desconcertado.

La casa era de piedra, grande y con una gran balconada. A un lado había una construcción singular restaurada, como el hueco de una chimenea.

—Eso fuera el forno, pa'cer el pan. No se usa. Quisiéramos conservarlo y el arquitecto hiciera ese diseño.

Georgina era delgada y su rostro portaba arrugas limitadas. Tenía el cabello arreglado y la ropa aseada. Se parecía a la señora de la residencia, lo que evidenciaba su consanguinidad. Puso una jarra de agua con tres vasos en la mesa del comedor y me miró, ya los tres sentados en duras sillas. Todo estaba limpio y me dio la sensación de que ella misma se encargaba de ello.

—Su cuñada me dijo que un sobrino de ambas...

—No ye mi cuñada sino mi prima —me interrumpió—. Ella es fiya de Eladio y yo de Tomás, hermanos de José Manuel, que no ye sobrino sino tío de las dos. Pusiéronnos los mismos nombres de nuestras madres.

—Feliz decisión. Bien. Parece que Adriano echó de esta casa a José Manuel. ¿Eso podía hacerse, sin más?

—Ye una ley de muchos años. El mayor que rige la casa cuando falta el padre, ye el amo.

—¿Cuál fue la causa? ¿José Manuel hizo algo malo?

—No, no. Echáralo porque no quisiera seguir en lo de cura. Faltábale poco para diácono.

—Tengo entendido que usted fue testigo.

—Sí. Yo tuviera siete años y recuérdolo como si fuera hoy. Hay cosas que fíjanse en la memoria. Hiciera poco que fueran las Navidades.

—¿José Manuel se limitó a obedecer? ¿No ofreció resistencia?

—Fuera muy callado, la educación recibida. El mayor sí gritaba, aspaventaba y hasta zarandeáralo. Fuera grande y fuerte. Dábame mucho miedo. Pero José Manuel mirábalo sin temor y creo, paréceme ahora, que con pena. Sólo dijera que no volvería. Y cumplíolo. Nunca regresara. Ni pa reclamar su parte de la herencia.

—¿Hubo más testigos?

—Los hermanos, nuestras madres... Toda la familia. Ninguno estuviera de acuerdo, pero Adriano no permitiera que nadie opinara. Todos callaran. La madre muriera un año antes.

—Pero después, con el paso del tiempo, ¿ninguno intentó la reconciliación, saber de él?

—Dijeran que lo buscaran aunque no toy segura gastaran mucho en ello. Porque, ¿qué tiempo tuvieran para indagar, con todo el trabayo por hacer? ¿Y dónde buscarlo? Además hubiera interés en taparlo porque fuera algo malo. Una tontería porque eso conociéralo todo el pueblo. Pero José Manuel no dejara huellas. Nadie supiera dónde pudiera estar. Ni siquiera un primo, que era militar, pudiera encontrarlo porque ya no taba en el Ejército.

—¿Quién no estaba en el ejército?

—José Manuel. Fuera alférez durante la guerra.

—¿Alférez? ¿No era seminarista?

—¿Y qué? Muchos seminaristas se apuntaran a la guerra para combatir a los rojos. Los que no murieran, unos siguieran y otros no, como José Manuel.

—¿Qué recuerda de él?

—La primera vez que viéralo estuviera cerca la Navidad, como un mes antes de que lo echara. El apareciera como algo extraordinario. Nunca viera hombre tan arrogante, con su vistoso uniforme verde. Fuera alto, guapo. Muy cariñoso, dábanos besos a Adonina y a mí y hacíanos bromas. Dejara ponernos su gorra redonda, que nos cayera en los ojos y provocara la risa. Yo enamorárame, tan chiquitaja. Doliome su ausencia, lloré muchas lágrimas cuando le recordara. Y todavía hoy...

—¿Estaba de uniforme cuando su hermano le echó?

—No, ho. Viniera con ropa de pana, como si fuera obrero o labriego. Pero aún así resultara muy atractivo, diferente a los homes de la familia.

—Su prima me dijo que usted tiene fotografías de él.

—Adriano quemáralas todas, quería borrar los rastros, como si no fuera de la familia. Pero yo guardo dos que él me diera. Luego se las muestro.

—¿Tanto rencor guardaba hacia su hermano?

—Sí, entonces. Al paso de los años arrepintióse. Pero ya no tuviera remedio.

—¿Vive alguno de los hermanos?

—No. Hay que ver... Tantos como fuéramos y ahora... ¿Usted vio el pueblo? ¿Cuánta gente cruzóse al venir acá?

—Madre quiere decir que pocas gentes siguen viviendo en el pueblo —apuntó José María—. Hay veintiocho casas, las mismas que antes aunque están arregladas y algunas fueran compradas por forasteros para pasar los veranos. En días festivos hay mucha animación porque vien los paisanos, sobre todo en verano. Pero en la semana hay cuatro monos. Todos trabayan y viven en Pola, Oviedo, Avilés... Y los jóvenes a la Universidad. Por estos pueblos vamos quedando pocos.

—Entonces —añadió ella— fuéramos muchos en todas las aldeas. Calcule, si cada familia tenía una media de ocho rapaces, en Pradoluz pasáramos de trescientos, entre abuelos, padres y fiyos. Todo el valle rebosara de gente. Eso no fuera bueno porque multiplicaba la miseria y la fame. Luchábase por sobrevivir. En esas terribles condiciones el amor por los fiyos se mitigaba. Tantos hubieran.

—No comprendo.

—Bueno, que no hubiera ese amor de ahora. No fuera falta de cariño, no, pero sí desapego. Y si acontecían accidentes no tomábanlo por la tremenda. Le contaré un caso que ocurriera a un conocido de mi padre, dueño de una alfarería por Siero. Tuviera diez fiyos. Al rapacín, que mojárase por la lluvia, pusiéralo a secar junto al gran forno, mientras cocía la cerámica. Olvidóse de él y cuando cayera en la cuenta el fiyo estaba muerto, quemado por el enorme calor. Enterráranlo sin apremios de llantos, como una desgracia más a añadir a otras calamidades.

—¿Quiere decir que en su familia se dio ese caso de indiferencia hacia los hijos?

—No como ése, pero más o menos. El padre de José Manuel no se prodigaba en ternuras con los fiyos, especialmente con él. Fuera hombre severo, todo el tiempo trabayando para combatir la pobreza. Quizá ahí radicara también la falta de comprensión de Adriano hacia su hermano.

—¿Tan mal se vivía?

—Muy mal, de la labranza, la huerta, las cuatro vacas rumiando en el prao. Comíamos patatas, berzas, vainas...

—Castañas, fariñas, maíz —aportó José María.

—Por Navidades, el que pudiera, pocos, matara un
gochu
, que duraba todo el año, racionando el tocino y lo demás. Algunos tuvieran una gocha y vendieran las crías. Pero no fuera fácil porque hubiera que alimentarlas y no compensaba.

—No hubiera panaderos ni con lo que comprar, porque no hubiera casi dinero —precisó José María—. Por eso el pan fuera de escanda, un trigo especial, más negro y ácido pero que aguanta días. No se pone duro y puedes comerlo una semana después. Ahora en algunos praos siémbrase porque dicen que tien propiedades curativas. Como tantas cosas que antes fueran sólo comida pa probes y ahora platos caros en restaurantes.

—Poca gente vive hoy del campo. No hay huertas, salvo las que como pasatiempo tien algunos jubilaos y vieyas como yo. Nadie coge castañas, ni nisus. Púdrense o cómenlo los jabalíes. Fíjese usted: siendo mocina, cuando los mozos vinieran a cortejarnos, llevaran bolsinas con avellanas, como ahora llevan bombones, tan apreciadas fueran.

Su repentina tristeza me pareció que no era sólo por la costumbre perdida sino también por los años marchados.

—Creo que es el momento de que hablemos de esa cueva del tesoro.

—¡Ah, la cueva! ¿Cómo lo sabe usted?

—Su prima me informó. Dijo que su familia estuvo buscando en ella.

—Sí, porque precisamente la gran necesidad hacía creer a la gente que pudieran existir esas cosas. Así lo creyeran mi abuelo y su hermano. En todos los Conceyos de Asturias hay creencias de muchos tesoros, buscados durante cantidad de años. Hubiera gente que enloqueciera dándole a la cabeza con eso.

—¿Cómo llegó a su conocimiento la posibilidad de que existiera tal cosa en tal lugar?

—En las ferias de ganao, algunos charranes fueran ofreciendo las gacetas o estafetas, como llamaran a esos papeles. Dijeran, por ejemplo, que hubieran de marchar urgente a Xixón o a Madrid y no pudieran entretenerse en lo buscar, pero que fuera cosa segura. Por eso con gran dolor tuvieran que desprenderse de ellas.

—A cambio de dinero, claro.

—A los abuelos costoles doscientos reales. Una barbaridad. Pusieran el dinero a medias.

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