Detrás de la Lluvia (35 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—No pensaban que sonaba a timo.

—El ansia nubloles la razón.

—¿De dónde procedían esas gacetas?

—Vaya usted a saber. Unos dijeran que fueran de hacendaos pa señalar lo que guardaran cuando la invasión de los franceses, que se apropiaban de todo. Otros afirmaran que las hicieran los moros cuando marcharan de Andalucía pa que cuando volvieran sus fiyos o nietos pudieran saber dónde guardaran los tesoros.

—Su prima dice que sus familiares no encontraron el tesoro.

—No lo encontraran, qué va. Y eso que gastaran todos sus ahorros y energías en buscarlo. Varios años picando aquí y allá, más tarde con dinamita, pa nada.

—Porque no existió, seguramente.

Ella me miró sopesando su respuesta.

—Pues no sé qué decirle. Ellos no lo hallaran pero puede que otros sí.

—¿Quién? ¿José Manuel? Su prima me dijo que estuvo allá siendo un crío. *

—Sí, con su primo Jesús, mi tío, y partióse una pierna. Curara bien y no tuviera cojera, pero quedárale una tremenda cicatriz. Eso evitárale la paliza, que sí recibiera Jesús por los dos, porque crearan mucha inquietud con su escapada. Todo el pueblo saliera a buscarlos, temiendo los comieran los llobos. Y en ello un hermano de José Manuel ahogóse. Pero él apareciera con las manos vacías, ni rastro del tesoro.

—Vaya, entonces...

—Estuvieran unos espeleólogos de Córdoba, allá por los 70. Fueran con focos y detector de metales, figúrese. Si mi abuelo hubiera tenido esas cosas...

—¿Ellos encontraron el tesoro?

—Nunca lo aclararan, no dijeran ni pío. Pero pusieran una placa en recuerdo de mi abuelo y su hermano. ¿Por qué hacer tal cosa si no encontraran nada?

—¿Cree usted realmente que allí había un tesoro?

—Qué sé yo.

—¿Y que clase de tesoro podría ser?

—¿Usted lo sabe? Pues eso, ni idea. Nadie lo viera nunca. O puede que esos cordobeses...

—A José Manuel no volvieron a verle. ¿Ocurrió lo mismo con Jesús?

—No, qué va. A él no echolo nadie.

—¿Qué fue de él?

—Está vivo y coleando. Tien buena salud a pesar de los años.

—¿Vive en el pueblo?

—No, en Piñera. Comprara una hermosa casa que perteneciera a un indiano.

Algo no me sonaba con la lógica debida.

—¿Compró una casa?

—Bueno, en realidad no la compró él sino su mujer, Soledad, que ye mi tía carnal. El estuviera perseguido por las autoridades. Ella viniera varias veces y tramitara la compraventa y luego mandara reformarla. Quedara muy guapa. Desde entonces no dejaran de venir, ella, mis primas y luego los nietos.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo la compró?

—En 1954. Recuerdo lo guapina y lozana que taba mi tía. A sus treinta y siete años deslumbrara por su lozanía y por sus modales y forma de hablar. Pareciera una francesa, como su fiya mayor, la que naciera aquí, ya una moza de dieciocho añinos. Yo tuviera para entonces veintitrés. Nos hiciéramos muy amigas las tres.

—¿Quién vivía en la casa?

—Nadie. Estuviera abandonada. —Observó mi gesto—. Sí. Hacía años que muriera el dueño. Unos sobrinos que vivieran fuera de Asturias heredaran sus dineros pero el viejo hizo donación de la casa al pueblo. De ella hízose cargo el Concejo, que fue quien hizo la venta.

—¿Qué ocurrió con Jesús? Los amigos inseparables en la niñez suelen conservar la amistad de por vida. El debe saber dónde está José Manuel.

—La vida les separara siendo guajes. Tien historias bien distintas. No creo que volvieran a ser amigos, en caso de haber vuelto a verse.

José María satisfizo mi muda pregunta.

—José Manuel fuera al seminario y luego estuviera de oficial del ejército de Franco. Jesús hízose minero y estuviera con los rojos. Fuera muy activo en la guerra y en defensa del sindicalismo socialista. Cuando el frente terminara buscáronlo pa fusilarlo, como hicieran con dos de sus hermanos. Pero él lograra escapar de Xixón en uno de los pocos barcos que salieron para Francia. Pasara a combatir en el Ebro. Al acabar la guerra escapose de nuevo a Francia. En el año 80, con la amnistía general, volviera a Asturias y ya pudiera ver su casa y vivir en ella con Soledad y las fiyas y nietas. Ta bien cuidao por toda la familia.

—Han dicho que la casa era de un indiano. Conozco esos edificios. Son casi palacios.

—Sí. Perteneciera a don Abelardo, que curiosamente pagara los gastos del seminario de José Manuel los primeros años.

Estuve un rato en silencio. Miré a José María.

—¿Te importaría llevarme a esa famosa cueva?

—Ningún problema. Pero, ¿quieres ir a pie o en coche?

Sorprendí una chispa en sus ojos azules. Me estaba probando.

—¿Cuánto se tarda andando?

—No menos de cinco horas.

—Bien, vamos allá. Prefiero caminar.

Su risa sonó como un serrucho actuando sobre un tronco duro.

—Valiente. Pero si el asunto ye ver la cueva no tien sentido caminar. No tamos de vacaciones. Iremos en coche.

—Y... —Me frené inducido por el temor de que pudiera estar abusando de su participativa disposición. Pero sus socarrones ojos no mostraban fatiga sino curiosidad—. Bien. Me gustaría que me presentaras a Jesús.

De repente se tornó cauteloso.

—No ye posible. No quiso hablarnos a su vuelta. Tantos años ya.

—¿Por qué?

—Sigue con sus ideas revolucionarias, a pesar de ser rico —terció Georgina—. Tien muy dentro el rencor. No olvida que estuviéramos a favor de Franco en la guerra y, a su modo, nos culpa de la muerte de sus hermanos. Ya ve usted.

—¿No tienen ninguna relación?

—Sí, con mi tía Soledad, que ye un encanto, y con mis primas. El mantiene cerrado su corazón hacia nosotros.

—¿Es rico, realmente?

—Bueno, no tanto. Pero viven sin estrechuras a pesar de ser muitos de familia.

Capítulo 49

Audacem fecerat ipse timor.

(El temor mismo lo había hecho audaz.)

OVIDIO

Oviedo, octubre de 1937

Desde días antes tronaban las campanas y la gente llenaba las calles ya libres de disparos, la artillería enmudecida. No importaban el frío ni los cascotes. Por encima de los llantos volaban las sonrisas, ahora que el enemigo había sido vencido.

El Hospital Manicomio Provincial de Llamaquique, que en su día sustituyera al Hospital Provincial del Convento de San Francisco, había sido destruido completamente en febrero de ese año por el intenso cañoneo. Por las mismas causas, el Hospital Psiquiátrico de la Cadellada estaba con tal deterioro que era imposible su utilización. Los heridos y enfermos del bando nacional se distribuyeron por varios establecimientos hasta que un mes antes, y por orden de incautación emitida por el coronel Aranda, la Diputación procedió a habilitar el Orfanato Minero, en el barrio de Fitoria, como Hospital Provincial provisional, si bien bajo control del Ejército. A la sazón era el único centro hospitalario en funcionamiento que quedaba en la ciudad. El edificio había sido respetado por los obuses republicanos por consideraciones de orden sentimental, contrarias a la lógica militar. Construido a instancias del Sindicato Minero socialista tras superar grandes dificultades económicas y políticas, era un lugar venerado donde tantos mineros tuvieron el último espasmo en los socavados pulmones y donde otros curaron de sus traumatismos por acción de la dinamita y los derrumbes de las inseguras galerías. Pero no sólo funcionó como lugar de curación. También, y principalmente desde su construcción años antes, fue centro docente y lugar de protección para una infancia desvalida y con ausencia familiar. Allí eran acogidos los niños y niñas cuyos padres habían perecido en o por causa de los trabajos mineros, la mayoría malviviendo en la recogida de carbón en las escombreras y engolfándose por la vida miserable. Sus principios estatutarios establecían que era una institución «ajena a tendencias políticas y confesionales» y su actuación pedagógica se sustentaba en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, igual que la Universidad. Empero, había una diferencia notoria entre ambos centros pues el alumnado era de muy distinta extracción, lo que marcaba su destino. El SOMA cubría económicamente la enseñanza y alimentación de esos niños hasta culminar la primaria. Allí acababa la similitud educacional. Ningún niño del orfanato accedería a la educación superior ni a la media. José Manuel tuvo que reconocer la razón de los argumentos de su viejo maestro respecto a la Universidad. Y en lo hospitalario, allí sólo eran tratados los mineros enfermos o descalabrados, además de los niños con padecimientos. Ahora seguía siendo hospital de una parte, pero esta vez de los vencedores. No había rastro de los mineros.

Desde las ventanas se veían los castigados edificios de la ciudad y las colinas que subían hasta el Naranco. También se veía la Cárcel Modelo, llena de presos a la sazón, mujeres y hombres. Sabía que debido a la gran cantidad de reclusos se había habilitado para parte de las reclusas el viejo y casi destruido complejo de las Adoratrices, en el Postigo Bajo, que antaño sirviera como convento a las monjas de clausura de la Orden, y que muchos hombres fueron enviados a Madrid. Y se rumoreaba que durante la noche funcionaban las
sacas
para los fusilamientos sin juicio previo.

José Manuel tenía cama en la larga sala destinada a la recuperación de oficiales. Su herida del brazo había cicatrizado bien y podía pasear por los pasillos. Pero ahora que el furor había cesado meditaba sobre su futuro. Amador y Juan Manuel Espíritu Santo le habían ido a ver y le expresaron su intención de ir a la Academia Militar de Toledo. Su propósito era hacerse con el título de teniente para seguir combatiendo en los frentes de Aragón y Madrid.

—¿Es que pensáis quedaros en el Ejército?

—Tenemos claro que debemos seguir en la lucha hasta que desaparezcan todos los comunistas de España —dijo Amador por los dos.

Eso había ocurrido una semana antes, cuando las tropas republicanas se batían en retirada hacia Gijón, su último baluarte. Ahora que los frentes bélicos en Asturias habían terminado no se veía a sí mismo en la carrera militar. Durante la guerra los seminarios habían sido interrumpidos. Cuando todo acabara, si finalmente vencían los nacionales en toda España, tendría que ver si retomaba los estudios. Eran muchos los pecados cometidos y no menor el haber disparado un fusil. Porque aunque los capellanes garantizaban que el participar en los combates contra los rojos no infringía los preceptos religiosos, él dudaba que haber matado con bendición dejara de ser un hecho terrible, algo que por lógica cristiana y humana debería imponer remordimientos en las conciencias. Pensó en su madre. Estaba deseando verla después de tanto tiempo. Y también a sus hermanos. Volver al pueblo, transformar la nostalgia en un renacimiento. E intentar saber de Jesús. Por él tenía gran preocupación. Era un minero socialista, bravo como las aguas que se despeñan para formar cataratas. Se habría significado y, de haber sobrevivido a los quince meses de guerra, sería objeto de atención especial por parte de los grupos falangistas y paisanos revanchistas con la delación bailando en sus lenguas.

Se levantó y dio unas suaves caminatas por el pasillo. Había visitantes, personas bien vestidas, militares de graduación alta y clérigos. La clase dominante volviendo a disfrutar de sus fueros. Disimuladamente volvió a solazarse en la contemplación de las bellas jóvenes y, dado que era un pensamiento pecaminoso y de prohibido comentario, tuvo el buen sentido de guardarse para sí su consideración sobre las carbayonas, para él las más atractivas de toda Asturias. A su vez tampoco escapaba a las miradas de las féminas, necesitadas de encontrar respuestas en la escasa población masculina. Pocas rehuían contemplar la apostura de ese alto mozo de ojos claros y expresión serena.

Sin propósito definido bajó las escaleras por primera vez, mezclándose con la gente, y miró por un ventanal. El tiempo no invitaba al paseo por los jardines, que aparecían desiertos. Recordó a los niños huérfanos, los moradores habituales. Sabía que al inicio de las hostilidades muchos estaban fuera por vacaciones y que unos cincuenta quedaron atrapados con su director Ernesto Winter cuando Aranda cerró Oviedo. El profesor fue fusilado poco después, pero se ignoraba adonde fueron a parar los niños y niñas. Seguramente los repartirían por conventos. José Manuel tuvo una visión de esos niños jugando y riendo en ese lugar con el esplendor del tiempo bueno y los sueños sin barreras. Volvió a vislumbrar los momentos vividos con Jesús en sus años inocentes cuando la vida era difícil pero no habían oído todavía el ruido estremecedor de los disparos.
Fugit irreparabile tempus
, dijo Virgilio. Pero su llanto no era por la brevedad del tiempo huyente sino por el sufrimiento con el que muchos inocentes cargaban mientras su vida se diluía.

Entre unos árboles distinguió un pabellón con un cartel de «Prohibido el paso» custodiado por soldados armados. ¿Qué habría allí? Vio salir a dos enfermeras y de pronto supo que sería un lugar para albergar a soldados rojos heridos, lo que le sorprendió porque había oído que a esos hombres se les enviaba fuera de la ciudad.

Ahora veía que no era cierto del todo. Tuvo una súbita inquietud que se hizo irresistible. Subió a su sala, se puso una guerrera sobre el pijama blanco y bajó al jardín en zapatillas. Caminó hasta la puerta vigilada.

—Perdón, señor. No se puede pasar.

De un bolsillo sacó el cartón con la estrella de seis puntas. Los soldados se cuadraron y le abrieron. La sala era más pequeña que la asignada a los vencedores. Hacía frío. Una doble fila de camas de hierro a cada lado del estrecho pasillo central, los cabeceros pegados a los pies de las camas. Observó que no todas estaban ocupadas, lo que le extrañó. En cada cabecera, un cartel con un número. No había espacio para sillas y apenas entre los lechos. Algunas enfermeras atendían a los enfermos. Fue avanzando por el pasillo central. El aspecto de los pacientes le estremeció no tanto por sus rasgos como por el vacío que percibía en sus ojos. Eran los perdedores y muchos serían llevados ante tribunales poco dispuestos al examen desapasionado de cargos. Como si de él tirara un imán siguió progresando. Hacia la mitad vio a un clérigo de espaldas junto a una cama, su cuerpo tapando la visión del ocupante. Le identificó como paúl por la faja negra que rodeaba su sotana. Se acercó despacio y el rostro del herido fue apareciendo por detrás de la sotana. Se paró. Era él. El minero de imborrable semblante que le salvara en el 34. Le vio abrir los ojos, los que creía mirar en mañanas de enajenamiento en el espejo del lavabo. El puente visual los enganchó de nuevo. Sintió la punzada del distinto destino.

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