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Authors: Christopher Hitchens

Dios no es bueno (4 page)

BOOK: Dios no es bueno
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La primera vez que estuve en Beirut, en el verano de 1975, todavía podía reconocerse en esa ciudad «el París de Oriente». Sin embargo, este aparente edén estaba infestado de una numerosa variedad de serpientes. Estaba aquejado de un superávit de religiones, todas ellas «reconocidas» por la Constitución de un Estado sectario. El presidente tenía que ser por ley cristiano, por lo general un cristiano maronita; el presidente del Parlamento tenía que ser musulmán, y así sucesivamente. Aquello nunca funcionaba bien, ya que institucionalizaba las diferencias de credo, además de las de casta y etnia (los musulmanes chiíes ocupaban la base de la escala social, y los kurdos estaban completamente privados de representación).

El principal partido cristiano era en realidad una milicia católica denominada Falange, y había sido fundada por un libanes maronita llamado Pierre Gemayel, que había quedado impresionado tras su visita a las Olimpiadas del Berlín de Hitler en 1936. Posteriormente esa milicia adquiriría notoriedad internacional por cometer en 1982 la masacre de palestinos en los campos de refugiados de Sabrá y Chatila actuando bajo las órdenes del general Sharon. Puede resultar bastante grotesco que un general judío colaborara con un partido fascista, pero tenían un enemigo musulmán común, y eso fue suficiente. Aquel mismo año la irrupción de Israel en el Líbano también propició el nacimiento de Hezbollah, el partido que modestamente se llama a sí mismo «Partido de Dios», que movilizó a los chiíes desclasados y se colocó paulatinamente bajo el liderazgo de la dictadura teocrática de Irán que había accedido al poder tres años antes. Fue también en el maravilloso Líbano donde, tras haber aprendido a participar en el negocio de los raptos con las fuerzas del crimen organizado, los fieles pasaron a presentarnos las beldades del terrorismo suicida. Todavía veo en la cuneta aquella cabeza arrancada de cuajo a las puertas de la casi despedazada embajada francesa. En general, yo solía cambiar de acera cuando se disolvían las reuniones para la plegaria.

A Bombay también se la solía considerar una perla de Oriente, con su collar de luces a lo largo de la cornisa de acantilados y su majestuosa arquitectura colonial británica. Era una de las ciudades más plurales y con mayor diversidad de la India, y las texturas de sus innumerables capas han sido sagazmente analizadas por Salman Rushdie (sobre todo en
El último suspiro del moro
) y por las películas de Mira Nair. Es cierto que allí hubo luchas entre diferentes comunidades en los años 1947 y 1948, cuando el grandioso movimiento histórico a favor de la independencia india estaba siendo devastado por las exigencias musulmanas de un Estado independiente y por el hecho de que el Partido del Congreso estaba liderado por un hinduista ferviente. Pero seguramente durante aquel período de sed religiosa de sangre hubo tanta gente que se refugió en Bombay como la que huía o era expulsada de ella. En cierto modo, la coexistencia cultural se restableció, como suele suceder cuando las ciudades viven expuestas al mar y a las influencias del exterior. La minoría parsi (antiguos zoroastrianos que habían sido perseguidos en Persia) conformaba una minoría destacada, y la ciudad también albergaba una comunidad judía históricamente significativa. Pero aquello no bastaba para contentar al señor Bal Thackeray ni a su movimiento nacionalista hindú Shiv Sena, que en la década de 1990 decidió que Bombay debía estar gobernada por y para sus correligionarios y soltó por las calles una manada de matones y asesinos. Únicamente para demostrar que era capaz de hacerlo, ordenó rebautizar la ciudad con el nombre de Mumbai, que es en parte la razón por la que en esta relación la incluyo ahora bajo su denominación tradicional.

Belgrado había sido hasta la década de 1980 la capital de Yugoslavia, o tierra de los eslavos del sur, que por definición significaba que era la capital de un Estado multiétnico y multinacional. Pero en una ocasión un intelectual laico croata me hizo una advertencia que, al igual que en Belfast, adoptaba la forma de un amargo chiste. «Cuando le digo a la gente que soy ateo y croata —me decía—, la gente me pregunta cómo puedo demostrar que no soy serbio.» Dicho de otro modo: ser croata es ser católico apostólico romano. Ser serbio es ser cristiano ortodoxo. En la década de 1940, aquello se tradujo en un Estado títere de los nazis, centrado en Croacia, que gozaba del amparo del Vaticano y que con toda naturalidad trataba de exterminar a todos los judíos de la región, pero que también desarrolló una campaña de conversión obligatoria dirigida a la otra comunidad cristiana. En consecuencia, decenas de miles de cristianos ortodoxos fueron o bien aniquilados o bien deportados, y cerca de la ciudad de Jasenovac se construyó un inmenso campo de concentración. El régimen del general Ante Pavelic y de su organización nacionalista Ustachá era tan repugnante que incluso muchos oficiales alemanes protestaron por tener que aliarse con él.

En 1992, en la época en que visité el lugar donde se encontraba el campo de Jasenovac, el yugo lo imponía más bien el otro bando. Las ciudades croatas de Vukovar y Dubrovnik habían sido salvajemente bombardeadas por el ejército de Serbia, que entonces se encontraba bajo el mando de Slobodan Milosevic. La ciudad de Sarajevo, esencialmente musulmana, había sido cercada y estaba siendo bombardeada día y noche. En otros lugares de Bosnia-Herzegovina, sobre todo a lo largo del curso del río Drina, ciudades enteras eran saqueadas y masacradas en lo que los propios serbios denominaban «limpieza étnica». A decir verdad, habría sido más exacto decir «limpieza religiosa». Milosevic era un ex burócrata comunista que se había convertido en un nacionalista xenófobo, y su cruzada antimusulmana, que era una tapadera para la anexión de Bosnia en una «Serbia más grande», era llevada a cabo en buena medida por milicias paramilitares que actuaban bajo su «desmentible» mando. Estas bandas estaban formadas por fanáticos religiosos, a menudo santificadas por sacerdotes y obispos ortodoxos, y en ocasiones bien nutridas por camaradas ortodoxos «voluntarios» procedentes de Grecia y Rusia. Realizaron un especial esfuerzo por destruir toda evidencia de la civilización otomana, como en el caso particularmente atroz de la voladura de varios minaretes históricos de Banja Luka, que fue llevada a cabo durante un alto el fuego y no como consecuencia de ninguna batalla.

Otro tanto puede decirse de sus émulos católicos, cosa que a menudo se olvida. En Croacia se revitalizaron las organizaciones de la Ustachá y llevaron a cabo una feroz tentativa de ocupar Herzegovina, como habían hecho durante la Segunda Guerra Mundial. La hermosa ciudad de Mostar también fue sitiada y bombardeada, y el mundialmente famoso
Stari Most
, o «Puente Viejo», que databa de la época de los turcos y había sido elegido por la Unesco como patrimonio de la humanidad, fue bombardeado hasta que se desplomó sobre el río que atravesaba. En efecto, las fuerzas católicas y ortodoxas extremistas actuaban en connivencia en una sangrienta partición y limpieza de Bosnia-Herzegovina. En buena medida se evitó atribuir a nadie la responsabilidad pública por aquellos actos, y todavía se evita, puesto que los medios de comunicación del mundo entero preferían simplificar diciendo «croata» y «serbio» y únicamente aludían a una religión cuando hablaban de «los musulmanes». Pero la tríada de términos «croata», «serbio» y «musulmán» es desigual y equívoca, por cuanto hace equivaler dos nacionalidades y una religión. (Ese mismo equívoco se produce de otro modo en la cobertura informativa de Irak con la trilateral «suní, chií, kurdo».) Durante el sitio de Sarajevo había en la ciudad al menos diez mil serbios, y uno de los comandantes en jefe de su defensa, un oficial y caballero llamado Jovan Divjak cuya mano tuve el honor de estrechar bajo el fuego, era asimismo serbio. La población judía de la ciudad, que vivía allí desde 1492, también se identificaba en su mayoría con el gobierno y la causa de Bosnia. Habría sido más exacto que la prensa y la televisión hubieran informado diciendo «Hoy las fuerzas cristianas ortodoxas reanudaron sus bombardeos de Sarajevo», o «Ayer las milicias católicas consiguieron derribar el Stari Most». Pero la terminología confesional se reservaba únicamente para «los musulmanes», aun cuando quienes los asesinaban se tomaran todas las molestias para diferenciarse llevando grandes cruces ortodoxas sobre sus bandoleras o estampas adhesivas de la Virgen María pegadas en las culatas de sus rifles. Así pues, una vez más,
la religión lo emponzoña todo;
incluida nuestra facultad de discernimiento.

Por lo que se refiere a Belén, supongo que estaría dispuesto a reconocerle al señor Prager que, en los días buenos, me sentiría bastante seguro paseando por el exterior de la iglesia de la Natividad cuando cayera la noche. Es en Belén, no muy lejos de Jerusalén, donde muchos creen que tras una inmaculada concepción, una virgen dio un hijo a dios.

«La generación de Jesucristo fue de esta manera: su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». Sí, y el semidiós griego Perseo nació cuando el dios Júpiter visitó a la virgen Dánae adoptando la forma de lluvia de oro y la dejó encinta. El dios Buda nació a través de una abertura del costado de su madre. Coatlicue, «la de la falda de serpientes», recogió una bola de plumón caída del cielo, se la escondió en el vientre y así fue concebido el dios azteca Huitzilopochtli. La virgen Nana puso en su seno una granada tomada de un árbol regado con la sangre de Agdistis, que había sido asesinado, y dio a luz al dios Atis. La hija virgen de un rey mongol se despertó una noche y se descubrió bañada en una luz resplandeciente, la cual hizo que diera a luz a Gengis Kan. Krishna era hijo de la virgen Devaki. Horus era hijo de la virgen Isis. Mercurio era hijo de la virgen Maya. Rómulo era hijo de la virgen Rea. Por alguna razón desconocida, muchas religiones se obligan a pensar que el canal del parto es un conducto de circulación en un solo sentido, e incluso el Corán trata con veneración a la Virgen María. Sin embargo, esto no sirvió para nada durante las Cruzadas, cuando un ejército papal se dispuso a reconquistar Belén y Jerusalén de los musulmanes y destruyó en el intento muchas comunidades judías, saqueó a su paso el herético Bizancio y llevó a cabo una masacre en las estrechas callejuelas de Jerusalén, donde, según los jubilosos y enloquecidos cronistas, la sangre derramada llegaba hasta las bridas de los caballos.

Parte de estas tempestades de odio, fanatismo y sed de sangre han pasado ya, aunque en esta región siempre se avecinan otras nuevas; pero, entretanto, una persona puede sentirse relativamente tranquila en la plaza del Portal o sus alrededores, la cual, como indica su propio nombre, es el centro de una ratonera para turistas de una chabacanería tan absoluta que supera incluso a Lourdes. La primera vez que visité aquella lastimera ciudad estaba bajo el control nominal de un ayuntamiento palestino principalmente cristiano, ligado a una dinastía política concreta identificada con la familia Freij. Cuando la he visitado en otras ocasiones, por lo general ha sido bajo un brutal toque de queda impuesto por las autoridades militares israelíes, cuya mera presencia en Cisjordania no está desvinculada de la creencia en determinadas profecías sagradas antiguas, si bien, en esta ocasión, con una promesa distinta hecha por un dios diferente a un pueblo también diferente. Ahora le llega el turno a otra religión más. Las fuerzas de Hamás, que afirman que Palestina en su conjunto es un país islámico, una santa dispensa consagrada al islam, han empezado a dar codazos a los cristianos de Belén. Su líder, Mahmud al-Zahar, ha proclamado que espera que todos los habitantes del Estado islámico de Palestina cumplan la ley musulmana. En Belén, ahora se propone que los no musulmanes queden sometidos al impuesto
al-Jeziya,
el gravamen fijado tradicionalmente para los
dhimmis
o infieles que vivían bajo el Imperio otomano. A las mujeres trabajadoras de la administración local se les prohíbe saludar a los visitantes masculinos con un apretón de manos. En Gaza mataron a tiros a una joven llamada Yusra al-Azami en abril de 2005 por cometer el delito de sentarse en un coche con su prometido sin ningún otro acompañante. El joven huyó llevándose únicamente una soberana paliza. Los dirigentes del escuadrón «vicio y virtud» de Hamás justificaron este homicidio y esta tortura diciendo que «sospechaban de conducta inmoral»
2
. En la Palestina que otrora fuera laica, se recluta a pandillas de varones sexualmente reprimidos para que fisgoneen en los coches aparcados y se les da permiso para que hagan lo que quieran.

En una ocasión asistí a una conferencia en Nueva York del difunto Abba Eban, uno de los diplomáticos y estadistas más brillantes y respetados de Israel. Lo primero que llamaba la atención sobre la disputa entre israelíes y palestinos, afirmaba él, era su fácil resolución. Tras aquel fascinante comienzo pasó a relatar, con la autoridad que le confería haber sido primer ministro y embajador en la ONU, que el aspecto fundamental era uno muy sencillo. Dos pueblos de un tamaño aproximadamente equivalente formulaban una reivindicación sobre una misma tierra. La solución, obviamente, era crear dos estados contiguos. ¿Seguro que una cosa tan evidente estaba al alcance de la capacidad de comprensión y la inteligencia de un ser humano? Y así habría sido desde hace muchas décadas si se hubiera podido mantener alejados de allí a los rabinos, los ulemas y los sacerdotes mesiánicos. Pero las afirmaciones exclusivas de estar investidos de la autoridad de dios realizadas por los clérigos histéricos de ambos bandos y avivadas por los cristianos con espíritu de Armagedón que esperan la llegada del Apocalipsis (precedida por la muerte o la conversión de todos los judíos) han vuelto insufrible la situación y han convertido a la humanidad en su conjunto en rehén de una disputa que ahora presenta la amenaza de una guerra nuclear.
La religión lo emponzoña todo.
Además de ser una amenaza para la civilización, ahora se ha convertido en una amenaza para la supervivencia del ser humano.

Pasemos por último a Bagdad. Este fue uno de los centros culturales y de conocimiento más importantes de la historia. Fue allí donde se conservaron, retradujeron y transmitieron de nuevo al ignorante Occidente «cristiano» a través de Andalucía algunas de las obras desaparecidas de Aristóteles y de otros autores griegos («desaparecidas» porque las autoridades cristianas habían quemado algunas de ellas, habían prohibido otras y habían clausurado las escuelas de filosofía alegando que era imposible que hubiera habido reflexiones morales valiosas antes de las enseñanzas de Jesús). Las bibliotecas, los poetas y los arquitectos de Bagdad eran famosos. Muchos de estos logros se produjeron bajo el mandato de los califas musulmanes, que permitían este tipo de manifestaciones con idéntica frecuencia con la que las reprimían; pero Bagdad también es portadora de rastros de los antiguos caldeísmo y nestorianismo, y fue uno de los muchos núcleos de la diáspora judía. Hasta finales de la década de 1940 fue patria de tantos judíos como los que vivían en Jerusalén.

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