«Con una mano me ofrece la miel y con la otra me enseña el látigo.»
—Los yunkios no son tan temibles.
—No todos vuestros enemigos están en la Ciudad Amarilla. Tened cuidado con los hombres de corazón frío, buena memoria y labios azules.
—¿Labios azules? —Dany estaba más desconcertada que amedrentada—. ¿Los brujos? Los dejé a todos en Qarth.
—Sin volver la vista atrás… Pero a veces, mi dulce niña, conviene mirar para ver quién nos sigue. No hacía ni quince días que habíais abandonado Qarth cuando Pyat Pree partió con tres de sus compañeros para buscaros en Pentos; querían venganza.
Dany se echo a reír.
—Menos mal que me desvié, ¿no? Pentos está a medio mundo de Meereen.
—Cierto —tuvo que reconocer—, pero más tarde o más temprano les llegarán noticias de la reina dragón que se encuentra en la bahía de los Esclavos. Y entonces Pyat vendrá a buscaros.
—¿Qué pretendéis? ¿Qué tenga miedo? —Escudriñó el rostro de Xaro—. Viví con miedo catorce años, mi señor. Tenía miedo de los asesinos a sueldo del Usurpador, miedo de mi hermano, miedo de mi esposo, miedo de lo que me podría deparar cada nuevo día… pero todos mis miedos ardieron el día en que salí de la pira. Ahora sólo tengo miedo de una cosa.
—¿De qué, mi dulce reina?
—No soy más que una niña ignorante. —Dany se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla—. Pero no tanto como para contestaros. Mis hombres examinarán esos barcos, y después os responderé.
—Como vos digáis. —Le rozó el pecho desnudo—. Permitid que me quede para intentar persuadiros —susurró.
Durante un momento se sintió tentada. «Podría cerrar los ojos e imaginarme que es mi sol y estrellas, o…» Resultaría igual de sencillo que meter a Daario en su cama, aunque en otros sentidos, igual de peligroso.
—No, mi señor. Os agradezco el cumplido, pero no. —Dany se liberó de su abrazo—. Tal vez otra noche.
—Tal vez otra noche.
Su boca aparentaba tristeza, pero en sus ojos se veía más alivio que decepción.
Cuando se hubo marchado, Dany se apoyó en el frío parapeto de ladrillo y contempló la ciudad. Un millar de tejados se extendían bajo ella. La luz de la luna los teñía de plata y marfil. En algún lugar, bajo aquellos tejados, los Hijos de la Arpía estarían reunidos, tramando planes para matarla y para volver a encadenar a sus hijos. Allí abajo, en algún lugar, un niño hambriento lloraba pidiendo leche. En algún lugar, una anciana agonizaba. En algún lugar, un hombre y una mujer se abrazaban, se desnudaban mutuamente con manos ansiosas. Pero allí arriba sólo se veía la luz de la luna sobre las pirámides y los reñideros, sin atisbo de lo que sucedía debajo. Allí arriba estaba ella sola.
Era de la sangre del dragón. Podía matar a los Hijos de la Arpía y a los hijos de los hijos, y a los hijos de los hijos de los hijos. Pero un dragón no podía alimentar a un niño hambriento ni calmar el dolor de la moribunda.
«¿Y quién se atrevería a amar a un dragón?»
—Ser Barristan —llamó.
El viejo caballero se presentó al instante.
—¿Alteza?
—En cierta ocasión, mi hermano me enseñó un acertijo ponienti. ¿Quién lo escucha todo pero no oye nada?
—Un caballero de la Guardia Real. —Su voz era solemne.
—¿Habéis oído la oferta de Xaro?
—Sí, Alteza.
—¿Qué opináis? ¿Y de él?
—De él no tengo buena opinión. Pero de esos barcos… Son la respuesta a nuestras oraciones, Alteza.
«A las vuestras, tal vez.» Dany no pudo evitar fijarse en que el anciano caballero hacía todo lo posible por no mirarle el pecho desnudo mientras hablaba con ella. «Ser Jorah no habría apartado la vista. Me amaba como mujer; en cambio, Selmy sólo me ama como reina.» Mormont había sido un espía; informaba sobre ella a sus enemigos de Poniente, pero también le había dado buenos consejos. Carecía de la nobleza de Ser Barristan, aunque en cambio era directo y sensato. ¿Qué habría hecho él con los dragones?
—La marcha por tierra hasta las Ciudades Libres sería larga y ardua —estaba diciendo Ser Barristan—, y al llegar allí aún tendríamos que cruzar el mar Angosto. En cambio, con estas naves, si los vientos nos acompañan, podríamos estar en nuestro hogar antes de fin de año.
Dany nunca había tenido un hogar. En Braavos hubo una casa con la puerta roja, pero nada más.
—Temo a los qarthenses hasta cuando llegan con regalos, y sobre todo si son mercaderes de los Trece. Xaro no quiso darme barcos cuando se los pedí. ¿Por qué me los da ahora? Aquí hay gato encerrado. Puede que tengan la madera podrida, o…
—Si no estuvieran en buenas condiciones, no habrían podido llegar desde Qarth —señaló Ser Barristan—, pero Su Alteza ha sido muy inteligente al pedir que le permitan inspeccionarlos. Despertaré al almirante Groelo y lo enviaré con sus capitanes y sus mejores marineros a ver esas galeras en cuanto amanezca. Pueden revisarlas palmo a palmo, si os parece bien.
—Sí. —Era un buen consejo, tanto si aceptaba los barcos como si no—. Sí, adelante.
Se cubrió el pezón con la mano para evitarle más sofocos al anciano caballero. «Poniente. El hogar.» Pero si partía en aquellos barcos, ¿qué sería de su ciudad? «Nunca ha sido tu ciudad —le pareció oír a su hermano en un susurro—. Tu ciudad está al otro lado del mar. Tus siete reinos, donde te aguarda el trono que te corresponde por derecho. Donde te aguardan tus enemigos. Naciste para llevarles la sangre y el fuego.»
—Tengo que ir a la fosa —dijo de repente casi sin querer, con una voz tan tenue como un susurro infantil—. Tengo que verlos; si no, soñaré con ellos esta noche. Por favor, ser, llevadme abajo.
Una sombra de desaprobación cruzó el rostro del anciano, pero cuestionar las decisiones de la reina iba contra su naturaleza.
—Como ordenéis.
Las escaleras de servicio eran el camino más rápido para bajar; no eran imponentes, sino empinadas y estrechas, ocultas en las paredes. Ser Barristan cogió un farol para evitar que Dany cayera. Durante el descenso, ladrillos de veinte colores diferentes parecían cernirse sobre ellos, tornándose grises y luego negros a medida que quedaban fuera del alcance de la titubeante luz. En tres ocasiones pasaron junto a guardias Inmaculados, tan firmes e inmóviles que parecían esculpidos en piedra. No se oía más sonido que el roce suave de sus pies contra el suelo.
Cuando estaban a mitad de camino, Ser Barristan carraspeó para aclararse la garganta.
—Ese brujo del que hablaba el mercader…
—Pyat Pree. —Trató de recordar su rostro, pero sólo consiguió visualizar los labios. El vino de los brujos se los había vuelto azules. Lo llamaban color-del-ocaso—. No me asustan las hechicerías de ningún brujo. Si sus conjuros pudieran matarme, ya estaría muerta. Reduje a cenizas su palacio.
«
Drogon
me salvó cuando me iban a sorber la vida.
Drogon
los quemó a todos.»
Al nivel del suelo, la Gran Pirámide de Meereen era un lugar lóbrego, silencioso, lleno de polvo y sombras. Los muros exteriores tenían diez varas de grosor. En su interior, los sonidos retumbaban contra los arcos de ladrillos multicolores, entre los establos, las cuadras y las despensas.
Pasaron bajo tres arcos enormes, bajaron por una rampa iluminada con antorchas y se adentraron en las criptas situadas bajo la pirámide, cruzando cisternas, mazmorras y salas de torturas donde en otros tiempos azotaban, desollaban y quemaban con hierros candentes a los esclavos. Por último llegaron ante unas enormes puertas de hierro con las bisagras oxidadas, vigiladas por Inmaculados.
Dany le hizo un gesto a uno, que sacó una llave de hierro.
—Alteza —intervino Ser Barristan—, ¿creéis que es una actitud inteligente?
«No soy más que una niña —pensó—; ¿qué sé yo de la inteligencia?»
La puerta se abrió en medio del chirrido de las bisagras. Daenerys se adentró en el corazón ardiente de la oscuridad y se detuvo ante el reborde de una profunda fosa. Quince varas más abajo, los dragones alzaron la cabeza. Cuatro ojos ardían en las sombras, dos de oro fundido y dos de bronce.
Ser Barristan la cogió por el brazo.
—No os acerquéis más.
—¿Creéis que me harían daño?
—No lo sé, Alteza —replicó Selmy—, y preferiría no arriesgar vuestra persona para conocer la respuesta.
Rhaegal
rugió, y durante un instante, la llamarada amarilla convirtió en día la oscuridad. El fuego lamió las paredes, y Dany sintió su calor en el rostro, como si acabara de abrir un horno. En otro lado de la fosa,
Viserion
desplegó las alas y agitó el aire rancio. Trató de volar hacia ella, pero las cadenas se tensaron cuando se elevó, y cayó de bruces. Unos eslabones grandes como puños le ataban las patas al suelo. La argolla de hierro que le ceñía el cuello estaba sujeta a la pared de la fosa.
Rhaegal
tenía unas cadenas iguales. A la luz del farol de Selmy, sus escamas brillaban como el jade. Le salía humo de entre los dientes. Ante él, en el suelo, había varios huesos rotos, chamuscados y astillados. El calor era incómodo; olía a azufre y a carne quemada.
—Están más grandes. —La voz de Dany resonó contra las paredes de piedra chamuscada y los ladrillos ennegrecidos. Sonaba aguda y temerosa; era la vocecita de una niña, no la de una reina, la de una conquistadora. Una gota de sudor le corrió por la frente y le cayó sobre el pecho—. ¿Es verdad que los dragones no dejan de crecer nunca?
—Si tienen comida y espacio suficientes, no —replicó Ser Barristan—. Pero encadenados aquí…
Los Grandes Amos habían utilizado aquella fosa como prisión. Era enorme; en ella cabían quinientos hombres… y sobraba espacio para dos dragones.
«Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Qué pasará cuando sean demasiado grandes para este lugar? ¿Se volverán el uno contra el otro, se atacaran a llamaradas, a zarpazos? ¿Se debilitarán, se les marchitará la piel, se les encogerán las alas? ¿Se apagarán sus fuegos antes de que todo termine?»
¿Qué clase de madre dejaba que sus hijos se pudrieran en la oscuridad?
«Si miro atrás estoy perdida —se dijo Dany. Pero ¿cómo podía evitar mirar atrás?—. Tendría que haberlo visto venir. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta? ¿Estaba ciega o cerré los ojos adrede para no tener que ver el precio del poder?»
Viserys le había contado todas las historias cuando era pequeña. Sabía cómo había caído Harrenhal. Sabía todo lo que se podía saber sobre el Campo de Fuego y la Danza de los Dragones. Uno de sus antepasados, el tercer Aegon, había visto cómo un dragón abrasaba a su propia madre. Y se cantaban infinitas canciones sobre pueblos y reinos que vivían atemorizados por los dragones hasta que un valeroso matadragones los rescataba. «Y yo misma vi las señales.» En Astapor, cuando se derritieron los ojos del esclavista, y otra vez en su tienda, en el camino desde Yunkai, cuando Daario había tirado a sus pies las cabezas de Sallor el Calvo y Prendahl na Ghezn, y sus hijos las habían devorado. Los dragones no temían a los hombres. Y un dragón suficientemente grande para comerse una oveja se comería a un niño con la misma facilidad.
La chiquilla se llamaba Hazzea. Tenía cuatro años. «A menos que su padre mintiera; puede que mintiera.» Nadie había visto al dragón; sólo él. Traía unos huesos chamuscados como prueba, pero unos huesos chamuscados no demostraban nada. Tal vez él mismo había matado a la niña y luego la había quemado. Según el Cabeza Afeitada, no sería el primer padre que acababa con una hija no deseada. «O tal vez lo hicieron los Hijos de la Arpía, y luego fingieron que había sido cosa del dragón para que toda la ciudad me odiara.» Aquello era lo que habría querido creer Dany, pero, en tal caso, ¿por qué había esperado el padre de Hazzea a que la sala de audiencias estuviera casi desierta antes de adelantarse? Si su intención era azuzar a los meereenos contra ella, sólo tendría que haber narrado la historia mientras la estancia estaba abarrotada.
El Cabeza Afeitada había insistido en que lo ejecutara.
—Al menos cortadle la lengua. La mentira de este hombre puede acabar con todos nosotros, Magnificencia.
Sin embargo, Dany había optado por pagarle. Nadie supo decirle qué precio se le ponía a una hija, de modo que lo fijo en cien veces el valor de un cordero.
—Si pudiera, os devolvería a Hazzea —le dijo al padre—, pero hay cosas que ni tan siquiera una reina tiene en su mano. Os prometo que sus huesos reposarán en el Templo de las Gracias, y que un centenar de velas arderán día y noche para mantener vivo su recuerdo. Venid a verme todos los años en su día del nombre, y a vuestros otros hijos no les faltará nada, pero esta historia no debe volver a salir de vuestros labios.
—Me harán preguntas —fue la respuesta del padre doliente—. Todos querrán saber dónde está Hazzea y cómo murió.
—Murió por el mordisco de una serpiente —le dijo Reznak mo Reznak—. La devoró un lobo. Sufrió una enfermedad repentina. Contad lo que queráis, pero no se os ocurra hablar de dragones.
Las zarpas de
Viserion
rascaron las piedras; las enormes cadenas tintinearon cuando trató de volar hacia ella otra vez. Al sentir que no podía, lanzó un rugido, giró la cabeza hacia atrás tanto como pudo y escupió llamas doradas contra la pared que tenía a su espalda.
«¿Cuánto tiempo pasará antes de que su fuego sea tan ardiente como para agrietar la piedra y fundir el hierro?»
No hacía tanto tiempo que el dragón blanco se encaramaba a su hombro, con la cola enroscada en torno a su brazo. No hacía tanto que lo alimentaba con sus propias manos, que le daba bocaditos de carne carbonizada. Había sido el primero que encadenaron. Ella misma lo había guiado hasta la fosa, y lo encerró allí con varios bueyes. El dragón los devoró, y después del atracón se quedó somnoliento. Aprovecharon para encadenarlo mientras dormía.
Rhaegal
les había dado más trabajo. Tal vez los dragones tuvieran el oído más fino; tal vez oyera los rugidos rabiosos de su hermano en la fosa, pese a las paredes de ladrillo y piedra que los separaban. Al final tuvieron que atraparlo con una red de gruesos eslabones de hierro mientras tomaba el sol en la terraza. Se resistió de tal manera que tardaron tres días en bajarlo por la escalera de servicio; no paraba de retorcerse y lanzar dentelladas. Seis hombres habían sufrido quemaduras, dos de ellos de gravedad.
Y
Drogon
…
«La sombra alada», lo había llamado el padre de la niña. Era el más grande de los tres, el más fiero, el más salvaje, con escamas negras como la noche y ojos como simas de fuego.