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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (17 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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A la misma hora del 18 de junio de 1706 en que Mateíllo subía al Paraíso de los ángeles carnales, otros muchos miles de soldados morían defendiendo el derecho de Sus Majestades Felipe V de España y Luis XIV de Francia a vender negros en África y a fabricarse tronos cada vez más grandes. Los campos de batalla de Flandes, de Italia y de Castilla se iban cubriendo de cadáveres de hombres que pronto serían puro polvo. Polvo humano que nutriría la tierra que alimentaría la hierba que alimentaría a las vacas que alimentarían a otros hombres. Morían como habían vivido, pobres, ignorantes, abandonados, sin saber buena parte de ellos cuál era la razón —aparte de la miseria— que los había llevado hasta aquella soledad infinita del último minuto. Otros muchos se sentían estúpidamente atónitos al comprobar que el arma con la que habían creído poseer el poder y la inmortalidad les había traicionado, y jadeaban indignados contra aquel destino que no les había conservado la vida a cambio de matar a tanta gente, preguntándose cómo podían ser ellos las víctimas, ellos, que siempre habían soñado con ser los verdugos. Morían en medio de los campos bien labrados, al pie de las murallas de las ciudades o bajo los roquedales en los que habían intentado en vano esconderse y, mientras la tierra fuese tierra, permanecerían allí, unidos a los millones de cadáveres que habían muerto antes que ellos o morirían después haciendo la guerra, como hormigas obedientes e inútiles que fueran lentamente destruyendo el mundo.

En aquel mismo instante, mientras tantos hombres agonizaban para salvar su trono, la Reina de España se subía junto a su Camarera Mayor a la carroza que las esperaba en el primer patio del Alcázar. Ya sentadas, las dos observaron a los lacayos colocando como podían, sobre los asientos y en el propio suelo del coche, cinco grandes cajas de plata labrada. Antes de dar la orden de partir, Mariana comprobó que las cinco llaves que llevaba colgando de una cadena al cuello abrían perfectamente las cajas. Aunque no les había quitado el ojo de encima desde horas atrás, cuando las azafatas habían metido en ellas las joyas de la Reina y las suyas propias, aún quería estar bien segura de que nadie las había cambiado. ¿Quién podía fiarse de lo que ocurriera en momentos como aquéllos…? Pero sí, todo estaba bien, ya era hora de irse.

La carroza real arrancó. El cochero fustigó sus ocho magníficos caballos blancos, que iniciaron el viaje con el paso majestuoso que correspondía a la propia majestad de sus ocupantes. Los miembros de la Guardia Vieja que debían protegerlas azuzaron a su vez sus monturas, luciendo un aspecto brillante y gallardo, aunque en realidad todos estuvieran pensando con mal humor en aquel éxodo repentino que los alejaba no se sabía durante cuánto tiempo de sus queridas, sus tabernas y sus casas de juego favoritas. Los coches del séquito fueron poniéndose también en marcha, entre golpes de látigos y gritos de arre. Lentamente, igual que si acudieran a un auto de fe en la Plaza Mayor o iniciasen una procesión, los carruajes iban ocupando su lugar en la larga fila, siguiendo el orden estricto de la etiqueta. Pero aún no habían llegado al final de la plaza de Palacio, cuando se oyeron voces y uno de los guardias avisó de que era preciso detenerse: el Patriarca de las Indias y el Capellán Mayor estaban discutiendo por el rango que debían ocupar en el séquito.

La Princesa de los Ursinos abrió la portezuela y asomó la cabeza. Los prelados se habían bajado de sus coches y se gritaban el uno al otro en mitad de la plaza, como pescaderos que aireasen el bacalao recién llegado de la costa. A su alrededor, sus gentes parecían dispuestas a pegarse. El Patriarca aseguraba que era él quien tenía la preferencia y debía situarse inmediatamente detrás de la Reina, puesto que se trataba de un traslado a otra ciudad. El Capellán sostenía en cambio que el segundo puesto le correspondía a él, ya que era la corte en pleno la que se desplazaba y, para colmo, obligada por las circunstancias. Y en los asuntos de la Iglesia que concernían a la corte mandaba él y nadie más que él. El Patriarca recordó entonces que él era, además de Patriarca de las Indias —en las que nunca había estado ni pretendía estar—, Limosnero Mayor de Su Majestad y Arzobispo de Trebisonda —de cuya ubicación concreta lo ignoraba todo—, y que la dignidad del Capellán no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Ante semejante insulto, algunos de los hombres del bando capellanil echaron mano a las espadas. Los patriarcales reprodujeron el mismo movimiento. Fue entonces cuando Mariana envió a toda prisa al guardia con la orden de que ambos se fueran turnando por jornadas a lo largo del viaje. De momento, tendría la preeminencia el Patriarca, aunque tan sólo por su edad. Hubo bufidos, alguna voz de protesta y miradas de odio hacia la carroza real. Pero la Camarera Mayor había vuelto a cerrar la portezuela haciéndose invisible.

Unos minutos después, cuando todo estuvo al fin en orden, el coche de la Reina volvió a emprender la marcha. O, por mejor decirlo, la huida: la corte huía, en efecto, ante la inminencia de la llegada a la capital de las tropas aliadas, que estaban ya a pocas millas de distancia. El Rey se había ido aquella misma mañana al frente, y el resto había tenido que esperar hasta la caída del sol para evitar que la ciudad entera se abalanzase sobre las carrozas. Aun así, a medida que el enorme séquito iba atravesando con vanas ansias de disimulo las calles de Madrid, las gentes se quedaban espantadas. Detrás del coche de María Luisa y la Princesa, entre golpes de látigo e imprecaciones a los caballos y las mulas, viajaban varias docenas de carrozas repletas de dueñas y azafatas, gentileshombres y mayordomos, meninos y enanos y locos, secretarios y capellanes, y luego todavía una fila incontable de carros cargados de equipajes y cuadros y tapices y tallas delicadísimas, sobre los que se amontonaban como podían criados, lacayos, escuderos, cocineros y lavanderas. Doscientos guardias reales rodeaban el grupo, con sus colores brillantes y sus lanzas y sus caballos bien enjaezados, como si aquello fuera una romería piadosa y no una fuga para salvaguardar todos los restos posibles del viejo dominio.

Sí, la corte abandonaba Madrid, con sus Ministros y sus espadas y sus curas, y corría a refugiarse en el norte, en la leal ciudad de Burgos. Y a medida que los veían pasar, las gentes se arrimaban contra las paredes y se ponían a gritar, o lloraban y rezaban, muertos de miedo al darse cuenta de que se quedaban solos frente a los aliados, sin Rey ni Reina ni Duques ni Obispos ni Generales, sin protección ni defensa que los librara de todo lo que los austríacos y sus amigos quisieran hacer con ellos. Algunos incluso echaron a correr detrás de las carrozas y los carros, ansiando irse ellos también de la ciudad, seguir el rumbo de los poderosos, pero los cocheros les lanzaban los látigos a las espaldas y los guardias les pasaban por encima con los caballos, alejando así a aquella chusma de las gentes importantes.

Entretanto, en la segunda carroza, Carlos de Borja Centellas y Ponce de León, Patriarca de las Indias, Limosnero Mayor de Su Majestad Felipe V y Arzobispo de Trebisonda, feliz de ocupar la cabeza del cortejo tras la Reina, iba repartiendo bendiciones que nadie recibía. Más atrás, bien cobijados en sus bonitos carruajes llenos de blasones, había viejos Duques que sollozaban como tiernas criaturas al pensar en los tesoros que se habían visto obligados a dejar en sus palacios, y damas aterradas que habían comenzado a rezar el rosario en el patio mismo del Alcázar y no pararían hasta llegar a Burgos, diecinueve días después, llenando el aire de Castilla de avemarías y misterios. Y en el coche donde se habían amontonado las sabandijas favoritas de palacio, la loca de Zaragoza, María Ramos, declamaba a voz en cuello las
Metamorfosis
. No hubo manera de hacerla callar hasta que, dos horas más tarde, al enano Luisillo se le ocurrió quitarse el tahalí a la francesa del que colgaba su espada diminuta y atárselo alrededor de la boca, a modo de mordaza. María Ramos trató brevemente de protestar, pero al ver que no conseguía pronunciar ni una palabra, decidió dormirse y olvidarse para siempre de los versos de Ovidio.

Al fin cruzaron la cerca —cuyas puertas se cerraron tras el séquito, aislándolo del tumulto— y salieron a campo abierto. Se había hecho de noche, y los criados encendían hachones para iluminar el camino. Los caballos y las mulas iban al paso, y los coches se sacudían como si fueran de juguete al atravesar los grandes baches y cruzar los arroyos, crecidos al final de aquella primavera lluviosa. Dentro de la carroza de la Reina la oscuridad era total. Encerradas en sus preciosas cajas, las perlas y las esmeraldas y los diamantes y los oros habían replegado sus esplendores, esperando el momento propicio para volver a brillar. Desde que habían salido del Alcázar, ni María Luisa ni Mariana habían abierto la boca. Se habían limitado a dejarse llevar, tratando de acomodar lo mejor posible los cuerpos al traqueteo, con las cortinillas bien echadas para no ser vistas y fingiendo que no se estaban enterando del drama que vivían los madrileños abandonados a su suerte.

La Camarera Mayor no conseguía distinguir la cara de la Reina, sentada frente a ella, pero estaba segura de que hacía enormes esfuerzos para no romper a llorar. Realmente, era una muchacha firme como el tronco de un haya. Ella, en cambio, necesitaba ponerse a hablar de cualquier cosa para tratar de alejar la negritud de los pensamientos que le estaban creciendo dentro de la cabeza como hongos malignos. Así que, aprovechando la sacudida de un enorme bache, se lanzó a protestar:

—¡En este reino los caminos son realmente terribles! Nunca he comprendido por qué razón tienen que ser tan malos… Su Majestad deberá ocuparse de eso cuando hayamos hecho la paz. Habrá que traer ingenieros de Francia. No sé cómo lo consiguen, pero allí parece que se viaja sobre terciopelo…

La Reina carraspeó antes de responder:

—Sí, sí, tienes razón,
zia
. Hay que decirle a Felipe que traiga ingenieros. Y jardineros. Deberíamos rehacer los jardines del Alcázar, ¿no te parece…? Esos jardines que tenemos parecen más un huerto de campesinos que otra cosa. Necesitamos flores. Quiero que haya muchas flores, y árboles recortados como los que tiene el abuelo, esos que te gustan tanto. Y fuentes con dioses, como las del grabado de Versalles que me mandaste desde allí.

—¡Qué gran idea, señora! Jardines como los de Su Majestad Luis… ¿Y no creéis que deberíamos también reformar el palacio? Todas esas habitaciones oscuras, los pasillos apestosos, las escaleras que no van a ninguna parte… Tendríamos que hacer unos buenos aposentos para Vuestra Majestad y para el Rey, y un salón de baile bien decorado. Hay que tirar muchos tabiques, y abrir ventanas. Y pintar los techos, claro. No soporto esos techos tan lúgubres. ¿No os parece…?

—Sí. Le pediremos al abuelo que nos mande arquitectos y pintores. Cuando volvamos, haremos un Alcázar nuevo. Y quitaremos todos esos cuadros de santos y de Cristos… Dios me perdone, pero es que me ponen triste…

—Claro que sí, señora. Cuando volvamos…

De pronto, aquellas palabras parecieron un hachazo. ¿Volverían…? María Luisa se dio cuenta de que estaba agotada. No quería seguir pensando, sólo deseaba dormir. Quizá así desaparecería aquel latido que estaba empezando a notar en los bultos de su cuello, como si fueran a reventar de un momento a otro. Apoyó un almohadón contra la pared del coche y reposó la cabeza. Fue entonces cuando a Mariana no le quedó más remedio que enfrentarse en silencio a sus pensamientos negros. En las últimas semanas, todo se les había puesto en contra. En Flandes, el Archiduque Carlos había sido proclamado Rey. Los ejércitos franceses habían tenido que abandonar Italia y retirarse al otro lado de los Alpes. Las tropas de Felipe se habían visto obligadas a levantar el sitio de Barcelona, y una tras otra, las ciudades de Aragón y de Castilla iban cayendo en manos de los aliados. Ya habían tomado Salamanca y Zaragoza, pero también Toledo y Alcalá, a un paso de Madrid. El Archiduque entraría enseguida en la capital, y quizá ya nunca la recuperarían. Desde luego, no sin la ayuda de Luis. Y Luis estaba empezando a cansarse de aquella guerra que le costaba demasiado dinero y demasiados soldados. Y que, además, estaba poniendo en entredicho a los ojos de toda Europa su fama de hombre infalible: tenía ya sesenta y ocho años, y no estaba dispuesto a morirse con la mancha imperdonable de una gigantesca derrota sobre sus hombros, de la que sus enemigos se reirían cuando llegase al Cielo, amargándole la eternidad.

No, no iba a ser fácil volver: desde Versalles, los amigos le escribían que cada vez había más personas que deseaban la paz a cualquier precio. El propio hermano mayor de Felipe —el piadoso Duque de Borgoña— ya se atrevía incluso a afirmar a quien estuviera dispuesto a oírle que el Rey debía abdicar, pues estaba claro que Dios no quería que aquel trono fuese suyo. Pero lo que más le preocupaba a Mariana eran ciertas noticias, aún confusas, sobre la posibilidad de que Luis estuviera pensando en dividir los reinos de España entre diversos soberanos, regalando a los aliados las tierras de Flandes y de Italia y dejándole a su nieto tan sólo las coronas de Castilla y Aragón junto con las Indias. Un acuerdo así le cubriría las espaldas ante los vivos y ante los muertos: los Borbones seguirían ocupando el trono de Madrid —aunque hubiera que serrarlo un poco por los lados—, y los aliados se calmarían y firmarían la paz antes de haberle derrotado definitivamente. Y, de paso, su gran pedazo del Paraíso se vería acunado por susurros de admiración y sonidos de majestuosas trompetas, y no por las carcajadas de los adversarios.

De todas formas, a la Camarera Mayor le parecía que ese pacto no sería sencillo de conseguir: el Archiduque no iba a renunciar fácilmente a la Península y conformarse con Italia o Flandes. Y los ingleses y los holandeses no se detendrían hasta que tuvieran el control de la venta de esclavos. Estaba segura de que la guerra seguiría, y, al menos de momento, lo haría a favor de los aliados. Sobre las nieblas del Olimpo, el dios Ares parecía haber elegido ya a sus favoritos. De hecho, dentro de tan sólo unas horas, el austríaco estaría durmiendo en la mismísima cama de Felipe, en su propio palacio, y no iba a haber quién lo sacase de ahí. Harían falta muchos soldados, y muchos mosquetes y muchas balas de cañón para alejarlo del trono. Se iba a pegar a él como una planta trepadora que se enroscase con sus zarcillos en torno a un árbol lustroso. Sus raíces se sujetarían fuertemente a las tumbas de sus antepasados en la cripta de El Escorial, y las gentes acudirían a protegerse bajo su sombra, incluso aquellos que aun ese mismo día habían hecho la reverencia ante Felipe y acompañaban ahora a su mujer en la huida. Sí, el águila bicéfala de los Austrias levantaría de nuevo sus cabezas y devoraría la flor de lis de los Borbones. A la Princesa hasta le pareció oír los gañidos del ave enorme allá arriba, sobrevolando las carrozas, dispuesta a arrojarse sobre ellas y emprenderla a picotazos contra los franceses.

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