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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (3 page)

BOOK: Donde se alzan los tronos
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Carlos deseaba escuchar aquellas explicaciones, atender a todo lo que el Cardenal tuviera que decirle. Pero si con alguien no podía verse a solas, en los últimos meses, era precisamente con él. Mariana lo vigilaba más que a ningún otro. En cuanto aparecía, ella entrecerraba sus ojillos de águila, se pasaba una mano por el pecho altivo en un gesto retador y se colocaba al lado del Rey, pegada literalmente a él, observándolo y oyéndolo todo, por si acaso había palabras secretas o papeles doblados y entregados a escondidas. Sólo un día lograron hablar sin ella presente, gracias a las instrucciones precisas que Portocarrero le hizo llegar a través del Confesor, que siempre le llevaba recados de su parte: debía enviar a la Reina a la basílica de Atocha a dar las gracias por la buena salud de su esposo. Tenía que convencerla diciéndole que así se acallarían ciertos rumores que afirmaban que el Monarca estaba agonizando. Y debía decírselo en público, cuando hubiese mucha gente delante, y en voz bien alta, para que todos pudieran oírle. De esa manera, si no quería ser considerada una mala esposa y una mala católica, no le quedaría más remedio que ir a la iglesia y alejarse por un rato de él.

Y así fue: Mariana de Neoburgo se había visto obligada a salir a media mañana del Alcázar y desplazarse hasta Atocha rodeada de alabarderos, lacayos, escuderos y pajes, y seguida por una larga fila de coches que trasladaban a sus azafatas y sus dueñas y sus bufones. Apenas el cortejo había salido de la plaza cuando Portocarrero irrumpía ceremonioso en el Despacho del Monarca, acompañado por el Nuncio y los Condes de Monterrey y de Benavente. Hubo largas reverencias y lágrimas de emoción en los ojos de unos y de otros, como si se encontraran ante un amigo liberado tras un largo secuestro, y enseguida el Cardenal, puesto de rodillas delante de Carlos, comenzó un discurso que había preparado con mucho cuidado, tratando de hacer las cosas perfectamente comprensibles para su mente infantil:

—¡Majestad! ¡Señor mío! ¡No dejéis que Su Majestad la Reina os convenza de sus designios! ¡Ella sólo obra por ambición, señor! Sabéis bien que por desgracia su conciencia es débil y su codicia tan extensa como el cielo de Castilla… Recordad sus falsos embarazos, Majestad, la manera como fingió en los años pasados que esperaba hijos vuestros y que luego los perdía, sin más fin que el de manteneros unido a ella y dispuesto a cumplir su voluntad. Señor, debo avisároslo —el Cardenal bajó misteriosamente la voz y susurró—: sabemos que ahora os está hechizando… La Inquisición ha detenido a una mujer que ha confesado bajo tortura haberle entregado a un criado del Almirante de Castilla, fiel amigo de Su Majestad la Reina, polvos de cantárida, corazones de sapo y sangre de un ahorcado para haceros un conjuro. ¡Quieren convertiros en el brazo de su pecaminosa avidez, señor…! Debéis alejaros de ella y firmar el testamento a favor del Duque de Anjou. ¡Puedo aseguraros que eso es lo que Dios Nuestro Señor desea! Le he rezado día y noche desde la muerte del Príncipe de Baviera, y Él me ha dado su respuesta: los Borbones deben gobernar los reinos de España, y unir las dos naciones en una larga paz…

Al Cardenal se le entrecortaba la voz. Y aquella conmoción era sincera: estaba seguro de que si el Archiduque Carlos llegaba al trono, lo desterraría a Roma en las peores condiciones imaginables, y allí tendría que mendigar la caridad del Santo Padre para seguir viviendo. Versalles, en cambio, le había prometido mantenerle todos sus privilegios y reservarle un puesto destacado en el gobierno. Su buena amiga la Princesa de los Ursinos se lo había confirmado varias veces en sus cartas, y a fin de cuentas, su palabra era de fiar, puesto que ella era una de las personas que más cerca estaba de Luis XIV en aquel asunto. Mientras hablaba, Portocarrero se imaginó de pronto a sí mismo dando bandazos en una carroza por los puertos helados de los Alpes, camino de Roma, sin más bienes que los que pudiera llevar encima, y en un arrebato de desesperación se inclinó aún más y besó los pies de Su Majestad:

—¡Os lo rogamos por el bien de vuestros reinos, señor…!

A Carlos II, el rostro amarillento se le había ido poniendo rojo mientras el Cardenal hablaba: con la excitación, le subía la fiebre. Le parecía que dentro de su cabeza un caballo garañón daba coces, y un hilillo de baba le caía por la barbilla hacia la gola. Haciendo un esfuerzo se dobló para hacer incorporarse a Portocarrero, y se le quedó mirando con los ojos inflamados y la boca abierta. ¿Qué debía hacer…? ¿Qué debía hacer…? ¿Qué debía hacer…?

El Conde de Benavente —que ansiaba el virreinato del Perú con todas sus riquezas y había hablado con el Embajador francés al respecto, obteniendo serias promesas— se arrodilló ahora a su vez ante el Rey:

—Señor, nosotros los Grandes somos vuestros mejores súbditos, bien lo sabéis. Nosotros los Grandes deseamos mantenernos fieles a Vuestra Majestad y a su imborrable memoria a través de la persona de vuestro sobrino nieto, el Duque de Anjou. Nosotros los Grandes os suplicamos vuestro apoyo a su noble causa, que será la de los reinos de España…

Carlos balbuceó:

—Todos no…

Benavente pensó en el hipócrita del Conde de Oropesa, que había negociado con el Embajador de Viena el nombramiento de su hijo para el mismo cargo que él ansiaba:

—Es cierto, Majestad. Algunos de los nuestros mantienen en este momento opiniones equivocadas, pero cambiarán en cuanto comprendan que Vuestra Majestad ha acertado al legar su trono al Duque de Anjou. Más allá de la tumba, señor, puedo garantizaros que todos os seremos leales a vos y al nuevo Monarca.

Apabullado, Carlos II se volvió para mirar al Nuncio. A éste se le ocurrió en aquel instante una feliz idea que les permitiría ganar más tiempo a solas con el Rey:

—Vuestra Majestad debería ir a rezar ante los restos de su augusto padre. Él, siempre tan sabio en sus decisiones, os iluminará desde los Cielos con la ayuda de Dios Nuestro Señor…

El Monarca agachó humilde la cabeza, dispuesto a complacer al Nuncio. Éste se frotó las manos con vigor y miró sonriente a sus compañeros: puesto que la Reina no podía bajar al Panteón, que estaba prohibido a las mujeres, aquél sería un territorio propicio para ellos. Mariana de Neoburgo probablemente se empeñase en acompañar a su esposo hasta El Escorial, pero tendría que quedarse esperándole en el palacio. Y en ese tiempo, ya se las arreglarían para convencerle. Algo se les ocurriría.

Ahora, una semana más tarde, el 12 de marzo de 1699, el Rey moribundo estaba allí, ante la caja de plomo que contenía los restos de Felipe IV. La luz de los cirios se reflejaba en el metal azulado y moldeaba extrañas formas movientes, como seres incorpóreos que pululasen en la frontera misma entre los muertos y los vivos, fantasmas luciferinos que anduviesen en busca de algún incauto al que llevarse al otro lado. Carlos se estremeció. Recordaba haber visto resplandores semejantes a aquéllos en el féretro de plata dorada dentro del cual reposó su padre durante tres días, alzado sobre un alto estrado, en medio del Salón Grande del Alcázar. A decir verdad, todo lo que recordaba de aquel momento resplandecía: el féretro, el forro de terciopelo carmesí, el Toisón de Oro que adornaba su pecho, la magnífica cruz cuajada de piedras preciosas que sujetaban sus manos, y la bellísima espada y la seda color perla de su traje y la blanca orla de castor de su sombrero, y hasta el carmín que le habían aplicado en los labios y que se derretía, tibio, bajo el calor de las decenas de velones encendidos… De pronto, comprendió claramente que aquél había sido un gran muerto, y deseó parecerse a él cuando le llegara el momento. En cuanto saliese del Panteón, tendría que dar instrucciones para que le momificaran, le vistieran y le expusieran igual que a su padre, y convertirse así en un cadáver imponente.

Pero ahora no estaba allí para pensar en sí mismo. Estaba allí para pedirle consejo a su antecesor. Con un enorme esfuerzo de su escasa voluntad y de su cuerpo débil, Carlos II se levantó de su sillón y se arrodilló junto a la caja de plomo. Rezó varios
paternoster
rápidos y entrecortados, mientras pasaba una a una las cuentas de su rosario en busca de un poco de serenidad, y al fin, conteniendo el aliento y con las manos temblorosas, giró la llave en la cerradura de la caja y alzó la tapa.

Polvo. Dentro sólo había un montón de polvo oscuro y denso. Eso era todo lo que quedaba de la gloria de su padre. Carlos sintió un vahído, y un pinchazo muy fuerte en el corazón. Por un instante tuvo que agarrarse fuertemente con las manos al borde de la caja. El malestar pasó y al fin, con la voz rota, se atrevió a preguntar en el tono más alto del que fue capaz:

—Padre mío, imploro vuestra ayuda. Decidme, ¿a quién debo dejar mi trono? Sólo Vuestra Majestad y Dios saben qué es lo mejor para mis reinos. Ayudadme, mi señor…

El Rey se quedó en silencio, escuchando, por si acaso Felipe IV se decidía de alguna manera a hablarle desde las alturas. Se oía el chisporroteo de las velas, los crujidos de la madera del sillón, el vuelo obcecado de una mosca que había conseguido colarse hasta aquellas profundidades y ahora buscaba desesperada la salida. Y su propio corazón. Sí, aquellos golpes secos, rápidos, irregulares, eran su corazón. Otro pinchazo. Un nuevo vahído. La mosca achicharrándose en una llama. De pronto, una ráfaga de aire helado cayó desde la cúpula del Panteón, como enviada por los Cielos, y dispersó un puñado de las cenizas de Su difunta Majestad por el aire, al tiempo que una voz profunda y vibrante, como la voz de Dios, pronunció claramente la palabra «Francia», que retumbó entre los mármoles y se mantuvo un largo momento flotando entre los sepulcros.

Carlos II se levantó más deprisa de lo que lo había hecho jamás en su vida, y con una energía que nadie nunca había conocido en él, salió corriendo del Panteón, lívido, verdoso, con el traje negro cubierto de polvo paternal, y escaló a zancadas las largas escaleras. Despavorido, aunque, eso sí, con las ideas al fin claras.

Capítulo II

A las siete en punto de la mañana, el Ayuda de Cámara de Su Majestad Cristianísima Luis XIV de Francia abrió los ojos, como cada día. Era el 16 de noviembre de 1700. Llovía a mares, y el agua rebotaba tozuda contra los cristales y sobre los mármoles del patio, acompañando los ronquidos rítmicos del Rey. A ciegas, Monsieur Bontemps buscó con la mano la palmatoria y los fósforos que había dejado en el suelo, cerca de la cama, y encendió la vela, mientras comprobaba que las cortinas del lecho del Monarca estaban lo suficientemente cerradas como para no molestarle con la luz.

Quince minutos después, vestido y despejado, reconfortado del frío y del hambre con un buen trago de aguardiente y un par de bizcochos, el Ayuda de Cámara abrió suavemente la puerta del dormitorio real y dejó pasar a tres criados que entraron caminando de puntillas. Enseguida desapareció la cama plegable donde él había pasado la noche, durmiendo con su habitual sueño ligero, siempre dispuesto a levantarse rápidamente si Su Majestad necesitaba algo. También se hizo fuego en la chimenea, se cambió el orinal usado y se abrieron las contraventanas, dejando entrar en la habitación una luz mortecina que obligó a encender la mitad de las velas.

De pronto, un candelabro cayó con estrépito. El joven Milhaud, que había tenido una noche brillante en compañía de una muchacha recién llegada al servicio de lavandería, lo había tirado en medio de su torpor. Los ronquidos de Su Majestad se detuvieron por un instante, mientras el Ayuda de Cámara le propinaba al criado un buen pescozón. Todo quedó en suspenso, hasta que se oyó un fuerte rugido procedente del lecho real y los ronquidos volvieron a sucederse con normalidad. Humilde, Milhaud recogió el trozo de cera y volvió a colocarlo, ya encendido, en el candelabro de oro.

A las siete y media en punto —un fiero reloj rodeado de leones marcaba los minutos sobre la chimenea—, mientras los criados abandonaban la habitación, el Ayuda de Cámara se acercó a la cama del Rey y asomando la boca entre las cortinas cerradas repitió su frase de cada día: «Sire, ya es la hora.» Luis XIV, que en aquel momento se creía de nuevo joven y sano y refulgente y estaba a punto de dispararle a un enorme ciervo con la mano derecha, mientras con la izquierda tocaba los grandes pechos de la Marquesa de Blécourt, se despertó y sintió un ramalazo de mal humor: no, ya no era joven, nada joven, tenía sesenta y dos años, le faltaba la mitad de los dientes y el pelo se le había caído casi por completo, le dolían la pierna derecha y el estómago y la espalda a la altura de los riñones y aquella mañana un poco también el cuello, cazar un ciervo era una tarea mucho más costosa para él que antes, porque le temblaba algo el pulso y, para colmo, ninguna mujer le ofrecía ya sus senos para que él los toquetease. Devoto, eso era lo que decían, que se había vuelto devoto y le era fiel a su querida esposa, pero él sabía que todos sabían la verdad, y la verdad era que su sexo se había agotado, quizá a fuerza de usarlo, o tal vez…

La cabeza del Primer Médico Real, Monsieur Jarzat, asomó entre las cortinas, interrumpiendo por suerte sus pensamientos, que corrían ya libremente camino de la amargura:

—¿Cómo estáis esta mañana, sire?

—Perfecto, estoy perfecto —no pensaba mencionar ninguno de sus dolores, no fuera a ser que al pesado del doctor le diera por hacerle una sangría o ponerle una lavativa. Aquél debía ser un gran día, y no iba a consentir que nadie se lo estropeara—. ¿Qué ha pasado esta noche por ahí…?

—Han llegado varios cortesanos después de medianoche. Todo el mundo quiere estar presente cuando anunciéis la gran noticia. Volveos a este lado, sire… La Marquesa de Châlons ha parido de madrugada, inesperadamente, y los gritos se podían oír desde el jardín. Ah, y a propósito del jardín, dicen que el Conde de Nohant y Madame de Deslais tuvieron ayer…, sacad la lengua…, tuvieron una pelea tremenda en el bosquecillo de la Ménagerie. Parece que Nohant tiene una nueva amante, y que la Deslais le armó un verdadero escándalo.

Monsieur Jarzat contaba las últimas noticias recibidas momentos antes en la antecámara, mientras tomaba el pulso, palpaba el vientre y observaba las pupilas del Rey. Éste apenas le prestaba atención, pendiente todavía de los duros pechos de la Marquesa de Blécourt y de su frustración. Cuando el médico le tiró de la lengua un poco más de lo conveniente, le pegó un manotazo: ya tenía suficientes molestias como para aguantar ninguna más.

La cabeza del doctor desapareció resignada entre el cortinaje y fue a refugiarse en un rincón, justo en el instante en que se abrían las dos puertas del cuarto y hacía su aparición el viejo Duque de Gramont, vestido de carmesí y plata, coronado por una enorme peluca morena que lo hacía parecer aún más viejo, y acompañado por su perfume de benjuí y gálbano, semejante a un cuerpo denso que se moviera a su alrededor. El Primer Gentilhombre de Cámara se acercó a los pies del lecho, sujetó firmemente con ambas manos las cortinas que lo cerraban y las abrió muy despacio, igual que si empujase dos montañas tras las cuales iba a aparecer en todo su esplendor el Paraíso, dejando al fin al Rey a la vista.

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