Dos velas para el diablo (12 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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—Ah —respondí abatida—. Lo siento mucho por esa niña, pero creo que ya no la van a encontrar.

—Yo sigo rezando por ella, Cat.

Y yo desearía poder hacer lo mismo. Me encantaría tener la fe que tiene él, pero, por desgracia, he visto ya demasiadas cosas como para poder confiar en Dios, en la Providencia o simplemente en la suerte.

Pero no se lo dije a Jotapé, porque también creo, sinceramente, que en el mundo hace falta más gente que rece por las niñas desaparecidas. Aunque no haya nadie al otro lado para escuchar sus plegarias.

El viaje hasta Berlín ha sido muy, muuuuy largo. No es que no haya hecho viajes largos, entendedme. Me he recorrido casi toda Europa y parte de Asia, pero solíamos parar a menudo y hacer noche por el camino, quedarnos uno o dos días en pueblecitos pintorescos o ciudades interesantes… En los viejos tiempos, jamás se nos habría ocurrido hacer Madrid-Frankfurt de un tirón.

En Frankfurt conseguí alojamiento en un hostal cerca de la estación (y tuve que sacar más dinero de la cuenta de Jotapé). Y al día siguiente, otro autobús, destino Berlín.

Así que ahora mismo estoy molida. Aunque he tenido la suerte de encontrar un albergue bastante céntrico y muy barato. Comparto la habitación con tres chicas más, pero eso no me supone ningún problema. Es evidente que soy extranjera, que mi alemán es paupérrimo, por no decir inexistente, y que no se puede esperar de mí que hable por los codos, por lo que me suelen dejar a mi aire.

Estuve en Alemania cuando era pequeña, pero es la primera vez que vengo a Berlín. Es una ciudad inmensa, muy limpia, amplia, llena de jardines y cosas interesantes para ver. Sin embargo, tengo que centrarme en lo que he venido a hacer. Es cierto que aún me quedan un par de días antes de mi cita con Angelo, pero tengo que descansar, recuperarme del viaje, situarme y aclimatarme.

Después de todo, voy a conocer nada menos que a Nergal, un demonio lo bastante poderoso como para aparecer en los tratados de demonología más importantes.

Así que me da exactamente igual que sean las tres de la tarde y que Svenia se esté pintando las uñas en la cama de al lado. Me derrumbo sobre la mía, sabiendo que no tardaré en quedarme dormida como un tronco.

De modo que esto es el Tiergarten.

He venido hasta aquí dando un paseo, en parte porque en el mapa parecía estar muy cerca, en parte porque me apetecía pasear por la célebre Friedrichstrasse, por Unter der Linden, y cruzar la famosa Puerta de Brandenburgo.

Y más allá se extiende el enorme parque que ocupa buena parte del centro de Berlín. Es inmenso; según el mapa, si sigo por esta calle llegaré tarde o temprano hasta la Columna de la Victoria, el lugar de mi cita con Angelo.

Sin embargo, las distancias engañan, y todo está mucho más lejos de lo que parece. Por suerte, he venido con tiempo de sobra. Todavía queda un buen rato hasta la puesta de sol.

Así que camino por la gran avenida que atraviesa el Tiergarten de parte a parte.

Y por fin veo la Columna de la Victoria a lo lejos, y entiendo de golpe por qué hemos quedado allí.

Sobre ella, vigilando Berlín desde las alturas, se alza un ángel dorado. Lleva las alas extendidas y un báculo en la mano. Estoy demasiado lejos como para asegurarlo, pero creo que lo he visto antes, y creo saber en qué circunstancias.

Yo tenía seis años la primera vez que estuvimos en Alemania. Cruzamos el sur del país en dirección a España, donde meses más tarde conocí a Jotapé. Me acuerdo de que caminábamos por una gran ciudad —no recuerdo cuál—, y mi padre se detuvo ante la puerta de una filmoteca. Se quedó mirando los carteles, luego se sacó la mano del bolsillo y contó las monedas que nos quedaban.

Yo le dije que no era momento de ir al cine, que quería cenar esa noche. Pero entramos igualmente.

No era habitual que mi padre antepusiese un capricho suyo a mi bienestar, no os vayáis a pensar que me dejaba sin cenar a menudo. Pero ahora entiendo por qué entramos en el cine aquella tarde.

La película trataba de ángeles que vagaban por un mundo de humanos; ellos no podían verlos, pero los ángeles escuchaban todos sus pensamientos y anhelaban ser como ellos.

A mí se me hizo larga y aburrida; desde luego, no era apropiada para una niña de mi edad. Además, la vimos en alemán, así que, naturalmente, no entendí casi nada, y me quedé dormida a la mitad; pero, cuando me desperté, miré a mi padre y vi lágrimas en sus ojos. Le pregunté si estaba bien, si se había hecho daño. Me señaló la pantalla y me dijo en voz baja que era por algo que acababa de decir uno de los personajes: que había cientos de ángeles que, deseando ser parte del mundo en lugar de limitarse a observarlo, habían decidido convertirse en humanos.

Cuando salimos del cine, mi padre estaba serio y pensativo. Pero me llevó a cenar donde yo quise (consiguió que nos invitaran a ambos) y, mientras devoraba mi hamburguesa, me contó que él era uno de esos ángeles que se habían vuelto humanos; pero que no lo había decidido así, y que no recordaba cómo ni por qué había sucedido eso. Me dijo que echaba de menos el lugar del que procedía (no dijo «el cielo», dijo «el lugar del que procedía»), pero que era bueno tener un cuerpo humano porque, de otro modo, yo no estaría allí con él, y eso era lo mejor que le había pasado nunca, que él pudiera recordar.

Si hubiese sido mayor aquella noche, habría pensado que estaba loco. Pero tenía seis años, y le creí.

Y ahora vuelvo a ver esa victoria alada, el ángel dorado que se alza sobre la columna en el horizonte del Tiergarten.

Allí, sentado sobre el hombro de la victoria, el ángel de la película contemplaba la ciudad y deseaba formar parte de ella.

Ahora sé que esa ciudad era Berlín. Y puedo entender por qué Angelo me ha citado aquí. Aunque solo en parte, claro. Aquella película trataba sobre los ángeles, pero, que yo recuerde, no hablaba sobre los demonios. No obstante, estoy completamente convencida de que Angelo la conoce.

Una muestra más de su extraño y retorcido sentido del humor.

Llego al fin a la plaza donde se alza la columna, en medio de una gigantesca rotonda. Aprovecho un momento en el que no pasan coches para cruzar al centro y examinar el monumento más de cerca. Veo que hay una escalera de caracol que lleva casi hasta arriba del todo. No hasta el ángel, ciertamente, pero sí hasta un poco más abajo. Debe de contemplarse una vista magnífica desde allí. Sin embargo, hay que subir muuuuchos escalones. Espero que a Angelo no se le haya ocurrido la genial idea de citarme ahí arriba. Pues yo no pienso subir; estoy cansada, así que me siento en los escalones, bajo la sombra de la columna, y espero.

Una vez más, levanto la cabeza hacía el ángel dorado que contempla la ciudad que se extiende a sus pies.

Me pregunto si alguna vez fueron así los ángeles. Gloriosos, magníficos, radiantes. Evoco el rostro cansado de mi padre, sus lágrimas al ver aquella vieja película. Me pregunto…

—Parece que va a echar a volar en cualquier momento, ¿verdad? —dice entonces una voz junto a mí.

Doy un respingo y me giro. Es Angelo, que contempla pensativo la victoria dorada que se alza sobre nuestras cabezas.

Hoy viste vaqueros y una camisa de color gris. De nuevo, lleva el pelo negro revuelto, como si se acabase de levantar. A pesar de que la luz del crepúsculo le da en plena cara, tiene los ojos bien abiertos, como si no le molestase, y es ahora cuando descubro que son grises y que, quizá por eso, la primera vez que le vi tuve la sensación de que eran del color del acero.

La verdad es que ahora no resulta tan inquietante como por la noche. En realidad, parece un joven normal, o lo parecería de no ser por las dos espadas que lleva cruzadas a la espalda.

—¿Qué pasa, necesitabas reafirmar tu autoridad? —le pregunto señalándoselas.

Sonríe.

—Una es la mía —dice—. La otra es la que le quité a Rüdiger la semana pasada. La voy a utilizar como moneda de cambio cuando visitemos a Nergal.

—Ah —es lo único que se me ocurre decir—. ¿Y dónde está Nergal? —pregunto poniéndome en pie.

—He quedado con él en el Sony Center. —Consulta su reloj—. Exactamente dentro de una hora.

Hago memoria.

—¿Eso no está…?

—… En Postdamer Platz.

—¿Y por qué no hemos quedado directamente allí?

Se encoge de hombros.

—Me gusta este sitio.

—¿Por el ángel? —pregunto con cierto sarcasmo.

—No hagas tantas preguntas y ponte en marcha de una vez —replica dándome un pequeño empujón—. Si nos entretenemos mucho, llegaremos tarde.

—Esto sí que es inaudito: un demonio preocupándose por la puntualidad.

Me mira, muy serio.

—Creo que no tienes claro dónde te metes. Vamos a hablar con Nergal, Cat. Podría fulminarte con una sola mirada, así que no conviene hacerle enfadar. Y eso incluye no hacerle esperar.

—Entiendo —asiento tragando saliva.

Caminamos en silencio por la acera, mientras el sol se pone lentamente por el horizonte. Intento entablar conversación, al menos para tratar de olvidar que… ¡otra vez! he quedado con un demonio, y ahora camino a su lado como si nada:

—Una vez vi una película en la que salía este sitio —comento—. Una película sobre ángeles.

Angelo asiente.


Der Himmel über Berlín
—dice, y añade, al ver que no lo he pillado—.
El cielo sobre Berlín.

—¿La has visto? Es una película sobre ángeles —hago notar—. No salen demonios.

Se ríe.

—He visto todas las películas, he escuchado todos los discos y he leído todos los libros que existen —dice para mi sorpresa—. La eternidad da para mucho.

—No te creo —replico—. Cada día se publican cientos de libros nuevos en todo el mundo. ¿Cómo vas a leerlos todos?

Sacude la cabeza con indiferencia.


Nihil novum sub solé
—dice—. La mayoría de esos nuevos libros, películas y discos no son otra cosa que reelaboraciones, copias o derivaciones de alguna otra historia que ya se contó en el pasado —tuerce la boca en un gesto de aburrimiento—. Hace décadas que los humanos no inventáis nada original. Por no decir siglos —añade, desdeñoso.

—Mira qué bien —gruño—. Pero sí viste esa película, la de Berlín.

—Sí. Y me reí mucho.

—¡No era una película de risa! —protesto recordando las lágrimas de mi padre.

—Pues era muy graciosa —responde Angelo, y sonríe, burlón, al recordarla—. Tú misma tienes que reconocer que la visión que se da en ella de los ángeles es, por decirlo de alguna manera… peculiar.

—No lo recuerdo —admito—. La vi cuando tenía seis años. Pero a mi padre le emocionó.

—A los ángeles últimamente les emociona cualquier cosa. Especialmente, las historias melancólicas. Sobre todo si acaban bien. Recuerda que se están extinguiendo.

Le miro de reojo y le hago la pregunta que hace días estoy deseando formularle:

—¿Y a ti qué te parece eso?

—¿A mí? Me da igual.

Empiezo a enfadarme otra vez.

—¿Cómo te puede dar igual?

—Sin los ángeles, el mundo será más seguro para los demonios. Pero también más aburrido.

Reflexiono sobre sus palabras.

—Entiendo —digo por fin.

Se vuelve para mirarme. Bajo la luz de las últimas luces del crepúsculo, sus ojos parecen nubes de tormenta.

—No puedes hacer nada para evitarlo —dice entonces, muy serio—. Los ángeles están sentenciados desde hace ya un par de siglos. Este mundo ha dejado de ser un lugar acogedor para ellos. Así que yo, en tu lugar, me limitaría a vivir una vida de humana y a disfrutar de ella en la medida de lo posible.

—¿Cómo puedes decirme eso? —me enfado—. ¡Mi padre fue asesinado!

—No era el primero, ni será el último, en ninguno de los dos bandos.

Resoplo, furiosa.

—Perece mentira que, después de varios cientos de miles de años de existencia, aún no hayáis sido capaces de firmar la paz. ¿Se puede saber por qué dura tanto vuestra estúpida guerra?

Angelo hace una mueca y responde enigmáticamente:

—Pregúntale a Dios.

Después de esta extraña conversación, ya no hablamos más. Seguimos caminando, uno junto al otro, hasta salir del parque, y después enfilamos hacia Postdamer Platz.

Siento que tengo muchas cosas que preguntarle, pero no estoy segura de querer conocer las respuestas. Porque ahora me está ayudando y se muestra más o menos amistoso, pero nada me asegura que vaya a ser así siempre. En cualquier momento puede aburrirse de mí y decidir que es más divertido… no sé, estrangularme, u obligarme a que me suicide, o simplemente dejar de acudir a nuestras citas y largarse sin más. Cierro los ojos un momento y me repito a mí misma que Angelo sigue siendo el enemigo. Así que estaré con él solo hasta que descubra quién mató a mi padre. Después seguiré mi camino. Y, en agradecimiento por haberme ayudado, seré generosa y no lo mataré. Hala.

Para cuando llegamos a Postdamer Platz, un lugar impresionante, lleno de luces de colores y bordeado de altísimos rascacielos de acero y cristal, todavía seguimos sin hablar, supongo que porque no tenemos nada que decirnos, o porque nuestros puntos de vista acerca de todo son tan opuestos que no podríamos mantener una conversación sin terminar discutiendo. Pero a mí no me importa: estoy acostumbrada a no hablar con nadie, y a Angelo, por lo visto, le da igual hablar por los codos que no pronunciar una sola palabra, así que todo está bien. Supongo.

Vale, sí, esto es muy raro. Estoy de paseo por Berlín con un demonio. Lo siento mucho, pero, por más que lo intento, no consigo acostumbrarme.

Llegamos por fin al Sony Center, una plaza abarrotada de gente, de imágenes, de sonidos. Procuro no perder a Angelo entre la multitud. Él se detiene un momento para mirar hacia arriba, a la cúpula en forma de paraguas que se cierne sobre nuestras cabezas. Parece situarse al fin, porque reemprende la marcha aligerando el paso. Corro para alcanzarle.

Finalmente llegamos a la fuente que hay en el centro de la plaza, y que parece ser un punto de encuentro, porque hay varias personas sentadas en el borde esperando a sus parejas, a sus amigos… Casi todos son jóvenes, porque en Postdamer Platz reina un ambiente joven, moderno. Un buen lugar de reunión para dos demonios.

Angelo se dirige, sin dudar, hacia un hombre que aguarda sentado en uno de los cafés que salpican el lugar, leyendo una revista sobre informática. Es fornido y parece alto, tiene el pelo de color zanahoria y lleva patillas y una corta perilla, lo que hace que su rostro parezca aún más alargado. Alza la mirada y nos ve; inclina la cabeza a modo de saludo. Angelo toma asiento frente a él, y yo hago lo mismo. Los dos demonios cruzan un par de frases en su incomprensible idioma y, entonces, el de la perilla clava en mí sus ojos inquisitivos…

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