Dos velas para el diablo (30 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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«¿A ti qué más te da?», murmuro.

—No sabía que fuera tan duro. Lo de estar muerta, quiero decir.

«Ya, claro».

Que no me venga ahora de amiguito, que lo veo venir. Cuando el tiburón sonríe, enseña todos los dientes.

—Bueno, espero que comprendas que yo no tengo la culpa de que te hayas vinculado a mí. Estoy tratando de ayudarte, pero no puedes pedirme que esté pendiente a todas horas de tus sentimientos y tus necesidades.

¿Qué os decía?

«Déjalo ya, ¿quieres? No eres más que un demonio, eso ya lo sé. Es verdad: es demasiado pedir que sepas cómo tratar a la gente».

Me mira. De mala gana, me vuelvo hacia él y sostengo su mirada.

«¿Por qué no estás con Lisabetta?», le pregunto con una mezcla de curiosidad y rencor. «Yo ya me he quitado de en medio».

—Me temo que tu dramática intervención nos ha cortado el rollo.

«Cuánto lo siento», murmuro, sarcástica.

—La buena noticia es que no vamos a tener que esperar. Parece haber cambiado de opinión al verte; nos va a llevar a ver a
madonna
Constanza esta misma tarde. He venido para decírtelo.

«Ya me extrañaba a mí que vinieses solamente a ver cómo estoy».

Suspira, exasperado.

—Oye, te estoy ayudando, ¿vale? Hemos venido hasta aquí para averiguar más cosas sobre la muerte de tu padre, un asunto que a mí no me afecta lo más mínimo. Estoy haciendo todo esto por ti…

«… para librarte de mí», corrijo.

—¿Y qué diferencia hay? ¿No es eso lo que quieres tú también, marcharte por el túnel de luz?

«Sí que hay una diferencia, pero eres demasiado egoísta y mezquino como para poder verla. No es lo mismo el motivo que el objetivo; puede que nuestros objetivos sean los mismos, pero tus motivos no son generosos, y eso es lo que me duele. Aunque sé que no puedo esperar otra cosa de un demonio».

—Cierto —asiente Angelo—. La generosidad, la bondad, la compasión y todas esas cosas cayeron del lado de los ángeles el día de la creación. Qué le vamos a hacer.

Sonrío a mi pesar.

«Quizá vosotros fuisteis ángeles alguna vez, y lo hayáis olvidado».

—No —me contradice—. Porque, si fuera así, de la unión de dos demonios nacerían ángeles. La esencia demoníaca está grabada en lo más profundo de nuestro ser, es el legado que transmitimos a nuestros hijos.

«También el pecado original se transmite a los hijos, según cierta religión».

—Ah, sí, esa es otra de las cosas que se han inventado los ángeles para justificar su teoría de que nosotros fuimos como ellos una vez. Nadie tiene por qué cargar con las culpas de pecados cometidos por unos antepasados a los que jamás llegó a conocer.

«¿Por qué querrían ellos creer que vosotros sois ángeles caídos?».

—Porque no nos entienden, Cat. No pueden creer que seamos destructores por naturaleza, que siempre hayamos sido así. Son demasiado compasivos. Están convencidos de que en el pasado debimos de cometer algún terrible error, al igual que los humanos. Les parece demasiado horrible que seamos así por naturaleza. Les parece inconcebible que Dios, si es que existe, pudiera haber creado algo tan malvado como nosotros. Pero si Dios no nos ha creado, si no ha creado a Lucifer, ¿de dónde salió? Comprendes su dilema, ¿no? Si formamos parte de la creación de Dios, entonces él no es pura bondad, y si no somos responsabilidad suya, entonces no es omnipotente. De modo que la teoría angélica de la Caída de Lucifer es solo un intento más por acercarse a nosotros, por comprendernos. No se les puede negar que se esfuerzan, desde luego —añade con un suspiro.

Por fin le hago la pregunta que me está quemando en la garganta.

«¿Y sois de verdad… tan malos?».

Me mira largamente.

—Sí —responde—. Lo siento.

No se disculpa por él, sino por mí. No puede avergonzarse de ser como es, porque el caos y la destrucción están en su propia esencia. Pero lo siente por mí. Entiendo, de pronto, que es consciente de que no es el mejor enlace que podría haberme tocado. Sabe que me hará daño, que no va a poder evitarlo, y lo lamenta.

«Puede que no toda la bondad cayera del lado de los ángeles. Por lo menos eres capaz de compadecerte de mí, aunque sea solo un poquito».

Se encoge de hombros.

—Cuando uno convive tanto con los humanos, acaba por cogerles cierto cariño. Y he de admitir que, a pesar de todo, tú me caes mejor que la mayoría de los humanos que he conocido. Te siento más cercana, más real.

«Será porque estoy al tanto de muchas más cosas acerca de vosotros que el resto de los humanos», comento.

—Eso será.

Cierro los ojos. Parece que mi tiburón ha decidido esconder los dientes hoy. Pero no te engañes, Cat. Aunque pueda parecer en ocasiones amistoso como un delfín, no lo es.

No lo es.

Capítulo XII

L
ISABETTA
acude a recogernos cuando el sol comienza a hundirse por detrás de las colinas. Conduce un coche azul.

—¿Listos? —nos pregunta deteniendo el vehículo ante nosotros.

Por toda respuesta, Angelo toma asiento junto a ella. Yo atravieso la ventanilla de atrás y ocupo la parte trasera del coche. Lisabetta me mira a través del retrovisor. Sus ojos lanzan destellos rojos.

—Hola, Cat —saluda con una amplia sonrisa.

No me digno contestar. Se ha cambiado de ropa. En lugar de los vaqueros lleva ahora un vestido negro que deja sus hombros al descubierto. Está elegante, como si se hubiese arreglado para una ocasión especial. Me pregunto qué tendrá que celebrar hoy.

—¿Vive muy lejos
madonna
Constanza? —pregunta Angelo.

—Posee una villa en las colinas. Estaremos allí en menos de media hora.

—No me explico por qué abandonaría su
palazzo
. Creo recordar que estaba muy orgullosa de él.

—Cómo, ¿no te enteraste? fue por la inundación del 66. El río se desbordó y el
palazzo
estaba demasiado cerca, me temo.
Madonna
Constanza perdió muebles, joyas y objetos de arte de valor incalculable. Aún no se le ha pasado el disgusto.

Angelo se ríe. No sé por qué, pero tengo la sospecha de que no se atrevería a hacerlo de estar ante la dueña del
palazzo
inundado. Esa tal
madonna
debe de ser una diablesa de cuidado.

—¿Y qué os ha traído Por Florencia… precisamente ahora? —pregunta Lisabetta.

No entiendo qué quiere decir con eso de «precisamente ahora». También a Angelo parece chocarle, porque frunce el ceño, intrigado. Sin embargo, responde:

—Buscamos a un grupo de demonios que, por lo que tengo entendido, creen en el relato contenido en el
Libro de Enoc
y veneran la memoria de Azazel.

Lisabetta sonríe ampliamente.

—Oh, ¿de verdad?
Madonna
Constanza lo encontrará sumamente interesante.

—¿Y eso por qué? —pregunta Angelo, inquieto. Pero Lisabetta se limita a reírse y a ignorar la pregunta.

«¿No seréis vosotros?», pregunto, sin poderlo evitar. «Tiene algo que ver
madonna
Constanza con el culto a Semyaza y Azazel?».

—Chica lista —comenta Lisabetta con una sonrisa malévola—. Debe de ser cosa de familia.

La mención a mi padre me hace enderezarme de golpe en el asiento, con tanta rapidez que estoy a punto de salir flotando a través del techo del coche.

«¿Qué sabes tú de mí? ¿Sabes, acaso, quién asesinó a mi padre?».

—Las preguntas, a
madonna
Constanza —replica ella con un gesto inocente que no hay quien se trague—. Yo no soy más que su humilde sierva.

Estoy empezando a temer que esto no ha sido buena idea, y que vamos directos a la boca del lobo. Miro a Angelo, interrogante, pero él tiene la mirada clavada en Lisabetta. Espero que no esté tan deslumbrado por sus encantos como para no olisquear el peligro que se adivina detrás de todo esto. Vamos, Angelo, tú eres un tío listo. No te dejes engatusar, que, como sea una trampa, necesitarás tener todos tus sentidos alerta.

—No me cabe duda —dice entonces mi demonio—. Porque ahora mismo se me ocurren muchas preguntas que me gustaría formularle.

Parece que lo ha pillado. Pero… un momento… Se diría que sospecha algo más de lo que llego a intuir yo. ¿Qué se me escapa?

Por fin, Lisabetta enfila por una estrecha carretera bordeada de viñedos hasta desembocar en un edificio cuadrado de aspecto imponente. Se detiene un momento ante la verja. No veo que llame a ningún timbre ni que haya ningún vigilante; sin embargo, la puerta se abre para nosotros instantes después.

Nos estaban esperando.

Lisabetta aparca frente a la entrada principal, a la que se accede por una amplia escalinata. El edificio es grande, sobrio y antiguo. Un pequeño torreón se alza en uno de sus extremos. La fachada, cubierta de hiedra, parece centenaria. Tras la casa se adivina un jardín salvaje y descuidado.

—Nosotros la llamamos
Villa Diavola
—dice Lisabetta con una risita.

Genial, un nido de demonios. El único consuelo que me da el hecho de estar muerta es que, aunque me vean y me oigan, no podrán hacerme ningún daño.

Acude a abrirnos una especie de mayordomo; es humano, por lo que paso junto a él sin que se percate de mi presencia. Nos conduce a través de un pasillo oscuro, alfombrado de rojo. Ascendemos por unas escaleras, luego otro pasillo… Encontramos a más personas a nuestro paso. Algunos son humanos, otros son demonios. Nos miran con cierta curiosidad, pero no parecen hostiles. De momento.

Entramos, por fin, en una amplia sala cuyas paredes están forradas de tapices que tienen aspecto de ser antiquísimos. Un único ventanal se abre hacia el oeste, por donde se cuela la luz dorada del crepúsculo. Todas las personas de la habitación se vuelven hacia la puerta al oírnos llegar.

Avanzamos tras Lisabetta, que se abre paso entre la gente, resuelta, hasta la tarima que se alza junto a la pared del fondo. De nuevo, hay humanos y demonios por toda la estancia. Los humanos parecen ejercer de criados. Los demonios simplemente están holgazaneando, charlando, divirtiéndose.

Parece una corte reunida en torno a una sola persona. Una persona que se sienta en un trono frente a nosotros, envuelta en ropajes que pasaron de moda dos siglos atrás, como si en todo este tiempo no se hubiese molestado en asomar la nariz fuera de su pequeña fortaleza, o como si no le importara lo más mínimo que el mundo cambiara a su alrededor. Da la impresión de que su vida, sin embargo, le resulta tediosa. A juzgar por la forma desganada en la que se repantiga sobre su trono y la parsimonia con la que desgrana las uvas que le ofrece una chiquilla en una bandeja de plata, esta diablesa, antaño poderosa, está aburrida y desengañada de su propia existencia inmortal. Sus enormes alas oscuras fluyen sobre el respaldo de su asiento, como una capa de terciopelo negro.

Madonna
Constanza.

Sé que debería prestarle atención, pero acabo de fijarme en otra cosa: la niña arrodillada junto al trono, la de la bandeja. Su cara me suena. Juraría que la he visto antes, pero ¿dónde?

—Madonna —anuncia Lisabetta—, tenéis visita.
El joven Angelo desea veros. Me ha dicho que le gustaría haceros algunas preguntas sobre Azazel.

Lo dice como si se tratase de alguna broma secreta que nosotros fuéramos incapaces de comprender. Y supongo que algo de eso hay, porque los otros demonios cruzan miradas cómplices y esbozan sonrisas divertidas. Algunos observan a Angelo, y cualquiera diría que están calculando cuántos minutos le quedan de vida, como si fuese una oveja que hubiera venido a interrogar a un lobo hambriento. Esto me da muy, pero que muy mal rollo.

Madonna
Constanza se incorpora en su asiento.

—Os presento mis respetos,
madonna
—murmura Angelo con una breve reverencia.

—El joven Angelo —repite ella; su voz es lenta, serena y reflexiva. Sin embargo, por un momento tengo la sensación de que esta mujer oculta un secreto dolor, una angustia tan intensa que impregna cada una de sus palabras—. De modo que buscabas a Azazel, ¿verdad? —sonríe, y tengo la sensación de que es una sonrisa amarga—. Azazel —repite—. Uno de los demonios que incumplieron las normas en tiempos antiguos. Uno de los demonios que buscaron placer en criaturas prohibidas y engendraron una raza maldita… y que fueron duramente castigados por ello.

Reina de pronto un silencio sobrecogido, casi reverencial. Ya nadie sonríe. Incluso Lisabetta ha bajado los ojos, y juraría que está temblando.

—Buscabas a Azazel, ¿no es cierto? —prosigue ella—. Pues bien, ya la has encontrado.

Angelo la mira, sin terminar de creerse lo que acaba de oír. Así pues… ¿Azazel existe? ¿Es ese el nombre antiguo de
madonna
Constanza? ¿Cuánto hay de verdad, entonces, en el
Libro de Enoc
? ¿Fue Azazel castigada en tiempos antiguos por relacionarse demasiado con los humanos? La observo, sobrecogida, y entonces ella me devuelve la mirada y me sonríe. Me quedo paralizada; no es habitual que los demonios se fijen en mí.

—Por norma general —prosigue
madonna
Constanza—, no tolero que se me recuerde lo que sucedió en tiempos pasados. Es algo que gustosamente olvidaría, junto a todo lo demás. Lamentablemente, alguien lo puso por escrito, y la historia de mi desgracia se recuerda una y otra vez. Mi único consuelo consiste en matar a todos aquellos que osan pronunciar mi nombre antiguo en mi presencia.

Angelo se envara, alerta. Ahora entiendo la expectación de los demonios: hemos venido a meter el dedo en la llaga, y es evidente que están deseando ver de qué forma horrible y retorcida nos lo va a hacer pagar
madonna
Constanza.

Obviamente, no ha sido una buena idea venir aquí para preguntar por Azazel, y empiezo a sentirme culpable. De acuerdo, es un demonio y si lo despellejan vivo seguro que se lo merece, pero de todos modos está aquí por mi causa, y no me gustaría que cayese en las manos de una diablesa resentida.

Sin embargo, ella no ha terminado de hablar:

—No obstante, joven Angelo, estoy en deuda contigo, y por esa razón perdonaré tu osadía y responderé a tus preguntas.

—¿Estáis en deuda conmigo? —repite él, un tanto desorientado, mientras entre los demonios de la corte se levanta un murmullo de decepción.

—Porque la has traído contigo —sonríe
madonna
Constanza; se pone en pie y me mira de nuevo, solamente a mí, como si no existiera nada más—. Mi pequeña Caterina, ¿dónde has estado todo este tiempo? —me pregunta con dulzura—. Llevo quince años buscándote. Lamento comprobar que nos hemos reencontrado… demasiado tarde para ti.

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