—Amigos míos, vamos a correr un riesgo tremendo, y tenemos que armarnos de diversas formas. Nuestro enemigo no lo es solamente espiritual. Recuerden que tiene la fuerza de veinte hombres y que, aunque nuestros cuellos o nuestros aparatos respiratorios son del tipo común, o sea, que pueden ser rotos o aplastados, los de él no pueden ser vencidos simplemente por la fuerza. Un hombre más fuerte, o un grupo de hombres que, en conjunto son más fuertes que él, pueden sujetarlo a veces, pero no pueden herirlo, como nosotros podemos ser heridos por él. Así pues, es preciso que tengamos cuidado de que no nos toque. Mantengan esto cerca de sus corazones.
Al hablar, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo entregó, ya que era yo el que más cerca de él se encontraba.
—Póngase estas flores alrededor del cuello.
Al decir eso, me tendió un collar hecho con cabezas de ajos.
—Para otros enemigos más terrenales, este revólver y este puñal, y para ayuda de todos, esas pequeñas linternas eléctricas, que pueden ustedes sujetar a su pecho, y sobre todo y por encima de todo, finalmente, esto, que no debemos emplear sin necesidad.
Era un trozo de la Sagrada Hostia, que metió en un sobre y me entregó. Todos los demás fueron provistos de manera similar.
—Ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Si logramos abrir la puerta, no necesitaremos introducirnos en la casa por la ventana, como lo hicimos antes en la de la señorita Lucy.
El doctor Seward ensayó un par de llaves maestras, con la destreza manual del cirujano, que le daba grandes ventajas para ejecutar aquel trabajo. Finalmente, encontró una que entraba y, después de varios avances y retrocesos, el pestillo cedió y, con un chirrido, se retiró. Empujamos la puerta; los goznes herrumbrosos chirriaron y se abrió.
Era algo asombrosamente semejante a la imagen que me había formado de la apertura de la tumba de la señorita Westenra, tal como la había leído en el diario del doctor Seward; creo que la misma idea se les ocurrió a todos los demás, puesto que, como de común acuerdo, retrocedieron. El profesor fue el primero en avanzar y en dirigirse hacia la puerta abierta.
—
¡In manustuas, Domine!
—dijo, persignándose, al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.
Cerramos la puerta a nuestras espaldas, para evitar que cuando encendiéramos las lámparas, el resplandor pudiera atraer a alguien que lo viera desde la calle. El profesor pulsó el pestillo cuidadosamente, por si no es tuviéramos en condiciones de abrirlo rápidamente en caso de que tuviéramos que salir de la casa a toda prisa.
Entonces, encendimos todos nuestras lámparas y comenzamos nuestra investigación.
La luz de las diminutas lámparas caía sobre toda clase de formas extrañas, cuando los rayos se cruzaban unos con otros o nuestros cuerpos opacos proyectaban enormes sombras. No se apartaba de mí el sentimiento de que había alguien más entre nosotros. Supongo que era el recuerdo, sugerido de manera tan poderosa por el tétrico ambiente, de la espantosa experiencia que yo tuviera en Transilvania. Creo que todos nosotros teníamos el mismo sentimiento, puesto que noté que los otros no cesaban de mirar por encima del hombro cada vez que se producía un ruidito o que se proyectaba alguna nueva sombra, tal como lo hacía yo mismo.
Todo el lugar estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En el suelo, esa capa tenía varios centímetros de profundidad, excepto en los lugares en que se veían huellas de pasos recientes en las que, bajando la lámpara, pude ver marcas de tachuelas. Los muros estaban mohosos y cubiertos de polvo, y en los rincones había gruesas telarañas, sobre las que se había acumulado el polvo, de tal forma que colgaban como trapos desgarrados en los lugares en que se habían roto, a causa del peso que tenían que soportar. En una mesa, en el vestíbulo, había un gran manojo de llaves, cada una de las cuales tenía una etiqueta amarillenta a causa de la acción del tiempo. Habían sido usadas varias veces, puesto que había varias marcas en el polvo similares a la que quedó cuando el profesor levantó las llaves. Van Helsing se volvió hacia mí y me dijo:
—Usted conoce este lugar, Jonathan. Ha copiado planos de él, y lo conoce por lo menos mejor que todos nosotros. ¿Por dónde se va a la capilla?
Tenía una idea de en dónde se encontraba, aunque durante mi última visita no había logrado entrar en ella; por consiguiente, los guié y, después de unas cuantas vueltas equivocadas, me encontré frente a una puerta baja, que formaba un arco de madera de roble, cruzada por barras de hierro.
—Este es el lugar —dijo el profesor, al tiempo que hacía que reposara la lucecita de su lámpara sobre un mapa de la casa, copiado de mis archivos sobre la correspondencia relativa a la adquisición de la casa. Con cierta dificultad, encontramos la llave correspondiente en el manojo y abrimos la puerta. Estábamos preparados para algo desagradable, puesto que al estar abriendo la puerta, un aire tenue y maloliente parecía brotar de entre las rendijas, pero ninguno de nosotros esperaba encontrarse con un olor como el que nos llegó. Ninguno de los otros había encontrado al conde en sus cercanías, y cuando yo lo había visto, estaba, o bien en su rápida existencia en las habitaciones o, cuando estaba lleno de sangre fresca, en un edificio en ruinas, a cielo abierto, donde penetraba el aire libre; pero, allí, el lugar era reducido y cerrado, y el largo tiempo que había permanecido sin ser hallado hacía que el aire estuviera estancado y que oliera a podrido.
Había un olor a tierra, como el de algún miasma seco, que sobresalía del aire viciado. Pero, en cuanto al olor mismo, ¿cómo poder describirlo? No era sólo que se compusiera de todos los males de la mortalidad y del olor acre y penetrante de la sangre, sino que daba la impresión de que la corrupción misma se había podrido. ¡Oh! Me pongo enfermo sólo al recordarlo. Cada vez que aquel monstruo había respirado, su aliento parecía haber quedado estancado en aquel lugar, intensificando su repugnancia.
Bajo circunstancias ordinarias, un olor semejante hubiera puesto punto final a nuestra empresa, pero aquel no era un caso ordinario, y la tarea elevada y terrible en la que estábamos empeñados nos dio fuerzas que se sobreponían a las consideraciones físicas. Después del primer estremecimiento involuntario, consecuencia directa de la primera ráfaga de aire nauseabundo, nos pusimos todos a trabajar, como si aquel repugnante lugar fuera un verdadero jardín de rosas.
Examinamos cuidadosamente el lugar, y el profesor dijo, al comenzar:
—Ante todo, hay que ver cuántas cajas quedan todavía; a continuación, deberemos examinar todos los rincones, agujeros y rendijas, para ver si podemos encontrar alguna indicación respecto a qué ha sucedido con las otras.
Una mirada era suficiente para comprobar cuántas quedaban, ya que las grandes cajas de tierra eran muy voluminosas, y no era posible equivocarse respecto a ellas.
¡Solamente quedaban veintinueve, de las cincuenta! En un momento dado me llevé un buen susto, ya que al ver a lord Godalming que se volvía repentinamente y miraba por la puerta de entrada hacia el oscuro pasadizo que había más allá, yo también miré y, durante un instante, me pareció ver los rasgos más notables del rostro maligno del conde, la nariz puntiaguda, los ojos rojizos, los labios rojos y la terrible palidez. Eso ocurrió sólo durante el espacio de un segundo, ya que, como resumió lord Godalming:
—Creí haber visto un rostro, pero eran sólo las sombras.
Y volvió a dedicarse a su investigación. Volví mi lámpara hacia esa dirección y me dirigí hacia el pasadizo. No había señales de la presencia de nadie, y como no había puertas, ni rincones, ni aberturas de ninguna clase, sino sólo los sólidos muros del pasadizo, no podía haber ningún escondrijo, ni siquiera para él. Supuse que el miedo había ayudado a la imaginación, y no dije nada.
Unos minutos más tarde vi que Morris retrocedía repentinamente del rincón que estaba examinando. Todos nosotros seguimos con la mirada sus movimientos, debido a que, indudablemente, cierto nerviosismo se estaba apoderando de nosotros, y vimos una masa fosforescente que parpadeaba como las estrellas. Instintivamente, todos retrocedimos. Todo el lugar estaba poblándose de ratas.
Durante un momento permanecimos inmóviles, asombrados, todos, excepto lord Godalming que, aparentemente, estaba preparado para una contingencia similar.
Precipitándose hacia la pesada puerta de roble y bandas de hierro, que el doctor Seward había descrito del exterior y que yo mismo había visto, hizo girar la llave en la cerradura, retiró los enormes pestillos y abrió de un golpe la puerta. Luego, sacando del bolsillo su silbato de plata, hizo que sonara lenta y agudamente. De detrás de la casa del doctor Seward le respondieron los ladridos de varios perros, y un minuto después, tres terriers aparecieron, corriendo, por una de las esquinas de la casa. Inconscientemente, todos nos habíamos vuelto hacia la puerta y, al hacerlo, vimos que el polvo se había levantado mucho; las cajas que habían sido sacadas, lo habían sido por allá. Pero incluso en un solo minuto que había pasado, el número de las ratas había aumentado mucho. Parecían aparecer en la habitación todas a un tiempo, a tal punto que la luz de las lámparas, que se reflejaba sobre sus cuerpos oscuros y en movimiento y brillaba sobre sus malignos ojos, hacía que toda la habitación pareciera estar llena de luciérnagas. Los perros aparecieron rápidamente, pero en el umbral de la puerta se detuvieron de pronto y olfatearon; luego, simultáneamente, levantaron las cabezas y comenzaron a aullar de manera lúgubre en extremo. Las ratas estaban multiplicándose por miles, y salimos de la habitación.
Lord Godalming levantó a uno de los perros y, llevándolo al interior de la habitación, lo colocó suavemente en el suelo. En el momento mismo en que sus patas tocaron el suelo pareció recuperar su valor y se precipitó sobre sus enemigos naturales.
Las ratas huyeron ante él con tanta rapidez, que antes de que hubiera acabado con un número considerable, los otros perros, que habían sido transportados al centro de la habitación del mismo modo, tenían pocas presas que hacer, puesto que toda la masa de ratas se había desvanecido.
Con su desaparición, pareció que había dejado de estar presente algo diabólico, puesto que los perros comenzaron a juguetear y a ladrar alegremente, al tiempo que se precipitaban sobre sus enemigos postrados, los zarandeaban y los enviaban al aire en sacudidas feroces. Todos nosotros nos sentimos envalentonados. Ya fuera a causa de la purificación de la atmósfera de muerte, debido a que habíamos abierto la puerta de la capilla, o por el alivio que sentimos al encontrarnos ante la abertura, no lo sé; pero el caso es que la sombra del miedo pareció abandonarnos, como si fuera un sudario, y la ocasión de nuestra ida a la casa perdió parte de su tétrico significado, aunque no perdimos en absoluto nuestra resolución. Cerramos la puerta exterior, la atrancamos y corrimos los cerrojos; luego, llevando los perros con nosotros, comenzamos a registrar la casa. No encontramos otra cosa que polvo en grandes cantidades, y todo parecía no haber sido tocado en absoluto, exceptuando el rastro de mis pasos, que había quedado de mi primera visita. Los perros no demostraron síntomas de intranquilidad en ningún momento, e incluso cuando regresamos a la capilla, continuaron jugueteando, como si estuvieran cazando conejos en el bosque, durante una noche de verano.
El resplandor del amanecer estaba irrumpiendo por levante, cuando salimos por la puerta principal. El doctor van Helsing había tomado del manojo la llave de la puerta de entrada, cerró ésta cuidadosamente, se metió la llave en el bolsillo y se dirigió a nosotros.
—Hasta ahora —dijo—, la noche ha sido verdaderamente un éxito para nosotros. No hemos recibido ningún daño, como hubiéramos podido temer y, además, hemos podido cerciorarnos de qué número de cajas falta. Sobre todo, me alegro mucho de que este primer paso que hemos dado, quizá el más difícil y peligroso de todos, hayamos podido llevarlo a cabo sin que nuestra dulce señora Mina nos acompañara, y sin que hubiera necesidad de turbar sus pensamientos, tanto más cuanto que estaría despierta y dormida pensando en visiones, ruidos y olores que nunca podría olvidar. Asimismo, hemos aprendido una lección, si es que podemos decirlo a particulari: que las bestias que están a las órdenes del conde no son, sin embargo, dóciles al espíritu del conde, puesto que esas ratas acudirían a su llamado, del mismo modo que llamó a los lobos desde la torre de su castillo, para que saliera a su encuentro y al de aquella pobre madre. Aunque las ratas acudieron, huyeron un momento después en desorden, ante la presencia de los perritos de nuestro amigo Arthur. Tenemos ante nosotros otros asuntos, otros peligros y otros temores; y ese monstruo no ha usado sus poderes sobre el mundo animal por última o única vez esta noche. Sea que se haya ido a algún otro lugar… ¡Bueno! Nos ha dado la oportunidad de dar «jaque» en esta partida de ajedrez que estamos jugando en nombre del bien de las almas humanas. Ahora, volvamos a casa. El amanecer esta ya cerca, y tenemos razones para sentirnos contentos del trabajo de nuestra primera noche. Es posible que nos queden todavía muchos días y noches llenas de peligros, pero debemos seguir adelante, sin retroceder ante ningún riesgo.
La casa estaba sumida en un profundo silencio cuando llegamos a ella, excepto por los gritos de alguna pobre criatura que estaba en una de las alas más alejadas y un sonido bajo y lastimero que salía de la habitación de Renfield. Indudablemente, el pobre hombre se estaba torturando, a la manera de los orates, con pensamientos innecesariamente dolorosos.
Entré en mi habitación de puntillas y encontré a Mina dormida, respirando con tanta suavidad que tuve que aguzar el oído para captar el sonido. Parecía más pálida que de costumbre. Esperaba que la reunión de aquella noche no la hubiera impresionado demasiado. Me siento verdaderamente agradecido de que permanezca fuera de nuestro trabajo futuro e incluso de nuestras deliberaciones. Es una tensión demasiado grande para que la soporte una mujer. No pensaba así al principio, pero ahora sé mucho mejor a qué atenerme. Por consiguiente, me alegro de que eso haya sido resuelto. Es posible que haya cosas que la asustaran si las oyera, no obstante, ocultárselas sería peor que revelárselas, si es que llega a sospechar que hay algo que no le decimos. A partir de este momento, tendremos que ser para ella como libros cerrados, por lo menos hasta el momento en que podamos anunciarle que todo ha concluido y que la tierra ha sido liberada de aquel monstruo de las tinieblas. Supongo que será difícil guardar silencio, debido a la confianza que reina entre nosotros, pero debo continuar en mi resolución y silenciar completamente todo lo relativo a nuestros actos durante aquella noche, negándome a hablar de lo que ha sucedido. Me acosté sobre el diván, para no molestarla.