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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (13 page)

BOOK: Dublinesca
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Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata amarilla desprendida. Levantó el tazón y entonó:


Introibo ad altare Dei
.

Se detuvo, miró de soslayo la oscura escalera de caracol y llamó groseramente:

—Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso.

Se adelantó con solemnidad y subió a la plataforma de tiro…

Está seguro de que, cuando llegue el momento, le gustará estar en lo alto de la circular plataforma de tiro, allí donde tiene lugar esa escena archiconocida del
Ulysses
. Muy cerca de allí, en el pub Finnegans de la población de Dalkey, es donde, además, tendrá lugar la primera reunión de la Orden de Caballeros —llamada precisamente Orden del Finnegans por el pub, no por el libro de Joyce del mismo nombre— que su joven amigo quiere fundar el mismo 16 de junio.

La noticia de que van a fundar esa orden se la acaba de comunicar Nietzky en su fulminante mensaje electrónico de respuesta. Ya sólo por el simple hecho de proceder de Nietzky, la creación de esa especie de club
finnegansiano
le parece una buena idea. ¿O no anda muy necesitada su melancolía de algunos clubes y algunas reuniones? Por otra parte, todo cuanto Nietzky idea o escribe suele parecerle irreprochable. Además, su e-mail ha sido muy oportuno, le ha dado una gran alegría porque ha llegado en medio de una serie de mensajes de otra gente, en los que —para no variar con la tónica que se ha instalado en los últimos tiempos en su correo electrónico— nadie le invita a nada, a ninguna conferencia ni encuentro de editores, a nada de nada, sólo le dan la lata con asuntos triviales o le piden favores. En cierta forma, le están olvidando sin olvidarse de él.

Con Ricardo y Javier ha sido prudente, pero con Nietzky va a actuar de forma muy distinta. Porque a él sí que se atreve a decirle que en Dublín quiere entonar un réquiem por la galaxia Gutenberg, por esa galaxia hoy de pálido fuego, y de la que la novela de Joyce fue uno de sus grandes momentos estelares. Y no sólo es que vaya a atreverse a decírselo, sino que se lo está comunicando ya ahora mismo en el nuevo e-mail que le envía.

Sin ninguna clase de rodeos ni explicaciones demasiado enrevesadas, le dice a Nietzky que quiere dar el
salto inglés
—espera que capte lo que quiere decir y que a la larga, con su particular talento, hasta amplíe el sentido de la expresión— y le explica que ha pensado, además, celebrar un réquiem por el fin de la era Gutenberg, un réquiem del que sólo sabe, por ahora, que deberá estar relacionado con el sexto capítulo del
Ulysses
. Un funeral en Dublín, le dice y le subraya. Un funeral no sólo por el mundo derruido de la edición literaria, sino también por el mundo de los escritores verdaderos y los lectores con talento, por todo lo que se echa en falta hoy en día.

Está seguro de que tarde o temprano Nietzky tendrá ideas para las exequias, y le dirá, por ejemplo, dónde celebrarlas. San Patrick, la catedral, es un lugar que parece apropiado para la ceremonia, pero puede haber otros. Está también seguro de que Nietzky acabará diciéndole qué palabras utilizar para despedir dignamente a la era Gutenberg. Al funeral, en cualquier caso, sería bueno y oportuno emparentarlo con ese capítulo sexto. Es lo único que a Riba le parece que cae por su propio peso, sobre todo viendo —aunque eso lo guarda para sí mismo— cómo Javier, Ricardo y el joven Nietzky han empezado ya a parecerse a las réplicas vivientes de los tres personajes —Simon Dedalus, Martin Cunningham y John Power— que acompañan a Bloom en el cortejo fúnebre que atraviesa la ciudad hasta el camposanto de Glasnevin en la mañana del 16 de junio de 1904.

A Riba no se le escapa que es característico de la imaginación encontrarse siempre al final de una época. Desde que tiene uso de razón oye decir que nos hallamos en un periodo de máxima crisis, en una transición catastrófica hacia una nueva cultura. Pero lo apocalíptico ha estado siempre, en todas las épocas. Lo encontramos, sin ir más lejos, en la Biblia, en la
Eneida
. Está en todas las civilizaciones. Riba entiende que en nuestro tiempo lo apocalíptico sólo puede ser ya tratado de forma paródica. Si llegan a celebrar ese funeral en Dublín, éste no podrá ser otra cosa que una gran parodia del llanto de algunas almas sensibles por el fin de una era. Lo apocalíptico exige ser tratado sin excesiva seriedad. A fin de cuentas, desde niño se ha cansado de escuchar que nuestra situación histórica y cultural es inusitadamente terrible y en cierto modo privilegiada, un punto cardinal en el tiempo. Pero ¿es así en realidad? Parece dudoso que nuestra «terrible» situación sea muy diferente de la de nuestros antepasados, pues muchos de ellos sentían lo mismo que nosotros y, como bien dice Vok, si nuestros elementos de juicio nos parecen satisfactorios lo mismo les sucedía a ellos. Cualquier crisis es sólo, en el fondo, la proyección de nuestra angustia existencial. Quizás nuestro único privilegio sea simplemente estar vivos y saber que vamos a morir todos juntos o por separado. En fin, piensa Riba, lo apocalíptico tiene un barniz novelesco espléndido, pero no hay que tomárselo muy en serio, porque en realidad, si lo miro bien, lo que me ofrece es la alegre, rotunda y feliz paradoja de un funeral en Dublín, es decir, me ofrece aquello de lo que más necesitado ando en los últimos tiempos: tener algo que hacer en el futuro.

No todos los e-mails los responde Nietzky de forma fulminante. Pronto se ve que ha sido una excepción a la norma la respuesta tan rápida de Nietzky al e-mail anterior. Pasan los minutos y empieza a verse que Nietzky no está ahora dispuesto a responder con tanta celeridad.

Dos días enteros de cierta angustia.

A lo largo de ellos, momentos de viva impaciencia y desconcierto. Como buen
hikikomori
, Riba cree que los correos que manda van a serle siempre contestados de inmediato. Y ni mucho menos es siempre así. Con Nietzky se ha quedado más desconcertado de lo que debería estarlo sabiendo como sabe que su joven amigo neoyorquino no ha sido nunca, por correo electrónico, hombre de respuestas fulminantes.

Pasa dos días esperando la contestación. Y hasta Celia parece al final estar aguardando a que Nietzky se digne contestar, quizá porque está deseando con todas sus fuerzas que de una vez por todas su marido
hikikomori
haga algo de ejercicio —aunque tan sólo sea el ejercicio de subirse a un avión— y le toque el aire lo máximo posible en Dublín.

De vez en cuando, a lo largo de los dos días de espera, Celia se interesa por saber si su amigo de Nueva York, el joven Nietzsche —lo llama así por un error, sin mala intención— ha dado ya señales de vida.

—No, ni una señal, como si la tierra se lo hubiera tragado. Pero ya ha prometido que irá a Dublín, y eso es suficiente —responde Riba ocultándole a Celia su temor de que a Nietzky le haya desagradado, por ejemplo, tener que aportar ideas sobre cómo y dónde celebrar el réquiem.

Cuando finalmente, tras los dos largos días de angustia, llega la respuesta de Nietzky, es noche cerrada en Barcelona, y Celia duerme. De modo que Riba no le puede comunicar a ella inmediatamente la buena nueva. Nietzky le escribe desde un hotel de Providence, en las afueras de Nueva York, y le cuenta que, tal como le dijo en su anterior correo, siente gran entusiasmo por repetir su viaje a Dublín del año pasado. Respecto al
salto inglés
, dice que cree saber a qué se refiere. Y le comenta, con electricidad neurótica, que de entre las religiones protestante y católica, prefiere la última: «Ambas son falsas. La primera es fría e incolora. La segunda está constantemente asociada al arte; es una
bella mentira
, al menos es algo.» Luego viene una frase desconcertante: «Fuiste judío, ¿no?» Y acto seguido, sin venir demasiado a cuento, le habla de Nueva York, e inicia un inesperado largo rosario de quejas de tipo personal. Habla de los espantosos cambios a los que cada momento se ve sometida la ciudad y entona su «réquiem particular por los días en los que, viviera uno donde viviera, siempre podía encontrar a pocas manzanas de su casa un colmado, una barbería, un quiosco de periódicos, una tintorería, una floristería, una licorería, una zapatería…».

Sigue una posdata en la que le habla de una cita que ha establecido con una sociedad de fanáticos de
Finnegans Wake
, el raro y, según Nietzky, nada fallido último libro de James Joyce: «El miércoles asistiré a la reunión que celebran el cuarto miércoles de cada mes los socios de la Finnegans Society of Providence desde hace sesenta y un años. Tienen una página web. Llamé por teléfono y contestó un tipo al que le causó gran extrañeza mi acento hispano. Me preguntó si tenía alguna experiencia con el texto. Le dije que sí. Me dijo que no hacía falta ninguna. Me dio la dirección del lugar donde se reúnen, que no está anunciado en la página web: el número 27 y medio (eso dijo) de la calle Edison. Cuando le di mi apellido polaco, volvió a dudar de que yo fuera hispano.»

¿Y del funeral ni palabra?

Turbado por ese dato de los sesenta y un años de la Finnegans Society, tarda Riba en darse cuenta de que hay una posdata de la posdata de Nietzky, que no descubre hasta que no deja por fin de pensar en las curiosas coincidencias entre el aniversario de boda de sus padres y el de la sociedad
finneganiana
de Providence: el mismo número de años, 61.

En la posdata de la posdata, se lee: «Habrá tiempo en Dublín para todo, creo que incluso para encontrar un buen sitio para nuestra sentida oración fúnebre por la gloriosa y liquidada era Gutenberg.»

Perfecto, piensa Riba. Espero que cuando Nietzky habla de «sentida oración» lo esté haciendo en tono burlesco, como intuyendo que generalmente el tratamiento paródico será el más idóneo para el funeral. Me quedo a la espera de sus ideas concretas para el réquiem, las que a mí me faltan. No puedo tener mejor colaborador para el asunto de Dublín. Y su confirmada complicidad hasta me alegra el día.

Pero la forma que Riba tiene a continuación de exteriorizar esa alegría es extraña. La festeja dedicándose a temer que ese «habrá tiempo para todo» pueda referirse a entrar en Dublín en muchos pubs. De ser cierta esta sospecha, corre un verdadero peligro. Podría acabar cayendo en la tentación alcohólica y bebiendo en un bar de nombre Coxwold, y después llorando abatido, perdidamente borracho y arrepentido, sentado en el suelo de una acera de un callejón, tal vez consolado por Celia, o por su fantasma, ya que Celia no viajará a Dublín, pero su fantasma sí podría hacerlo…

Basta, piensa. Son unos temores absurdos. Y detiene la paranoia. Aunque no se detiene la rareza que envuelve toda su forma de celebrar que Nietzky le haya contestado. Porque ahora empieza a festejar el guiño cómplice de Nietzky poniéndose a imaginar que le quita colores y peso a la vida y le quita casi todo hasta lograr que ésta se asemeje a una ligera sombra, iluminada por una desencajada luz de anémico fuego lunar imaginario. Esa sombra es él mismo. Y no deja de ser coherente que lo sea. A fin de cuentas, ¿no se ve como un pobre viejo y un simple ayudante de Nietzky en toda esta historia?

En el viaje a Dublín, por ejemplo, sólo se concibe allí como escudero de su amigo. Le ha cedido secretamente el gobierno del viaje. Poco importa que éste sea en realidad todavía un joven inexperto. No hace muchas semanas, a pesar de su edad, le nombró en secreto «su segundo padre». Y es que con Nietzky tiene una relación muy parecida a la que durante toda su vida ha tenido con la figura paterna en abstracto: ante él, al igual que con su padre, es casi siempre sorprendentemente dócil, y se muestra, a pesar de sus ya casi sesenta años, abierto a toda clase de consignas y órdenes.

De hecho, tanto ante su padre como ante Nietzky, siente una callada gran admiración de fondo y una infinita tranquilidad de saberse a sus órdenes, de saberse controlado y orientado por sus ideas. No conoce a padre que ejerza tan concienzudamente de padre como el suyo. Nietzky, en cambio, no tiene ni idea de lo que es comportarse como un cabeza de familia, y tal vez por eso le parece idóneo como segundo padre. Se complementan, porque las carencias paternales de uno compensan los excesos del otro.

En cualquier caso, es evidente que se trata de todo un derroche de padres. Tal vez provocado porque, como viene pensando cada vez con mayor insistencia, no se conoce a sí mismo. No se conoce nada. A causa de su brillante catálogo, no sabe quién es, y el instinto le dice que será difícil que llegue a conocerse a sí mismo algún día. Y es probable que de ese desamparo surja esa necesidad que tiene de protección desde ciertas alturas, de protección desde esas cimas en las que se supone que habita un padre cálido —de dos cabezas, en este caso—, bonachón a veces y en otras neoyorquino y talentoso, creador constante de electricidad neurótica.

Tal vez tiene una añoranza imprecisa del artífice oculto de sus días, y por eso anda siempre buscándolo por ahí, en la casa familiar o en las luminosas calles de Nueva York. Va siempre como si estuviera a punto de tropezarse con un soberano señor padre omnipotente, esa figura abstracta que imagina a veces como un desconocido —tal vez sólo un joven con una ridícula chaqueta estilo Nehru— que lo estaría dirigiendo todo desde una luz cansada.

Por la noche, le viene a la memoria una frase de Mark Strand que podría incluir en ese documento
word
donde anota cuanto le llama la atención a lo largo del día, un documento que va creciendo casi sin darse cuenta, como si las frases que van cruzándose en su camino fueran cayendo como copos, «como nieve en los Alpes, si no hay viento», que decía Dante en
Infierno
.

La frase de Mark Strand dice así: «La búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir.» ¿Busca él realmente la levedad? Cuando se da cuenta de que todos sus movimientos de esta noche parecen dirigirse hacia una pérdida de gravedad y encaminados hacia el momento mismo en que se decidirá a airearse y dar definitivamente el ligero salto inglés, comprende que en realidad se ha convertido en un esperador de ese salto, que empezó siendo sólo una imagen amable, una figura retórica.

Enfila el pasillo de su casa, va a consultar un libro de Italo Calvino, donde también se habla de la levedad. Y se encuentra allá con el episodio del salto del poeta Cavalcanti. En este caso, un salto italiano. Queda algo impresionado por la relativa casualidad, y literalmente clavado al pie de la biblioteca. Y, cuando por fin logra moverse, va con el libro a sentarse en su butacón más habitual. Celia duerme, probablemente feliz, si se atiene a las últimas palabras que le ha dicho: «Tú me tienes que querer siempre como hoy.»

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